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de lugares con Artal de Alagón.14 El acuerdo entre Jaime II y el Temple ha sido habitualmente visto desde la perspectiva del ferviente deseo monárquico de controlar una ciudad de notable importancia estratégica en la desembocadura del Ebro, Tortosa. El monarca debió de ser plenamente consciente de que el intercambio establecía un fuerte poder templario en el norte del Reino de Valencia. Acontecimientos posteriores parecen avalar la idea de que el fortalecimiento del Temple en dicha zona no constituyó una simple derivación del deseo de poseer el enclave tortosino, sino que probablemente obedeció a una explícita voluntad real, quizá ligada a un equilibrio de poder de distintas órdenes militares en un territorio en el que el Hospital tenía una presencia destacada a ambos lados del río de la Cenia, es decir, en el extremo sur de Cataluña (encomienda de Ulldecona) y en el norte valenciano (Bailía de Cervera). La compra templaria de la Tenencia de Culla en 1303 refuerza la idea de un decidido interés monárquico en agrandar los dominios del Temple hasta el interior lindante con Aragón.15 La transacción fue entre dos poderes nobiliarios, la Orden y Guillem de Anglesola, pero el rey estuvo muy presente, estimulándola y favoreciéndola en todo momento; actuó de garante del vendedor y suscribió el documento de compraventa dos días después de su redacción. Resulta difícil comprender esta participación real activa desde una reticencia o recelo monárquico hacia la Orden. No es lógico que la actitud de decidido favor variara en menos de cinco años hasta el punto de propiciar una actuación insólita en contra de los dominios templarios en diciembre de 1307. No es sostenible tampoco que las informaciones sesgadas provenientes de Francia convencieran a Jaime II de la culpabilidad de unos freires que el monarca conocía bien y que gozaban de toda su confianza.
Si las comunicaciones de lo que acontecía en el reino capeto no hicieron mella sustancial en el ánimo del rey y la expresa conminación del papa era todavía desconocida, habrá que encontrar una explicación alternativa más coherente con la situación del este peninsular. Hay una primera cuestión que llama poderosamente la atención. Jaime II permaneció en la ciudad de Valencia, o en localidades del Reino, entre finales de noviembre de 1307 y comienzos de octubre del siguiente año, y así lo señala el itinerario construido al hilo de la documentación real.16 Evidentemente era una ciudad periférica dentro de los conjuntos políticos que el rey articulaba dinásticamente. No era habitual la presencia durante largo tiempo de un monarca medieval en un lugar, sobre todo si este era excéntrico. Por tanto, cabe deducir que, ya antes de tomar las decisiones drásticas de comienzos de diciembre, el rey estimaba que el centro de gravedad en el conjunto de sus reinos se situaba en Valencia tras los acontecimientos de octubre de 1307 y que no estaba dispuesto a abandonar la ciudad hasta constatar que la situación en esa zona quedaba encauzada. Por otra parte, el valle del Ebro en su totalidad, y no el norte valenciano, era la zona que agrupaba mayor número de encomiendas templarias y que probablemente aportaba también mayor valor cualitativo dentro de esta provincia de la Orden; sin embargo, fueron tierras meridionales, y no la columna vertebral de los dominios templarios, las que primero concitaron los desvelos monárquicos. Por tanto, razones relevantes retuvieron al monarca en Valencia y concentraron su atención prioritaria en el norte de dicho reino. No debían de ser estas de índole básicamente económica, como parece sugerir Malcolm Barber.17 Si el objetivo de fomentar allí poco antes el crecimiento de los dominios templarios podía obedecer a un intento de diversificación y equilibrio nobiliarios, la quiebra de esos dominios al hilo de los acontecimientos del momento podía alterar gravemente la estabilidad de los territorios más estratégicos de la Corona al confluir en ellos los límites mutuos de Aragón, Cataluña y Valencia. Jaime II debió de intuir que la crisis templaria no era puramente coyuntural, sino que aventuraba con ser definitiva, lo cual añadía el problema del futuro control de aquellas tierras y del conjunto de dominios templarios en el resto de unidades políticas de la Corona. Su actuación obedecía, pues, a una cuestión de elemental geoestrategia política feudal.
