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Episodios republicanos. Antonio Fontán PérezЧитать онлайн книгу.

Episodios republicanos - Antonio Fontán Pérez


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la misma línea. Ortega, es, además, más vital y más castizo: le gustan, por ejemplo, los toros y profesa la alegría de vivir. A Giner lo imaginamos en el círculo de iniciados de su hogar, o en la sierra frente al aire puro, cristalino, cortante y deshumanizado del Guadarrama. Ortega es hombre —también de paisaje y de excursión—, pero al mismo tiempo de tertulia, de lectura recatada en un «gabinete aburrido con la atmósfera cargada de humo de tabaco», capaz de pasar una tarde en el golf, entre ninfas y faunos jóvenes, aristocráticos y deportivos. A Giner le va bien el partido reformista, la gravedad de Azcárate, la habilidad evolutiva de Álvarez. El político de Ortega, pese al desentendimiento personal que separaba a los dos hombres, será Azaña y su Azcárate, en cierto modo, él mismo.

      En el método también coinciden, en cuanto ambos se proponen una tarea fundamentalmente pedagógica. Giner opta por la Escuela y la iniciación minoritaria. Ortega por el periódico —él nació «sobre una rotativa» como él mismo dijo— y la calle. Giner pensó que la política vendría después, como una consecuencia natural de la mutación de las conciencias. Pero Ortega vio que para poner en marcha su proyecto era preciso, de vez en cuando por lo menos, aplicar en el lugar preciso la palanca de una acción personal en la política. (Vieja y Nueva Política en 1914; el Manifiesto de los Intelectuales al Servicio de la República, en el 31).

      El punto de partida de la España que Ortega quiso hacer era Europa, la Europa vigente de sus días, liberada en lo posible, de riesgos demagógicos (el Ortega conservador de la Rebelión de las masas, 1930), alejada de la vieja metafísica perseguidora de un «ser» que no se podía concebir ya más que como un espectro, sumergida en los propios mundos objetivos del culturalismo alemán post o neokantiana. Hasta el viejo historicismo, positivista en el fondo, estaba superado por la «razón histórica», y aún esta última superada a su vez por la razón vital.

      Ortega ejerció en la vida española el papel de un gigantesco seductor. Lo era por su estilo literario, por la simpatía castiza que trascendía de su actuación y por el carácter de aventura creadora hacia el futuro que revistió su obra. Los jóvenes escritores, periodistas y profesores españoles que se abren a la vida en los años veinte a treinta, deslumbrados inicialmente por este sagaz artista de la idea y de la palabra, se inscribieron en una Weltanschauung orteguiana, cuya consecuencia en el orden político era la república —porque la monarquía había perdido su vigencia— y, en el orden religioso, un nuevo laicismo que no tenía en su sistema teórico la violencia anticlerical del 68 o el proselitismo naturalista —deísta— de la Institución.

      El cristianismo, definitivamente «sido», había perdido su vigencia en la cultura europea. Ortega, que había adquirido tal sospecha en sus años mozos de estudiante, trajo de sus viajes a la Alemania de Cohen y del nuevo historicismo diltheyano, la confirmación definitiva. La Revista de Occidente desde 1923, los libros de la misma editorial, que contenían la almendra del pensamiento contemporáneo, con su silencio de lo trascendente y su ironía neohistoricista o raciovitalista hacia las actitudes «ya pasadas», no daban lugar a las inquietudes religiosas.

      Durante la dictadura de Primo de Rivera, Ortega adoptó una actitud cauta y displicente ante la anécdota política. A su final desplegó desde el Olimpo de su indiscutible prestigio nacional un gran cartel con el incipit vita nova de España. Fueron sus artículos de El Sol y, en febrero de 1931, el manifiesto de la Agrupación de intelectuales al servicio de la República, que firmaron junto con él, el médico e historiador Gregorio Marañón y el novelista Ramón Pérez de Ayala.

      El manifiesto de los intelectuales al servicio de la República, que había sido retenido unos días por la censura, se publicó, entre otros periódicos, en El Sol el 10 de febrero de 1931. Este documento tenía el aire de una proclama dirigida a las minorías, capaces de entender el Estado como empresa y no simplemente como botín al estilo de la revuelta callejera. Pero también encerraba entre sus líneas la pretensión de ser el certificado de defunción de la «monarquía de Sagunto», que sucumbía corrompida «por sus propios vicios sustantivos», sin haber logrado ser una «institución nacionalizada, es decir, un sistema de poder público que se supeditase a las exigencias profundas de la Nación y viviese solidarizado con ellas».

