El infierno está vacío. Agustín MéndezЧитать онлайн книгу.
es el mencionado por Rémy, quien siguiendo lo planteado por primera vez en el Formicarius (1437) de Johannes Nider, sostenía que los maleficia no podían afectar a los magistrados porque estaban divinamente protegidos contra los embates de las brujas y los demonios.140 Pasajes semejantes pueden hallarse en Bodin y Boguet.141 En todos los casos, la acción directa de la deidad era inconfundiblemente benevolente. Más allá de estas menciones, el problema del mal mantenía la importancia de los siglos anteriores. A tal punto era inevitable que Stuart Clark señaló la existencia en el cristianismo de una deuda metafísica con el Mal, sin que ello implicara lesionar el monismo teológico sobre el cual se erigía. Existía una inconmensurable diferencia entre la paterna bondad de Dios y la tiránica crueldad del demonio. Mientras el Creador convertía las desgracias de los hombres en posibilidades para alcanzar la salvación, la criatura sembraba calamidades, destrucción y pánico.142 Sin embargo, esa incontrolable inclinación al mal siempre dependía del permiso divino, lo que hacía del Caído un ministro, una herramienta de la divinidad.
PERMISO Y MINISTERIALIDAD
En el esquema que hemos descrito hasta aquí, todo lo existente cumple una función determinada con anticipación. Incuso el mal forma parte de la economía providencial. A lo largo de la historia cristiana, aquel concepto ha sido objetivado en la figura de Satán y sus secuaces diabólicos. Si bien el próximo capítulo estará dedicado a analizar la concepción del demonio en los relatos demonológicos ingleses y franceses, en este apartado nos centraremos en una cuestión someramente mencionada en los párrafos anteriores: el permiso que recibe de la divinidad para actuar en el mundo material y su rol como ministro de la Corte Celestial.
La figura de referencia para comenzar dicho análisis es, nuevamente, Agustín de Hipona. Como ocurrió frecuentemente entre los teólogos del periodo patrístico, el de Tagaste remarcó en sus trabajos que el demonio podía manifestarse activamente en el mundo únicamente si contaba con autorización de la divinidad. Cualquier efecto que produjera en la Tierra, fuera ilusorio o real, no era más que el reflejo de su sometimiento, era una orden recibida y obedecida. Por ello, en Enarrationes in Psalmos, el obispo demanda que sus lectores atribuyan siempre a Dios los males que sufren, puesto que el Ángel Caído no puede hacer nada sin su venia.143 Ahora bien, esa licencia que el Creador otorgaba no era azarosa, sino que estaba orientada fundamentalmente a cumplir dos objetivos: castigar a los impíos y probar a los justos: «ese permiso se les otorga en conformidad con la justicia que todo lo gobierna, tanto por razones de prueba como de venganza, impuestas para la condena o para la corrección».144 No por casualidad este fragmento proviene de los comentarios al Libro de Job. En el celebérrimo relato bíblico, el Adversario afirma que el Patriarca amaba a Dios solamente en virtud de las riquezas materiales y espirituales con las que había sido agraciado, por lo que en cuanto su fortuna, familia y salud desaparecieran, lo mismo ocurriría con su fe. El desafío consistía entonces en que el diablo atacara a Job y pudiera probar su punto. Más allá del conocido final del reto (el protagonista soportó las más terribles calamidades con un inquebrantable respeto hacia su Creador), lo más interesante para nuestro análisis es que las plagas, enfermedades, destrucciones y muertes causadas por el Príncipe de las Tinieblas solo ocurrieron luego de haber obtenido el consentimiento divino, después de que la deidad hubiera establecido los parámetros en los que la apuesta debía desenvolverse y los límites que no podrían quebrantarse en su desarrollo. De allí el comentario de Agustín: «nótese que posee poder tanto sobre los hombres como sobre los elementos, pero este le viene de Dios».145 Fue propio del pensamiento de los Padres de la Iglesia, siempre vigilantes ante las tendencias dualistas, haber descrito al Enemigo como una entidad poderosa, pero estrictamente limitada.146 En palabras del Doctor de la Gracia, era un poder que estaba sometido a otro.147 Dios le permitía tener poder porque eso era algo bueno y porque Él tenía uno mayor.148 Esta versión del demonio, por lo tanto, sufría un severo caso de insatisfacción, puesto que siempre causaba menos daño del que deseaba.149 De esta manera, luego de su rebelión, aquel y sus cómplices se habían convertido en ministros de Dios, en herramientas de su Providencia.150 El demonio no tenía ningún derecho o potestad sobre los hombres, pero la divinidad en ocasiones le permitía ejercer de manera controlada aquello de lo que carecía para cumplir con el esquema providencial.151 Por eso había elegido crear a todos los ángeles, incluidos los que buscarían derrocarlo: acabarían siendo útiles a sus fines. Así, otorgarles permiso de acción era un medio para hacer el bien.152