Determinadas encomiendas templarias en Aragón y Cataluña resistieron más que las valencianas por la firmeza de las fortalezas en que se hicieron fuertes los freires. La última, y una de las más simbólicas, Monzón, capituló finalmente el 1 de junio de 1309. Delegados regios pasaron a controlar todos los dominios de la Orden hasta que el papa decidiera su futuro. En otoño de 1311, Clemente V convocó en Vienne un concilio para dirimir todos los asuntos relativos al contencioso del Temple; la asamblea conoció el 3 de abril del siguiente año la bula clementina de 22 de marzo que decretaba la supresión canónica de la Orden, haciéndose eco de las graves acusaciones de que había sido objeto y del daño irreparable causado por ellas, pero no condenándola judicialmente; imponía, además, silencio sobre el tema en sesiones conciliares posteriores, claro signo este de ausencia de unanimidad entre los padres sinodales. Sabemos que la decisión tomada no contó con el favor de los obispos de la Tarraconense que asistían al sínodo, y en especial del prelado de Valencia, cuya discrepancia y argumentos conocemos a través de los embajadores regios aragoneses.18 Esta actitud muestra que la simpatía hacia el Temple no se limitaba al monarca, sino que se extendía entre amplios círculos eclesiales de los territorios del oriente peninsular.
En mayo de 1312 el pontífice decidió asignar los bienes del instituto extinto a la Orden del Hospital, con excepción de aquellos emplazados en los reinos ibéricos, cuya suerte se determinaría con posterioridad.19 Desde el momento en que el concilio comenzó sus sesiones en octubre de 1311, la posición de Jaime II fue defendida por embajadores, que en los años siguientes mantuvieron los principios sobre los que se sustentaba la postura regia, aunque la forma de plasmarlos en propuestas fue variando.20 Para el rey aragonés era innegociable cualquier solución que hiciera peligrar un control efectivo monárquico del norte valenciano y no asegurara un dominio más directo que el que hasta entonces había ejercido sobre templarios y hospitalarios en la zona. Evidentemente, la asignación general de bienes del Temple al Hospital decidida por el papa en mayo de 1312 era inaceptable para el monarca al consolidar un cinturón hospitalario que separaría Aragón, Cataluña y Valencia, a la par que reforzaba un instituto universalista que escapaba del radio de acción del monarca. El favor del que gozaba en Aviñón el traspaso de los dominios a los sanjuanistas hizo que Jaime II avanzara en enero de 1313 una propuesta de cesión global al Hospital de las encomiendas templarias en el oriente ibérico a cambio del paso a la Corona de diecisiete fortalezas y de las rentas anejas a ellas,21 también del juramento de fidelidad al monarca de los antiguos vasallos del Temple. Es del todo evidente que el rey quería asegurar la fidelidad de quienes serían nuevos dependientes hospitalarios y sustraer de un Hospital potencialmente agrandado los puntos fuertes más significativos, bien por su fortaleza militar bien por su carácter estratégico. Once de los escogidos se encontraban en el extremo sur de Aragón, bajo valle del Ebro y norte de Valencia; cuatro de ellos correspondían a esta última zona: Chivert, Culla, Ares y Peñíscola. El hecho de que un cuarto del total de los núcleos elegidos estuviera situado en el área de atención prioritaria en diciembre de 1307 avala las razones expuestas para la intervención real en esa fecha. Más de cinco años después, el rey seguía preocupado por la incidencia de la disolución del Temple en esa zona y en las aledañas del sur de Aragón y del bajo valle del Ebro.
Nada salió del anterior ofrecimiento y, poco a poco, fórmulas alternativas centradas en la Orden de Calatrava adquirieron relevancia. La conexión calatraveña garantizaba una vía cisterciense de mayor control sobre el nuevo instituto. Eso sí, Jaime II no deseaba injerencias castellanas, por lo que esta rama debería ser autónoma del maestre de la orden madre. Sobre este proyecto se desarrollaron las discusiones una vez que Juan XXII accedió al solio pontificio en agosto de 1316, tras un largo periodo de más de dos años de sede vacante. Jaime II perfiló el control monárquico al que aspiraba mediante confirmación del ofrecimiento