      Ortega trajo a la república el prestigio de su nombre, la adhesión de sus admiradores y una buena parte del plan de reformas —la militar, por ejemplo, y en cierto modo también la religiosa— que se propusieron las primeras Cortes.

      Los intelectuales no se manifiestan colectivamente, amparados en este nombre enfático que otorgan a su grupo, hasta 1931. Pero ya entonces eran tan antiguos como el siglo. La denominación incluye tardíamente a los profesores; al principio sobre todo a los periodistas y escritores. En el primer tercio del siglo algunos empleaban la palabra «literatos».

      Al final de siglo se vuelcan sobre Madrid algunos inquietos jóvenes de provincias. Hay tres nombres que compendian el movimiento: son los tres: Maeztu, Baroja y Azorín, los protagonistas —Pedro, Juan y Pablo— de La Voluntad azoriniana, que se llaman igual que los primeros grandes apóstoles cristianos. Creen en la acción y en la fuerza. Quieren hacer cosas, no sólo escribir palabras. Invitan a la acción. Son, hasta cierto grado, nietzscheanos. Recogen la herencia crítica de Costa y de Macías Picavea: España, sumergida en el marasmo del desastre colonial, necesita en primer lugar reformas físicas, de carácter económico y social. No se cuidan entonces de las ideologías, si no es para implicar en su actitud la simplificación de atribuir a la vieja tradición histórica la culpa de la presente decadencia y de la miseria que quieren remediar. Eran, sin contacto todavía con Giner, otros nuevos partidarios, como decía Unamuno, de la «japonización de España» en la que él no tenía ninguna fe. Los tres mozos iban a seguir trayectorias dispares, que no es cosa de analizar aquí.

      Una obra representativa de su actitud en esos primeros momentos es Hacia otra España, el libro del Maeztu joven. La crítica de España no es en él tan radical como en Ortega: arranca del proceso de la decadencia. La grandeza pasada no se desmiente, pero tampoco importa, porque la exigencia de hoy es un audaz enfrentamiento con el futuro desde la tabla rasa de donde se hayan hecho desaparecer todas las pobrezas físicas, intelectuales y morales de la España del final de siglo.

      Baroja y Azorín fueron anarquistas, por romanticismo y por pasión. A «los tres» se suman otros: Unamuno, Valle, Machado, que trae el aliento institucionista de Giner.

      El proyecto activista del 98 había hecho crisis ya en 1914. Antonio Machado lo constata en un poema de esa fecha: «España sigue toda —dice— de carnaval vestida, mísera y beoda». Pero lo importante de estos hombres es que dejaron echada en tierra la semilla de algo que Sanz del Río, los krausistas y Giner no habían logrado. Convocan al periódico y a la calle a la gran discusión de los temas nacionales.

      Los nombres de segunda fila que les siguen en los años inmediatos son legión. Los más artistas o puros intelectuales se dispersan. Alguno, como Maeztu, emprende el periplo de regreso a una estimación de lo que había sido España y que —lo confiesa él— en su juventud desconocía. Pero del ambiente de la calle, de la prensa cotidiana y de los clubs culturales, se apodera un vago aliento de reforma, al que la obra de Ortega iba a dar empaque intelectual, presentación sistemática y esquemas rigurosos. En la agitada atmósfera revolucionaria de los años 20 en los medios estudiantiles, por ejemplo, o antes en el antimilitarismo popular de los penosos días de la campaña de Marruecos, o en el anticlericalismo escueto y sin violencia, de gabinete, que se suma al anticlericalismo jacobino del primer Lerroux de Barcelona, de Blasco en Valencia, de los anarquistas y socialistas españoles, había una huella de los intelectuales, probablemente una entelequia de contornos imprecisos, pero que resulta operativa en la vida nacional de cada día y en los grandes acontecimientos de los años 30 y 31.

      El Sol había sido fundado en 1917 por Nicolás María de Urgoiti, un industrial vasco, significativo representante de buena parte de los intereses de los nuevos capitalistas industriales del norte de España. Fue siempre un periódico de ajustada economía, que vivió gracias al apoyo de su vespertino La Voz, a la protección de la Papelera Española y a una aún más discreta de los políticos,


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