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La baba del caracol. Chantal MaillardЧитать онлайн книгу.

La baba del caracol - Chantal Maillard


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tres modalidades de relación que son, a su vez, tres modelos teóricos: el de descubrimiento y revelación, el de construcción, y un tercero al que dejaré sin nombre, invitándole a usted a que se lo ponga.

      El primero de ellos, el de descubrimiento, puede inscribirse dentro de lo que en filosofía se denomina «realismo». Una actitud realista es la que entiende que la realidad está dada y que lo que el ser humano puede hacer es descubrirla, en la medida de sus capacidades. El poeta, aquí, es un mediador; a él le toca revelarla.

      En el segundo, el constructivo, la realidad no está dada sino que ha de ser construida. Así que, como cualquier idealista filosófico, el constructivista necesita entender a los individuos como sujetos activos cuyo cerebro no sea un sistema tan sólo receptivo, sino operante. El artista, aquí, es un arquitecto, o un tejedor. También es un científico. Le compete proponer nuevos patrones.

      En ambos casos, tanto si se descubre como si se construye, la realidad es algo estable, y está fuera; tanto si el poeta la recibe como si el artista la construye, no forman parte de ella, ni siquiera cuando hablan en primera persona, proponiéndose a sí mismos como objeto. Según el tercer enfoque, por el contrario, lo que llamamos «la realidad» sería inestable, moviente y, a pesar de sus constantes (que permiten a la ciencia elaborar patrones teóricos), irreducible a parámetros fijos. Hablaríamos de suceso ahí donde se hablaba de realidad y veríamos trayectorias ahí donde creíamos ver objetos y sujetos. La noción de ritmo reemplazaría las de materia y forma (lo que sucede, sucede con un ritmo). Hablaríamos de resonancia. Y de escucha. ¿Y el poeta? El poeta no haría ningún ruido. Abriría la mano, tan sólo, para el poema.

      Estos tres enfoques, por supuesto, tienen su historia. Pero están presentes en la actualidad, y esto es lo que nos interesa ahora.

      I. El erizo y el ermitaño

      Como ejemplo actual de la primera modalidad, me gustaría traer aquí a un pequeño personaje, un erizo, el erizo poemático de Jacques Derrida.

       Lo que encierra el poema

      «Un corazón allí (là-bas), entre los senderos o las autopistas, fuera de tu presencia, humilde, a ras de tierra, muy bajito (tout bas). Reitera murmurando: no repite jamás…».

      Un corazón «allí» (un coeur là-bas), pero también un corazón que allí late (un coeur là bat), que late allí, fuera de nuestra presencia, fuera del cuerpo, en la autopista. El latido que expresa, que inaugura y expone el compás entre el dentro y el fuera, entre el sí mismo y… el otro.

      «Lo poético, digámoslo, sería aquello que deseas aprender, pero del otro, gracias al otro y al dictado». El dictado… ¿Quién dicta? El otro. ¿Qué otro? «Un poema, yo no lo firmo jamás. El otro es el que firma. El yo tan sólo está cuando aparece ese deseo: aprender de memoria».

      «Yo es otro», escribía Rimbaud…

      El otro. El otro que soy cuando no me soy. Eso que sabe más allá del mí. Porque el mí se construye; el otro no. ¿Qué es lo que el otro sabe? ¿Qué es lo que cela, lo que recela su presencia?

      Antes, mucho antes de esta época nuestra, el otro era un inspirado por los dioses, en Grecia era un ser enthusiasmado (en-theós), poseído por un dios. Aun ahora, en lugares como India o como Siria, el poeta sigue conservando el aura de los seres elegidos, es un mediador. Elegido pero anónimo, porque lo que importa es el poema.

      El poema, no el sujeto; no lo había en los inicios. El sujeto es el mí que se pone, que se pro-pone frente-a. Y entonces las cosas, los otros (los de-más) vienen a ser objetos. El sujeto es el mí bien construido, una retícula personal, retículas sostenidas entre todos.

