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El Amor Era Demasiado Limpio. Alexis CuzmeЧитать онлайн книгу.

El Amor Era Demasiado Limpio - Alexis Cuzme


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me rodea, por mi desconexión, de media hora, con la realidad.

      —Seríamos dos perfectos postulantes para reemplazar a los protagonistas de Girls, recreando sus situaciones absurdas.

      Sonríe burlonamente ante lo dicho y desvía su mirada hacia la ventana del transporte, en busca de alguna imagen perdida en la calle, entonces sé que algún asalto espectacular con balacera, una violación y los gritos de la ultrajada, una pelea donde un par de idiotas se destrocen la cara a puñetazos, algún avión cayendo precipitadamente sobre el centro de la ciudad, un bebé llorando, un gago intentando deletrear el abecedario en inglés o algún borracho filosofando sobre la vida, del otro lado de la ventana, la llenaría y distraería un instante de la escena arruinada.

      —Bien, le digo, el leer no lo es todo, pero por qué desperdiciar media hora en el bus, por qué ser parte del colectivo perezoso y desquiciante que nos rodea. Malgastado en diálogos vacíos. En observaciones censurables. Nadie espera nada de nosotros. Nadie se estanca en un simple lector sin horario, cuando la ciudad es un espectáculo renovado por la violencia.

      El bus ha vuelto a parar, observo a cada uno de los nuevos usuarios: desde la señora con insistente morisqueta desagradable por el transporte repleto, hasta el deprimente personaje mendicante, armado de una historia conmovedora, para sobrevivir a costa de los incautos. Y todo en movimiento, comprimido en un escenario donde cada uno es protagonista de su historia sin conexión. Donde el apuro y la desconfianza son dos opciones exigidas al momento de subir y mantenerse en el espacio transitorio.

      Decido acariciar una de sus manos, para hacer menos detestable el trayecto. No voltea, pero sé que piensa en mí y en todo lo dicho, en mi esencia absorbida por las páginas del libro. En el tic desesperante de mi mano y pierna derecha, en mi mirada intimidante ante la negativa de la suya, en las palabras que retengo, en lo que le diré y me dirá al llegar a casa.

      Vuelvo al libro. Nada mejor que sentirse parte de una trama —cuando nuestra realidad carece de trascendencia—, ser de la ficción un elemento más para la sobrevivencia, pero eso Noemí aún ignora, y me cuesta explicarle.

      Entonces toma mi mano y decide mirarme, imito su acción y solo atino a leerle: “Necesito saber que en algún lugar de esta inmunda ciudad, en algún rincón de este infierno, estás vos, y que vos me querés”.1 A sabiendas que algún día entenderá mi manía.

      Un pez cadavérico a la deriva

      El mar brama en cada nueva ola moribunda en la orilla de la playa. Noemí me mira y sonríe maliciosamente, he prometido meterme al agua con ella y no lo olvida, nunca olvida nada, es la chica con memoria fílmica, reteniendo cada palabra y oración para citarla en el momento preciso, y eso ha hecho mientras avanzamos lentamente sobre la arena y atravesamos las enormes posas acumuladas de agua tibia.

      La arena nos gusta, esa pegajosa cama improvisada, donde chiros y desesperados habitan una y otra vez hasta el cansancio, pero ella no quiere estar ahí, quiere sentir el mar, ser agredida por las interminables olas, verme sumergido y arrastrado por una de ellas: fuera de este mundo.

      Dentro del agua me vuelve a recordar cuánto ama a los delfines, que quisiera tener uno y deslizarse junto a él, que el azul es su color preferido, que no la suelte porque si lo hago, Afrodita, llena de envidia, la asesinará. Escucho y sonrío, nada más reconfortante que escuchar, sonreír y continuar creyendo que ella es un recurso necesario para no abandonar el mundo.

      Las olas nos maltratan, más a ella que no para de gritar ante cada nueva embestida. Me sumerjo un instante, donde existo: pez cadavérico y errante desconectado de lo terrenal, ínfima criatura avanzando hacia lo desconocido, exhalando el escaso aire retenido en los pulmones, siendo del mar un trozo más a la deriva.

