La censura de la palabra. José Portolés LázaroЧитать онлайн книгу.
(2001), Portolés (2004) y López Alonso (2014).
21. Portolés (2009).
22. En relación con lo que aquí se pretende, también Jef Verschueren (2012: 199) defiende la pragmática lingüística como una disciplina que puede proporcionar unas nuevas perspectivas y herramientas a las otras ciencias sociales.
23. En este punto es oportuno situar la propuesta de estudio que se desarrolla en estas páginas frente a una corriente con gran predicamento: el análisis crítico del discurso (ACD, Critical Discourse Analysis). El ACD busca el fortalecimiento social de los grupos que se encuentran dominados y se ocupa de los problemas que les afectan, en general, cualquier tipo de discriminación por medio del discurso (Rojo, Pardo y Whittaker, 1998; Fairclough y Wodak, 2000; van Dijk, 2009; Wodak, 2011; Fairclough, 2012). Ahora bien, pese a que en nuestro estudio habrá una amplia ejemplificación de situaciones de dominio de unos grupos sociales por otros, el enfoque elegido es más amplio y no se circunscribe a esta situación. De hecho, como ya se ha advertido, todos los seres humanos censuramos, si bien los poderosos lo hacen con más facilidad, con más frecuencia y con mayores efectos.
24. Dicho con otras palabras, la comunicación acostumbra a ser multimodal (§ 7.4.3).
25. Para estos términos técnicos, Poyatos (1994).
26. Beevor (2012: 1033).
27. Los opositores utilizaban el aplauso como forma de rechazo al Gobierno. El presidente recibió el paródico Ig Nobel Prize de la Paz de 2013 por esta prohibición y por la detención ese mismo año de una persona manca que había aplaudido. Disponible en línea: <www.improbable.com/ig/ig-pastwinners.html#ig2013>, consulta: 12-12-2015.
28. Kamen (20042: 173); Escudero (2005: 28).
29. Kress (2010: 82).
30. Ibáñez (2009: s.p.).
PARTE I
LA CENSURA DESDE LA PRAGMÁTICAY EL ANÁLISIS DEL DISCURSO
Capítulo 1
EL CENSOR COMO TERCERO
1.1 EL MOTIVO DE CENSURAR
Para estudiar la censura de la palabra, se debe partir del hecho de que quien habla o escribe hace algo y eso que lleva a cabo puede importunar a otros. Con hacer no solo se ha de pensar en que articula sonidos al hablar o dibuja trazos al escribir, sino también que realiza algo con esos sonidos o esos trazos: cambia el estado mental de otras personas. Del mismo modo que, cuando se construye un puerto, la costa es distinta a como era antes, en el momento en el que se le ordena algo a otra persona su mundo es diferente: quien ha ordenado se sitúa en una posición superior –puede ordenar– y emplaza al otro a cumplir su mandado. Esto también sucede si simplemente se asevera algo. Al escuchar, pongamos por caso: «Esa camisa te sienta muy bien», la camisa no cambia, pero nosotros sí. Esas palabras nos confirman que acertamos al comprar la camisa, nos muestran que otra persona se preocupa de nosotros, nos alegran; en fin, después de escucharlas no somos los mismos.
En los cuentos y en los milagros también se actúa con palabras sobre las cosas. Con «Ábrete, Sésamo», Alí Babá franquea la entrada de una cueva y Jesucristo resucita el cuerpo muerto de Lázaro diciendo: «Levántate y anda», pero, por eso mismo, son cuentos o milagros. Lo habitual es que los seres humanos no podamos hacerlo y nos limitemos a actuar con nuestras palabras en lo que podemos: la mente de otros seres como nosotros. El filósofo John Austin (1982 [1962]) consideró central este hecho para explicar la comunicación humana: hacemos cosas con las palabras. En su teoría diferenció en los actos de habla tres tipos de actos: actos locutivos, actos ilocutivos y actos perlocutivos.
Los actos locutivos consisten en decir o escribir algo. En cuanto a los actos ilocutivos de Austin, constituyen aquello que se hace con los actos locutivos, con «Esa camisa te sienta muy bien» se han dicho unas palabras, pero también se ha aseverado –no se ha preguntado, ordenado, sugerido o pedido, como pudiera suceder con otros enunciados– lo bien que le sienta a alguien la camisa. Y una tercera distinción de Austin es la de los actos perlocutivos. Estos constituyen los efectos o consecuencias, buscados o no buscados, que ocasiona en el interlocutor un acto ilocutivo; así, el enunciado anterior alegró a quien vestía la camisa, otro enunciado podría haberlo intrigado, indignado, persuadido de algo o desanimado.
En resumen, se hacen cosas con las palabras y esas acciones puede que, en el caso de la censura, incomoden de algún modo –acto perlocutivo– a quien puede prohibir. Recordemos un ejemplo histórico. La teología de la contrarreforma denominaba propositio –con algún tipo de modificador (blasphema, erronea, haeretica, impia, injuriosa, insana, piarum aurium offesivae, sapiens haeresim, scandalosa, seditiosa, entre otros muchos)– a los delitos verbales.1 En las conversaciones de la gente corriente las proposiciones erróneas más frecuentemente perseguidas por la Inquisición eran afirmaciones irreverentes sobre el clero o la doctrina católica –v. gr. que el cuerpo de Cristo no estaba en la comunión–, o sobre el sexo –v. gr. que fornicar no era pecado–; pues bien, entre 1579 y 1635 casi un tercio de los condenados por la Inquisición en Cataluña lo fueron por lo que dijeron y no por lo que hicieron, es decir, los inquisidores castigaron a unas personas porque consideraban sus palabras como una amenaza.2
1.2 LA CENSURA PROTOTÍPICA: EL CENSOR COMO TERCERO
Varios lingüistas –el pragmatista Jef Verschueren (2002: 110 y ss.) o el sociolingüista Florian Coulmas (2005), entre otros– sitúan la idea de elección en el centro del estudio del uso de la lengua. En su opinión, el uso de una lengua consiste en una continua elección que se lleva a cabo de un modo consciente o inconsciente. Se elige una lengua –aquellos que hablan más de una–, una construcción sintáctica determinada, una unidad léxica o una estrategia discursiva. En casi todas estas elecciones quienes nos comunicamos tenemos presente quiénes son nuestros interlocutores y acostumbramos a adaptarnos a ellos en la formulación lingüística de los enunciados; elevamos la voz con las personas que no oyen bien, simplificamos el vocabulario cuando nos dirigimos a niños o repetimos nuestras palabras cuando alguien toma nota de ellas. Sin embargo, en ocasiones lo que escucha o lee nuestro destinatario no se debe a una elección de la formulación lingüística de acuerdo con nuestro criterio como hablantes, sino a restricciones impuestas por terceros, ya sean instituciones oficiales, grupos sociales o personas particulares. En muchos de estos casos se puede hablar de censura. Coetzee (2007 [1996]: 59), quien como sudafricano ha conocido la censura durante décadas, lo explica del siguiente modo:
Trabajar bajo censura es como vivir en intimidad con alguien que no te quiere, con quien no quieres ninguna intimidad pero que insiste en imponerte su presencia. El censor es un lector entrometido, un lector que entra por la fuerza en la intimidad de la transacción de la escritura, obliga a irse a la figura del lector amado o cortejado y lee tus palabras con desaprobación y actitud de censura.
Coetzee identifica, pues, a tres participantes en la interacción verbal con