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La diferencia estriba en la adecuación de una de estas posiciones al pensamiento dominante en una época determinada, lo cual no indica que aquella que mejor se ajuste sea precisamente la más verdadera: lo será para quienes compartan ese dominio, mientras que quienes lo resistan deberán apelar a la otra forma, que para ellos será indudablemente la mejor. Hay que regresar a Heine, a sus palabras sobre la historia de la Iglesia Cristiana (pero que pueden extrapolarse fácilmente a otras épocas) para que esto quede claro, sobre todo en el mapa intelectual contemporáneo, dominado por el pragmatismo economicista de la tecnociencia: «Naturalezas febriles, místicas, platónicas, desentrañan, con reveladora virtud, las ideas cristianas, y los símbolos inherentes a ellas, de los abismos de su espíritu. Naturalezas prácticas, ordenadoras, aristotélicas, construyen con estas ideas y estos símbolos un sistema firme, una dogmática y un culto».74 La apelación a la autoridad de un método científico que ha surgido de impulsos platónicos para acabar desembocando en un aristotelismo de corto alcance no puede resolver en todos su aspectos, ni mucho menos, este problema de comunicación, como tampoco puede resolver los problemas históricos que se le presentan y que tienen que ver tanto con la epistemología como con la política. Pero es necesario saber además que nosotros, en la actualidad, hemos trascendido la dicotomía entre estos dos caracteres, aunque sus tensiones sigan manifestándose en el fondo de una fenomenología contemporánea mucho más compleja. Nuestra cultura hace tiempo que ha dejado atrás la frontera de aquel territorio en cuyo interior se enfrentaban esas dos personalidades arquetípicas. Me temo que, en el nuevo paisaje en el que nos encontramos, Platón y Aristóteles no son necesariamente antagónicos; incluso podríamos decir que ahora ni siquiera lo son ya Adorno y Lazarsfeld, tanto nos hemos alejado de ese paradigma en el que podían plantearse lo que, en este momento, en el páramo intelectual que habitamos, parecerán increíbles sutilezas. Ahora todo funciona como una máquina de crear bienestar en el mejor de los mundos posibles y la única actitud posible parece ser la del salvaje de la obra de Aldous Huxley, enfrentado por su propia heterodoxia al prototípico mundo feliz que no hace más que ocultar una intrínseca falta de significado. Seguimos hablando de personas, Adorno y Lazarsfeld por ejemplo, porque son estas las que encarnan las abstracciones, las que finalmente dibujan, a través del mundo institucional, las líneas de la realidad. Pero ahora el conocimiento no lo gobiernan ni Platón ni Aristóteles (que están siendo ambos expulsados de una academia interesada solo por problemas gerenciales), sino que hace tiempo que de este se han apoderado otras mentalidades ajenas a las específicas necesidades del saber. Es a estas mentalidades cada vez más hegemónicas, y a sus consecuencias anquilosantes para el pensamiento, a las que se enfrenta ahora el modo ensayístico con su pensamiento salvaje. A ellas y no necesariamente al método científico, o al espíritu científico como tal.
La derivación de este planteamiento podría ser la idea de que hombres y cosas se hacen de sí mismos, puesto que no están ligados a ninguna implicación externa. Solo quedaría entonces la tarea de buscar la intención del autor o la psicología personal que sirve de índice del fenómeno correspondiente. Pero el ensayo se opone a este reduccionismo desde su posición sustancialmente contraria a un pensamiento coaccionado que se basa, como hemos visto, en una forma de estar en el mundo. Esta función de desencantamiento del ensayo es decisiva, ya que lleva el conocimiento más allá de la intención del fundamento psicológico de este, más allá del sujeto como límite. Por el contrario, la subjetividad en el ensayo propone una objetividad basada en el mostrarse a sí misma objetivamente: el ensayo es la base del pensamiento objetivo del otro, lector (o espectador) que contempla la forma del ensayo como un discurso materializado, objetivo. Esta objetivación le informa a su vez de la presencia de otra subjetividad, la del ensayista, en un movimiento que socava sus presunciones de objetividad en el mismo momento en que se le presentan como tales. No se trata de ir en busca de la intencionalidad ni de hurgar en el trasfondo de esta intencionalidad, sino de darle la vuelta al procedimiento de manera que este «identificar los movimientos psicológicos individuales que indican el fenómeno»75 se transmuta en una operación visual de identificación de la posible forma del «alma», expuesta mediante la forma del ensayo. Forma del alma del ensayista que desvela también, por resonancia, la forma del alma del lector, espectador. De manera que «los movimientos de los autores se borran en el contenido objetivo que aferran. Y además, para desvelarse, la densidad objetiva de significados que se encuentra en cada fenómeno espiritual reclama del receptor justamente aquella espontaneidad de la fantasía subjetiva que se rechaza en nombre de la disciplina objetiva».76 Cada fenómeno espiritual tiene «una condensación de significados», está formado por un abigarrado conjunto de significados que solo pueden desvelarse mediante el movimiento ensayístico. Pero no puede decirse, en el film-ensayo, que los movimientos del autor «se borren en el contenido objetivo que aferran». Ello quizá pueda darse en el texto, pero en el ámbito de la imagen el panorama es distinto, puesto que es el propio contenido objetivo el que se transforma mediante los movimientos del pensamiento del autor.