      Fuera del mar decidimos recorrer el malecón escénico, sus bares desde el exterior continúan siendo lugares impenetrables para nosotros: amantes miserables de temporada, entonces enferma el saber que mi capital no alcanza ni para una cerveza en vaso. Compramos cigarrillos y caramelos, y fumamos con coraje.

      Noemí, pienso:

      Cruje la arena

      bajo nuestras formas tumultuosas.

      No urgen más fantasmas,

      ni historias lacrimales,

      ante esta noche renovada.

      Que el poema

      mute en carne por los dos:

      susurro dual

      desovado entre las sombras.

      Y aunque Noemí no es en verdad Noemí, sino alguien superior al personaje, me gusta llamarla así, repetir su nombre hasta el hartazgo.

      —Mira —me dice, señalándome un lugar específico—, allá en una de las pozas una pareja está “violando la moral pública”.

      —¡No repitas esa oración de chapa en cubierta! —le respondo, mientras recuerdo aquella vez cuando nos abordó uno disfrazado de vendedor de rosas.

      Así que la abrazo y muerdo una de sus orejas, intentando hacerla olvidar de lo visto.

      Ven, le digo, mientras tomo una de sus manos y retomamos la marcha, hacia el mar, en busca de todo olvido terrenal, con la esperanza de hallar algún delfín moribundo, arrastrado hasta la orilla. Algo que nos desligue de este espacio deprimente.

      Secretos para no dormir en paz

      Eso de enseñarle a Noemí más penes jamás fue mi intención, además del mío su expectación no debía pasar el límite, por respeto al amor y la fidelidad. Así que cuando ese par de mexicanos se bajaron, cada uno encargándose del otro, los bóxeres blancos y dejaron al aire sus paquetes, me enfermó tal situación, pero no porque se habían desnudado en escenario sino por el egoísmo y la falta de solidaridad y equidad que el grupo de danza demostraba para con el público masculino.

      Dónde estaban los senos y vulvas de las bailarinas que acompañaban al par de atrevidos, por qué negarse a la complacencia del público masculino que necesitaba más que un par de senos o movimientos sugestivos de parte de ellas. Dónde sus ocultas aberturas esperando nuestra expectación. No era justo, porque mientras muchas señoras frustraban el grito de alegría ante el par de penes, y otras suspiraban añorando no solo estar con uno de los bailarines sino con ambos, nosotros que nos muriésemos de envidia, que nos carcomiera el deseo por alguna de las bailarinas vestidas, que nos arrinconáramos en la pura imaginación de sus sexos, del espesor o carencia de su pubis y del color de sus pezones, salvo de una que no había sido descortés con nuestras ansias.

      Qué ocurría con el arte sobre escenario. Sí, la cama perfecta, los cuerpos llamativos, sobre todo el de la muchacha rubia que a cada rato se abría, apretaba las piernas, insinuaba masturbarse, y su sexo, parecía explotar, deshacerse de su cuerpo para avanzar hacia cada uno de nosotros. Noemí, por otro lado, entre sorprendida y babosa —porque eso de que le aterró la escena del desnudo ni ella misma se lo creía— centrada en la obra, en las nalgas de vaya a saber cuál de los dos bailarines, en sus abdómenes, en sus brazos, pectorales, rostros y como si fuera poco aun recordando el par de penes que había logrado espectar y sin necesidad de ir a algún show en la ciudad.

      Pero qué era un pene —o en este caso un par de ellos— en la actualidad: un pedazo de carne capaz de arrastrar a mujeres —y en varios casos también a hombres— al delirio, grito y gemido incontenible; un producto de importación vaginal, herramienta para la procreación; un gusanillo sensible al tacto —y de ahí no tan gusanillo—, pero eso a quienes conformábamos el público masculino no nos interesaba en lo mínimo.

      Lo que clamábamos, y sobre todo yo, desde nuestros incómodos asientos, era ver alguna de las tres vulvas que se ocultaban debajo de esos cacheteros blancos apretados, extasiarnos un momento del secreto de cada una de ellas, ser parte de su intimidad, desquitarnos con nuestras amantes, creer también que alguna de esas aberturas podría arrullarnos un momento, ser el motivo justificable para haber aguantado un par de penes sobre el escenario.

      Por


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