      ¿Respondería el erizo derridiano a una teoría de la revelación? Eso pensé al principio: el dictado. El poema que, recogido, entrañado, hace el corazón, lo des-cubre. Corazón-memoria. Corazón antiguo. Algo se reconoce: «¡Esto era!», exclamamos. A-sentimos. No sabíamos que lo sabíamos. El poema no nos enseña nada que no sepamos ya. El poema sólo des-cubre. ¿Qué es lo que des-cubre? ¿Qué es lo que re-vela? Porque no hay descubrimiento sin revelación (en las artes como en la ciencia), y toda revelación es un volver a velar. ¿Qué es lo que se vela?

      El universo metafórico de los velos (el desvelar y el revelar) necesita un cuerpo. Tal cuerpo habrá de ser distinto de la vestimenta que lo cubre. ¿Cumple el erizo con este requisito? Me parece que no. Y de ser así, no está en su sitio en esta primera parte. Tampoco lo estará en la segunda.

      Propongo que nos olvidemos un momento del erizo (lo recuperaremos después) y que nos traslademos de los campos a los parajes costeros para seguir a un cangrejo ermitaño.

      Como aquél, también el ermitaño parece un ser tímido y vulnerable. Cuando lo cogemos se interna dentro de su concha, una concha de mil volutas, una espiral de vías recónditas. Si abrimos la mano y nos inmovilizamos, al cabo de un rato le vemos asomarse. Nos hace frente y recula sin dejar de mirarnos.

      Pero lo más extraño, lo que me llama la atención sobre este animal es que, en realidad, esa concha en la que se retrae no le pertenece; es la concha de un molusco muerto. Y es que, a diferencia de los demás cangrejos, tiene el abdomen blando y necesita protegerse. Es uno de los pocos animales que practican esa variedad de comensalismo a la que se ha dado el nombre de tanatocresis. El ermitaño es un ser frágil que sabe adaptar su cuerpo a las volutas de la concha que le conviene. No puede vivir sin una concha. Cuando se le queda estrecha, va en busca de otra, en la que vuelve a enroscarse.

      Así deberemos entender el poema si nos situamos en la perspectiva del modelo de revelación. El poema es lo que adviene antes del texto y, a diferencia del erizo derridiano, no es uno con el texto. El poema habita el lenguaje, se sirve de palabras muertas a las que traslada y reaviva. Vehicula algo (¿vivencias, sentimientos, saberes ocultos?) que difícilmente puede hallar, en las palabras, la manera de decirse en su totalidad. En el modelo de revelación la palabra es símbolo, y el símbolo no ha de confundirse con lo que representa.

      Por eso peligra el poema en la letra escrita. El poema ha de transmitirse con la voz, está vivo, es sonoro… ¿Quién, en su infancia, no se ha llevado una concha al oído para escuchar el ruido del mar? El sonido de algo remoto, una resonancia cargada de…, ¿de qué exactamente? ¿De algo olvidado? Uno de los atributos del dios Visnu es una caracola: un símbolo de creación, la creación por el sonido.

      El poema utiliza las palabras como el cangrejo las conchas; como él, se retuerce para adaptarse a las volutas de su hábitat. Lo que vemos del poema es lo que vemos del ermitaño: su concha, una envoltura prestada, con la que muchos le confunden. Muchos incluso lo recogerán porque les llama la atención su hermosa apariencia, sin sospechar siquiera que alberga un ermitaño.

      El ermitaño no es la caracola; el poema no es la poesía. El poema es aquello a lo que apunta el decir; el poema es el eco. Por eso cuando, con el tiempo, las palabras o los versos se endurecen y pierden su sentido, hay que poder decir de otro modo, con otro ritmo. Cuando la concha en la que habita el ermitaño se le queda pequeña o se deteriora, el animal busca otra más apropiada. A lo largo de su vida cambiará de habitáculo con frecuencia. Así


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