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El Maestro y Margarita. Mijaíl BulgákovЧитать онлайн книгу.

El Maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov


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mismo pensó "Quizá tenga razón".

      —Hazme caso —le cuchicheo el poeta en el oído— se enmascara de tonto para conocer algo. Ya ves lo bien que habla ruso —el poeta hablaba y miraba de reojo por si el extranjero escapaba—, detengámoslo que se nos va.

      Por la manga, el poeta jaló a Berlioz hacia el banco.

      El extranjero estaba de pie cerca del banco y en la mano sostenía un librito de una encuadernación gris oscura, un sobre grueso de buen papel y una tarjeta de visita.

      —Discúlpenme de que, en la pasión de nuestra discusión, me haya olvidado de presentarme. Aquí están mi tarjeta, mi pasaporte y la invitación de viajar a Moscú para unas consultas —dijo muy serio, mirando con ojos penetrantes a ambos literatos que quedaron confundidos.

      "Diablos, lo oyó todo", se dijo Berlioz y con gesto educado le hizo ver que no era necesario mostrar los documentos.

      Mientras el extranjero le extendía los documentos al editor, el poeta pudo leer en la tarjeta de visita la palabra "Profesor" impresa con letras extranjeras y la letra inicial del apellido: la V.

      —Mucho gusto —musitó el sorprendido editor y el extranjero escondió los documentos en el bolsillo.

      De esta manera la relación fue reestablecida y los tres se sentaron de nuevo en el banco.

      —¿Profesor, ha sido usted invitado en calidad de consultante? —preguntó Berlioz.

      —Sí, de consultante.

      —¿Es usted alemán? —inquirió Desamparado.

      —¿Yo? —el profesor se quedó pensativo de repente—. Sí, por favor, alemán.

      —Usted habla muy bien el ruso —hizo notar Desamparado. —Oh, en general soy políglota y conozco una gran cantidad de lenguas —respondió el profesor.

      —¿Y cuál es su especialidad? —quiso saber Berlioz.

      —Soy especialista en magia negra.

      "Vete a ver" resonó en la cabeza de Mijaíl Alexándrovich,

      —¿Y... usted ha sido invitado aquí por esa especialidad? —preguntó recobrando la respiración.

      —Sí, por esa especialidad —confirmó el profesor que aclaró—: Aquí en la Biblioteca Estatal han sido descubiertos unos manuscritos del siglo X, originales del nigromante Herbet de Aurilaquia. Se me pide que los examine. En el mundo soy el único especialista. —¡Ah, ah! ¿Es usted historiador? —preguntó Berlioz con gran alivio y respeto.

      —Lo soy —confirmó el sabio y añadió algo que no venia al caso—: Esta tarde en los Estanques del Patriarca ocurrirá una interesante historia.

      Nuevamente el asombro del poeta y del editor llegó al máximo cuando el profesor les hizo una seña con la mano para que se acercaran y les murmuró al inclinarse ellos hacia él.

      —Tengan en cuenta que Jesús existió.

      —Vea, profesor —dijo Berlioz con sonrisa forzada— nosotros respetamos sus grandes conocimientos, pero en esta materia tenemos otro punto de vista.

      —No es necesario otro punto de vista —respondió el extraño profesor— sencillamente, él existió y nada más.

      —Pero se necesita alguna prueba... —comenzó a decir Berlioz. —No es necesaria ninguna prueba —respondió el profesor en voz baja y por algún motivo su acento desapareció—. Es muy sencillo, temprano en la mañana del día catorce del mes primaveral, Nisán, vistiendo una capa blanca de forro rojo como la sangre, con el andar propio de los jinetes de caballería...

