La locura de amar la vida. Monica DrakeЧитать онлайн книгу.
niño salió a un balcón al otro lado del camino y tiró medio sándwich de pan blanco por el borde. El pan se separó en el aire, dejando que un trozo de mortadela cubierto de kétchup cayera libremente.
—Yo hice de niñera allí una vez —dije, y saludé al niño justo cuando apareció un brazo y lo metió de nuevo en casa de un empujón a través del repiqueteo de los estores verticales.
—¿Ese es tu primo pequeño? —dijo Kevin, el medio hermano de Mack.
Me ofreció el bong-lata, pero lo rechacé. Le di un sorbo a mi cerveza Pabst. Estaba fría como el aire y dulce como los jugos de Kool-Aid. King Polla tenía a la estrella porno contra la pared. Su vestido era un montón de satén desgarrado a sus pies, pero los tacones altos seguían en su sitio. Puso caras falsas de susto, todo «ohhh» y «oh, no», y deslizó las manos de las tetas a los muslos, luego entre las piernas, frotándose de arriba abajo. Sus uñas eran horribles, pero perfectas.
—¿Qué es esta basura? —pregunté, intentando estar por encima.
Kevin se volvió a retorcer en el puf y dijo:
—¿En qué piso vives?
Mack lanzó un golpe contra la cabeza de Kevin.
—Cállate, tío.
—¿Qué…? —dijo Kevin.
—Ella no vive en un piso, tío.
—No me importaría —dije.
No era como las chicas de la parte nueva de la ciudad que vivían en aquellas casas enormes con columnas blancas y tres plazas de garaje. Nosotros teníamos una entrada de tierra. Pero nuestra casa tenía un nombre: el Arboreto. Podía ver la silueta de nuestro tejado cuando miraba hacia fuera desde las puertas correderas del piso de su padre, más allá de los campos. Tiré del remiendo de cinta de mi abrigo.
Mack me agarró la mano. Doblé la esquina tras él. Cerró la puerta del dormitorio. Le toqué la cicatriz de la mandíbula. El hielo se manchó de sangre, la noche en que su barbilla se fragmentó como un pescado destripado, capas y capas de grasa.
—Yo estaba en ese partido —susurré. Me llevé una mano a la parte trasera de la cabeza, haciendo una señal de árbitro: Carga a la cabeza.
Vi cuando el otro tipo lo golpeó.
—Lo provoqué yo —dijo Mack, encogiéndose de hombros como avergonzado.
Extendí una mano hacia un lado haciendo la señal de árbitro para indicar dureza innecesaria. El hockey no era un deporte influyente en Oregón. Estaba marginado, se les dejaba a los forasteros, excepto por los Winterhawks.
—Déjame a mí tomar las decisiones. Tú puedes hacer lo que sea. Lo tienes todo por delante —dije.
Era fuerte y alto, y tenía una sonrisa fácil. Yo diría que era una sonrisa bonita, con esos labios. Era el chico malo favorito de toda madre. Sin su casco, derribado, el pelo de Mack había quedado extendido en el hielo como un halo oscuro. Había una salpicadura de sangre brillante. Se lo llevaron a algún lugar lejano. Yo quería ir con él.
—¿Qué se siente cuando te noquean? —le pregunté.
Tenía la medio esperanza de probarlo, alguna vez.
—No tiene nada de especial. Volver en sí es una mierda.
—Me refiero a cuando estás inconsciente…
Se quitó el abrigo y lo tiró sobre una pila de ropa amontonada en una silla. De una patada, metió unos calzoncillos sucios bajo la cama. Dejamos las cervezas en la mesita de noche, una al lado de la otra, dos latas perladas en su propio sudor. Acogedor.
—Podría hacerme árbitra o linier.
Ejecuté una danza de señales con una serie de gestos rápidos con los brazos: ¡Lanzamiento de penalti!, ¡Stick alto!, ¡Despeje prohibido!, ¡Gol!
