El infierno está vacío. Agustín MéndezЧитать онлайн книгу.
por el Creador. Así, acabó por configurarse una visión exageradamente providencialista y ministerial del mal; el demonio, en definitiva, era una herramienta de la divinidad, una entidad que desde la Caída arrastraba la marca tanto de la rebelión como de la derrota. En este sentido, tal como planteó Diana Lynn Walzel, la idea de que el Adversario no poseía autonomía de acción y que su intervención en el mundo material era minoritaria en comparación con su tendencia a inducir comportamientos desviados mediante la tentación interior, logró imponerse como canónica en el pensamiento cristiano durante más de ocho siglos.14
Hace ya más de siete décadas, Charles Edward Hopkin fue el primero en señalar la obra de Tomás de Aquino como la responsable de fundar un nuevo paradigma demonológico sustancialmente diferente del anterior.15 En coincidencia con su planteamiento, los franceses Alain Boureau y Christine Pigné indicaron décadas después que el De Malo inauguró la demonología como campo de estudio propiamente dicho, lo que implicó el surgimiento del principal fundamento ideológico de lo que siglos después sería la persecución de brujas.16 En los últimos años, esta idea de ruptura y reemplazo de paradigmas comenzó a ser cuestionada. Hans Peter Broedel y Fabián Campagne han sugerido que, pese a las novedades que introdujo, la visión escolástica no constituyó la negación sino la plena consumación del modelo patrístico.17 Esta idea de desarrollo gradual y procesual de la demonología cristiana será el marco que se utilizará en nuestra investigación para abordar las características propias de los tratados ingleses sobre brujería y su relación con la tradición cristiana. Respecto a los primeros tratados demonológicos publicados durante los dos tercios iniciales del siglo XV, aquellos que coincidieron con las persecuciones inaugurales del delito de brujería entendido como una secta de adoradores de Satanás en el contexto cultural alpino, han sido cruciales los aportes que en las últimas dos décadas ha realizado el grupo de investigación liderado por el académico italiano Agostino Paravicini Bagliani y del que forman parte destacados especialistas como Martine Ostorero, Georg Modestin y Kathrine Utz Tremp, entre otros. Su contribución puso a disposición de los historiadores ediciones modernas de aquellos documentos, los menos trabajados hasta el momento, así como análisis acerca del origen de la idea del Sabbat, lo que permitió comparar su evolución en las dos centurias siguientes.18
La mayor parte de los historiadores –siguiendo la senda marcada por el alemán Joseph Hansen a comienzos del siglo XX– coincidieron en señalar que una vez generalizadas las revisiones de Tomás del modelo teórico del primer milenio, surgió entre los siglos XIV y XV lo que suele denominarse el «concepto acumulativo de la brujería».19 Nuestro análisis tomará como referencia bibliográfica a aquellos historiadores que lo consideran una construcción intelectual surgida a partir de una acumulación paulatina de componentes provenientes tanto de la alta cultura teologal como de sustratos folclóricos de las comunidades europeas preindustriales. El estereotipo del Sabbat, su producto más acabado, nació como objeto de estudio paralelamente al descrédito de teorías previas, como las que señalaban la persistencia en plena modernidad de antiguos cultos paganos y atávicos ritos prehistóricos. Con sus diferencias, Jules Michelet, Charles Leland y –especialmente– Margaret Murray aseguraron entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX que los brujos que fueron perseguidos durante la modernidad temprana habían pertenecido a cultos cuya razón de ser era la adoración colectiva de demonios o deidades precristianas.20 Estos autores sostenían que aquellos contubernios eran reales, no una invención de los agentes del poder religioso o fruto de la imaginación de los acusados. Si bien solo podría considerarse realmente influyente entre la comunidad académica de su época al trabajo de Murray, lo cierto es que recién en la década de 1960 fue posible desbancar la validez de aquella forma de aproximarse al estudio de la caza de brujas. Correspondió a Carlo Ginzburg empezar la tarea. Para los objetos del presente libro, nos centraremos en uno de los argumentos del académico italiano que marcarían la senda de futuras pesquisas: la incidencia de la demonización de mitos arcaicos en la construcción del estereotipo del Sabbat. Primero lo propuso para el caso de los benandanti friulanos, pero en Storia notturna (1986) apuntó a demostrar que aquel caso resultaba extrapolable a escala continental.21 El aporte más significativo de Ginzburg fue el de poner bajo la lupa la hasta entonces ignorada cultura folclórica europea de la modernidad.22 El estadounidense Richard Kieckhefer colaboró con el cambio de paradigma de los años sesenta mediante un libro dedicado a los fundamentos doctos y populares de la caza de brujas. Tomando como referencia el periodo 1300-1500, establece una marcada distinción entre la hechicería (de origen folclórico) y el demonismo (de raigambre teológico-académica).23 Esta diferenciación tuvo gran aceptación en la comunidad de historiadores, entre los que destaca Norman Cohn, autor de Europe’s Inner Demons (1975), trabajo donde señala que la secta de los brujos fue una invención de las clases dominantes, una mera fabricación intelectual para la represión de individuos o colectivos que no pertenecían a los grupos social, política y económicamente privilegiados. De este modo, las persecuciones jamás podrían haber surgido «desde abajo», ya que los campesinos solo se preocupaban por la magia nociva (maleficium) mientras que la participación en una secta diabólica de brujos apóstatas, promiscuos e infanticidas era ajena a su universo cultural.24 Esta idea, a su vez, colocó los cimientos para la caracterización de la sociedad europea moderna como fuertemente intolerante y tendiente a la represión de las minorías.25 Ese aspecto era el que generaba grupos que, siendo incapaces de soportar la presión, se rebelaban contra las autoridades religiosas y seculares, dando origen a una especie de círculo vicioso.
Nuestra investigación no concuerda con establecer una división tajante en lo referente a los componentes doctos y folclóricos de los fundamentos intelectuales de la caza de brujas. Por el contrario, lo que existe en el concepto acumulativo de brujería es una comunicación y confluencia entre ambas esferas. Desde luego, esta idea carece de novedad: las críticas a Cohn y Kieckhefer se hicieron fuertes en el último decenio del siglo XX y dominantes para comienzos del nuevo milenio. Brian Levack señala que si la caza de brujas es un fenómeno tan complejo de analizar en parte es porque allí había una intersección entre las ideas de los miembros de la elite cultural y quienes no pertenecían a ella.26 Por su parte, Stuart Clark, responsable de la monografía académica más importante escrita hasta el momento sobre el discurso demonológico durante la Edad Moderna, se opone a una ruptura completa entre ambos estratos: la supuesta existencia de «dos lenguajes de la brujería» subestimaría los elementos demonológicos de las creencias populares.27 Continuando esta senda, Lyndal Roper y Gary Waite indican que los interrogatorios judiciales a supuestas hechiceras eran el momento culminante de asociación entre dos culturas (la de interrogados e interrogadores) que en realidad jamás estaban completamente divorciadas.28 Malcom Gaskill concluye que la tortura judicial no implantaba ex nihilo conceptos en la mente de los sufrientes sino que solo colocaba en primer plano determinadas ideas conocidas con anterioridad.29 Refiriéndose al caso inglés, Sharpe niega taxativamente que la teoría demonológica fuese una imposición «desde arriba». Por el contrario, nociones