      Capítulo 2

       Poncio Pilato

      Temprano en la mañana del día catorce del mes primaveral, Nisán, vistiendo una capa blanca de forro rojo, como la sangre, con el andar propio de los jinetes de caballería, apareció el Procurador Poncio Pilato en la columnata techada, situada entre las dos alas del palacio de Heredes el Grande.(7)

      Más que nada en el mundo, el Procurador odiaba el olor a aceite de rosas y, en ese momento, todo vaticinaba un mal día pues ese olor no dejaba de perseguirlo desde el amanecer. Al Procurador le parecía que el olor a rosas salía de los cipreses y palmeras del jardín y que a aquel maldito efluvio se le unían el de las pieles y el sudor de la escolta.

      Del ala al fondo del palacio, vino un humo que se unió al grasiento olor a rosa, clara señal de que los cocineros de la primera cohorte de la duodécima legión, llegada a Jerusalén con el Procurador, comenzaban a preparar la comida.

      "Oh, dioses, dioses ¿por qué me castigan? Sí, no hay duda, es ella, de nuevo ella, la invencible y terrible enfermedad, la hemicránea que provoca dolor en la mitad de la cabeza... No hay remedios en su contra, ninguna salvación... Trataré de no moverme."

      Junto a la fuente, en el suelo de mosaicos, ya estaba preparado un sillón y el Procurador, sin mirar a nadie, se sentó y extendió una mano en la que su secretario puso, respetuosamente, un pedazo de pergamino. Sin poder contener una mueca de dolor, el Procurador echó una mirada a lo escrito, lo devolvió y con trabajo dijo: —¿El acusado es galileo? ¿Ya le han enviado este asunto al Tetrarca?

      —Sí, Procurador.

      —¿Qué dice?

      —Se ha negado a dar su conclusión sobre este asunto y la sentencia de muerte del Sanedrín(8) la envía para vuestra confirmación. El Procurador tuvo un tic en el cuello y en voz baja ordenó: —Traigan al acusado.

      Enseguida, desde la glorieta del jardín hasta el balcón, dos legionarios condujeron a presencia del Procurador a un hombre de unos veintisiete años, vestido con una túnica azul pálida, vieja y rota. Llevaba la cabeza cubierta con una venda blanca, una cinta le ceñía la frente y sus manos estaban atadas detrás de la espalda. Debajo de su ojo izquierdo había un gran hematoma y en la esquina de la boca un arañazo con sangre coagulada.

      El recién llegado observó al Procurador con alarmada curiosidad. Este permaneció callado y luego, en voz baja, preguntó en arameo:

      —¿Así que tú eres el que ha incitado al pueblo para que destruya el templo de Jerusalén?

      El Procurador se hallaba sentado como si fuera de piedra y sus labios apenas se movieron al hablar. Estaba así porque temía mover la cabeza que le ardía con dolor infernal.

      El hombre con las manos atadas dio unos pasos hacia delante y comenzó a decir:

      —Buen hombre. Te aseguro que...

      Nuevamente sin moverse y sin alzar la voz, el Procurador le interrumpió:

      —¿A mí me llamas buen hombre? Te equivocas. En Jerusalén murmuran de mí y dicen que soy un horrible monstruo y tienen razón —dijo y con voz monótona añadió—: Que venga el centurión Matarratas.

      A todos les pareció que en el balcón oscurecía cuando ante el Procurador se presentó el centurión de la primera centuria Marc, apodado Matarratas. Por una cabeza era más alto que el más alto de los soldados de la legión y de hombros tan anchos que ocultaban el aún naciente sol.

      El Procurador se dirigió a él en latín.

      —Este delincuente me ha llamado "buen hombre", sácalo de aquí unos minutos y explícale cómo debe dirigirse a mí, pero no lo deformes.

      Todos, con la excepción del inmóvil Procurador, siguieron con la mirada a Marc que con un gesto de la mano le indicó al arrestado que debía acompañarle.

      En todas partes a Matarratas le miraban siempre debido a su estatura y, además, para aquellos que le veían por primera vez, por el rostro desfigurado, con su nariz que una maza germana había destrozado alguna vez.

      Sobre el mosaico resonaron las pesadas botas de Marc y el prisionero le siguió sin hacer ruido.


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