Se remangó. Su brazo estaba hecho un desastre, lleno de costras y bultos en la piel. Lo toqué con mis dedos ligeros. Intentó engatusarme hacia la cama, marcha atrás. No sucumbí.
—¿Qué te pasó?
Se sacudió el pelo de los ojos.
—Me metí un pico de fibras de la alfombra. Así de sencillo, y casi pierdo el brazo.
Se rio como si fuera un chiste supergracioso.
—Anulación —dije, y balanceé los brazos intentando hacer la señal del árbitro—. Sin gol, no hay infracción. Es un error común.
Se dio un golpecito en la frente con el dedo índice, como si hubiera aprendido algo. Sus pestañas eran como arañas negras.
—Ya aprendí: no desparrames tu alijo —me dijo—. Ese error me costó el hockey.
Esas eran palabras serias.
—¿Ya no juegas?
¿Cómo no me había dado cuenta? Mack tenía la habilidad de escabullirse, quedándose con su madre al otro lado de la ciudad, yendo a quién sabe dónde.
—Podrías volver a meterte. Te adoran —le dije.
En voz baja y forzada, me respondió:
—El hockey es un deporte para fortalecer el carácter, pequeña.
Me empujó hacia atrás sobre la cama, dejando que la parte trasera de mis rodillas golpeara contra el colchón. Probé a decir que sí y me dejé acomodar como un edredón.
—Un atleta se preocupa por su cuerpo, en el hielo y fuera de él. Al parecer yo no lo hago.
Se apretó contra mí, con su peso sobre mis huesos y mis caderas. Intenté dejarme llevar, no tomar la iniciativa. Llegar hasta el final.
—Todavía… —comencé.
Su boca golpeó la mía y estaba demasiado abierta, demasiado húmeda, pero el olor estaba ahí, la fiesta. Estaba bajo su carpa de humo y cerveza, su piel del color del whisky, bajo su peso.
Mack desabrochó los botones de mis vaqueros. Mallas térmicas, calcetines de lana, camiseta, suéter. Eran capas sobre capas, las mismas que llevaban los chicos; uniformes de invierno, lo más alejado posible del vestuario de la estrella porno. Revolotearon plumas desde mi abrigo.
Algo se estrelló en el salón. Dejé caer una mano en la cama. Mack no se inmutó, no dejó de presionar su boca abierta contra la mía, su lengua contra mi lengua, sus dedos en busca de piel. Al otro lado de la pared, Kevin dijo: «Cielos, tío». La voz de Sanjiv surgió como uno de sus murmullos típicos, solo que un poco más apagada.
Otro estruendo y se escuchó el sonido de escombros cayendo dentro de la pared, entre las capas del pladur. Me aparté de Mack, empujándolo por los hombros, pero su peso sobre el mío me mantenía pegada a la cama.
Nuestros dientes chocaron. Su boca era una mordaza. Mis palabras salieron ahogadas, extrañas y rotas, como términos apenas traducidos, destinadas a un lenguaje que ni siquiera usaba palabras. Asfixiadas.
Otro golpe y esta vez una mano se abrió paso a través de la pared, por encima de la cabeza de Mack, con unos nudillos ensangrentados enredados en cables. El pladur me golpeó la cara, soltando gravilla fina como la arena en mis ojos.
Mack se levantó sin prisa, lleno de paciencia. Dejó que el polvo y los escombros cayeran de la amplia llanura de su espalda. Era enorme, un monstruo de hombre, sacudiéndose pedazos del mismísimo edificio. Él era el niñero esta vez y se irguió cuan alto era al abrir la estrecha puerta.
Los nudillos de Sanjiv estaban marcados con sangre roja del color de las rosas. Varios agujeros habían florecido en la pared. Este arte, su forma de expresarse, no conllevaba pintura, pero sí dolor. Grafiti, dibujado con su propia mano. Me limpié la saliva de Mack de la barbilla.
—Papá se va a poner furioso —dijo Kevin.
—Papá es un marica