La estética del ensayo
Adorno afirma que, como sea que el ensayo se acerca a una cierta independencia estética, sería fácil reprochárselo aduciendo que se trataría de una mera usurpación del arte. Pero, añade, que el ensayo se distingue de la forma artística por su medio, por sus conceptos y por su aspiración a la verdad, despojada de apariencia estética. El problema, sin embargo, no se resuelve tan fácilmente en el ensayo fílmico, puesto que en este sí se da una concomitancia formal con el arte y no puede decirse, pues, que su aspiración a la verdad esté realmente despojada de una vertiente estética. Ya he indicado antes de qué manera se introduce la estética en ese tipo de ensayo. Pero, en realidad, no se trata de si el ensayo se parece o no al arte, sino de si el arte, actual, se parece o no al ensayo. Podemos estar de acuerdo con las diferencias que marca Adorno entre el arte y el ensayo, solo que cuando el ensayo es audiovisual, ya no podemos afirmar que se distinga del arte por su medio. Claro que la aspiración a «la verdad» del ensayo está despojada de apariencia estética, pero solo en el sentido de que no puede basar esa verdad en la estética. Ahora bien, ello no quiere decir que no haya una verdad estética plegada en la «condensación de significados» del fenómeno que pueda ser revelada. ¿Por qué despreciarla? Por otro lado, ¿qué verdad busca el ensayo? No la verdad científica, absoluta, inamovible en un momento dado de su transcurso siempre en el olvido, sino la verdad del caminante que apenas se detiene para contemplar el camino o la señal que le indica por dónde debe continuar: si no hay voluntad de detención, la estética no puede resultar determinante puesto que el momento estético se pospone indefinidamente. La verdad del montaje, por ejemplo, es necesariamente estética, no porque concluya en la estética, sino porque parte de ella, porque surge precisamente a través de un movimiento estético. La estética en el ensayo ya no es trascendental, sino que se convierte en una plataforma que sustenta el proceso de reflexión. No puede eludirse, a menos que se quiera caer en el vacío, pero tampoco puede dejarse que su presencia se interponga en el proceso ensayístico, so pena de que este se convierta solamente en un asunto artístico.
Según Adorno, Lukács no tendría en cuenta esta problemática cuando alegaba, en El alma y sus formas, que el ensayo era una forma de arte. Pero añade Adorno que no es superior a esta afirmación «la máxima positivista según la cual el que escribe sobre arte no tiene que aspirar de ninguna manera a efectuar una exposición de carácter artístico, es decir, no tiene que aspirar a una autonomía formal».77 Adorno ve los peligros de proponer una estetización del conocimiento, pero a la vez desconfía de la prohibición positivista sobre cualquier tipo de formalización del discurso que lo aleje de su condición cristalina, diáfana. Para el positivismo, el contenido debería ser independiente de su exposición, que no podría ser otra cosa que convencional, ya que «¿cómo sería posible hablar estéticamente de lo estético, sin la menor similitud con la cosa, sin caer en la banalidad y alejarse a priori de la cosa misma?».78
La pregunta retórica de Adorno resulta de todas formas crucial en el campo del ensayo fílmico. ¿Es posible hablar estéticamente de lo estético o, para el caso, hablar estéticamente de cualquier cosa? En ambos casos, se produciría un alejamiento del objeto: al hablar estéticamente de lo estético, se dejaría de hablar; al hablar estéticamente de cualquier cosa, también, puesto que lo que se haría sería exponer el objeto estéticamente.79 Tal procedimiento no es posible, si entendemos