El teólogo norafricano eligió graficar el estado de servidumbre de los demonios a la voluntad divina refiriendo a uno de signos que más claramente se asocian con aquel: la cadena. Tanto en sus comentarios a los Salmos como en De Civitate Dei, el Enemigo es descrito como una entidad encadenada que solo sentía sus grilletes aflojar cuando Dios consideraba que ello era beneficioso, tal como había ocurrido frente a la posibilidad de tentar a Job para confirmar su beatitud: «el diablo está encadenado para que no pueda hacer cuanto desea o quiere; pero se le permite tentar en todo aquello que redunda en nuestro mayor provecho».153 El cautiverio diabólico era necesario, puesto que de no estar en esa condición de sujeción, arrasaría con todo lo existente y sometería a los hombres a tentaciones completamente irresistibles.154 No podía moverse por el mundo autónomamente y sin oposición.155 La divinidad restringía o liberaba a su instrumento de prueba y castigo de acuerdo a las necesidades de su plan.156 El Enemigo, entonces, no hacía sino lo que se le permitía.157 En definitiva, la propuesta de Agustín en particular y de los Padres en general destacaba la falta de autonomía y libertad de Satán y sus émulos, siempre dependientes de la voluntad de quien los había creado primero y desterrado después.
Luego de consolidarse durante el primer milenio cristiano, esta forma de entender la relación entre Dios y el diablo mantuvo su influencia durante el segundo. En un artículo reciente, Fabián Campagne trazó una continuidad entre los paradigmas demonológicos de Agustín de Hipona y Tomás de Aquino, aunque proponiendo una lista de correcciones e innovaciones introducidas por el fraile italiano que alteraron el tono de la mitología demoníaca heredada de los Padres. Esta fusión entre lo arcaico y lo moderno, propone el historiador argentino, dio origen a un humus conceptual que sirvió de fundamento intelectual para el desarrollo de la caza de brujas durante la modernidad temprana.158 Uno de los puntos de la perspectiva agustiniana revisados por el Aquinate fue el del permiso. En términos generales, sin embargo, el dominico reprodujo la Vulgata patrística. En la Summa contra gentiles, en el marco de la discusión sobre el tipo de reverencia que se les debía a los personajes más eminentes del culto y la historia cristianas, explicó que el más alto (latría) estaba reservada exclusivamente a Dios en su calidad de señor (dominus). Lo que lo hacía merecedor tanto de la forma más magnífica de veneración como del título mencionado era su capacidad de dar órdenes a todos y no recibirlas de nadie. Por ello, el Ser Supremo era dominus y no minister, término que denominaba a quienes obedecían voluntades ajenas. Los ángeles, tanto los que se mantuvieron fieles como los que fueron expulsados, ejecutan las órdenes de la divinidad (ministrare dicuntur et Deo, cuius ordinationem exequuntur) en su provecho y, por lo tanto, su condición es la ministerialidad.159 Tal como mencionamos páginas más arriba, la intención y la Providencia divina se orientan siempre hacia la consecución del bien, en ocasiones de forma directa, en otras indirecta. La primera tiene que ver con la utilización de los ángeles buenos, cuando por medio de ellos acerca a los hombres al bien o los aleja del mal. La segunda, en cambio, instrumentaliza a quienes acompañaron a Lucifer, y su objetivo es poner a prueba la fe del género humano y así ejercitar las virtudes de sus miembros.160 Esta idea fue profundizada en un pasaje de los comentarios a las Sentencias de Pedro Lombardo, en el que Tomás señaló que además de probar a los justos, los demonios castigan a los condenados. Sea cual fuere la causa para instrumentalizar su existencia, la condición necesaria para que los espíritus impuros pudiesen actuar provenía siempre del Creador: «A la sabiduría toca que las cosas que provienen de Dios sean ordenadas por Aquel de quien viene toda potestad (...) y por eso la potestad de los demonios para ejercitar a los hombres y para ejercitar a los condenados viene de Dios, y por eso debe ser ordenada según un cierto orden jerárquico».161 Ministerialidad y