El fuego de la montaña. Eduardo de la Hera BuedoЧитать онлайн книгу.
P. Huvelin y Charles de Foucauld hablaron largo rato. No sabemos todo lo que se intercambiaron. Pero sí sabemos que, al final del diálogo, el confesor invitó a ponerse de rodillas al «penitente», le impartió la absolución sacramental, y le envió, sin más, a comulgar...
Dice Marie-André, en Convertis du XXème siècle: «puesto que él deseaba creer, este hombre de buena voluntad obedece y se humilla. La respuesta divina no se hace esperar. Con la paz, la luz lo inunda. El P. Huvelin le envía enseguida a recibir la Eucaristía (...) Un nuevo Foucauld había nacido»[126].
El P. Huvelin «tuvo la amabilidad de responder a mis preguntas, la paciencia de atenderme cuantas veces quise. Me convencí de la verdad de la religión católica...»[127].
Charles de Foucauld diría muchas veces que él estaba seguro de que su vocación a la vida religiosa surgió en su interior casi a la vez que su conversión. No era hombre de medias tintas, y, aunque su familia y el mismo P. Huvelin le empujaban al matrimonio, él comenzó a hacer planes para entrar en un convento. Pero lo prudente, según le dijeron los que le querían bien, era dar tiempo al tiempo, esperar haciendo...
Otro de los caminos recorridos por Foucauld y que desembocó, gracias a la Gracia, en la fe cristiana, fue el de sus lecturas. Ya conocemos la afición de Charles a los clásicos griegos y latinos. Pero ahora lo que buscaba (y necesitaba) era instrucción católica. Conocía a filósofos y escritores que, lejos de convencerle, habían contribuido a que perdiera todo rastro de fe. Ahora leía atentamente el libro de Bossuet, titulado Elevaciones sobre los misterios, que, según podemos recordar, le había regalado su prima, el día de su ya lejana Primera Comunión: «Por azar leí algunas páginas de un libro de Bossuet, donde encontré mucho más de lo que había hallado en mis moralistas antiguos (...) Proseguí la lectura de este libro y poco a poco llegué a decirme que la fe de una mente tan grande, la que yo veía cada día muy cerca de mí, en tan hermosas inteligencias, en mi familia misma, quizá no era tan incompatible con el sentido común como me había parecido hasta entonces»[128].
Sin embargo, Bossuet sólo le ayudó en parte. Estaba de acuerdo con Bossuet en el alto valor moral del cristianismo. Pero la cuestión de fondo –¿Cristo es Dios?– todavía no la tenía del todo resuelta. Se preguntaba si, tal vez, llegaría algún día a resolverla...
Le ayudaban mucho los encuentros con el P. Huvelin, que comenzaban a ser frecuentes a partir de aquel día en que, de rodillas, recibió la absolución en el confesionario de la iglesia de san Agustín y comenzó a comulgar, empujado por la fe[129]. Pero la más profunda formación cristiana llegaría más tarde, cuando, animado por el P. Huvelin, decidió entrar en la vida religiosa.
También en la conversión de Foucauld aparece el fulgor de la llamada y la sencillez de la respuesta, como se cuenta de otros conversos, por ejemplo, de Paul Claudel, en que venos un marco exterior de lujo (una catedral, Notre-Dame) y una fuerte iluminación interior, que señala un cambio brusco de vida[130].
2.2. «¿Qué debo hacer?»
La reflexión que se hace Charles, en el transcurso de su conversión, es la siguiente: Si Dios existe, Él debe llenar de sentido toda mi vida, Él debe mostrarme cuál es su voluntad, y yo debo entregarme sin reservas a Él. «Tan pronto como creí que había Dios, comprendí que no podía hacer otra cosa que vivir para Él»[131].
¿Dónde? ¿En el mundo o retirado del mundo?
La radicalidad cristiana le empujaba a lo que consideraba un estado de vida más perfecto. Quería ser religioso, no vivir más que para Dios: «Comprendí que no podía hacer otra cosa que vivir para Él». «Mi vocación religiosa data del mismo momento que mi fe (...) ¡Hay tanta diferencia entre Dios y todo lo que no es Él...!»[132].
«Yo deseaba ser religioso, no vivir más que para Dios y hacer aquello que fuera lo más perfecto, sin importar qué (...). Mi confesor me hizo esperar tres años; (...); yo mismo no sabía qué orden elegir: el Evangelio me mostró que el primer mandamiento consiste en amar a Dios con todo el corazón y que había que encerrarlo todo en el amor; cada uno sabe que el amor tiene por efecto primero la imitación; quedaba, pues, entrar en la Orden donde yo encontrase la más exacta imitación de Jesús. Yo no me sentía hecho para imitar su vida pública en la predicación: yo debía, por tanto, imitar la vida oculta del humilde y pobre obrero de Nazaret. Me pareció que nada me presentaba mejor esta vida que la Trapa»[133].
El 25 de diciembre de aquel año de gracia de1886 celebró la Natividad del Señor en la iglesia de S. Agustín. Le acompañó su prima María. Ambos comulgaron en el altar de la Virgen, donde había comulgado la mañana radiante de su conversión. Había oído decir al P. Huvelin algo que le había calado profundamente: «Nuestro Señor tomó de tal manera el último lugar, que nadie ha podido ya arrebatárselo».
Charles de Foucauld iba poco a poco entendiendo que valemos tanto cuanto amamos. Somos no lo que tenemos, sino lo que amamos. Podemos muy bien definirnos por nuestras entregas más fuertes y encendidas.
¿Por qué no seguir las huellas de Jesucristo, sobre todo en la entrega que un cristiano realiza en el estado de vida religiosa?
Al fin y al cabo, otros le siguen aún más lejos: por ejemplo, hasta la cruz del martirio. Aquel mismo año, precisamente en el África más alejada y profunda, en Uganda, murieron, martirizados por su fe, un amplio equipo de jóvenes cristianos (todos ellos de color), verdaderos atletas o campeones de Cristo[134].
En agosto de 1887 encontramos a Foucauld en el Tuquet con la señora Moitessier. Tiempo de reflexión y de reconciliación con los suyos. Lee la vida de los padres del desierto. Otra vez el desierto, como símbolo de austeridad, despojamiento, soledad libremente elegida para mejor realizar el encuentro con Dios. El destino de Foucauld será el desierto: un aventurero del desierto. Sin embargo, no sabe todavía qué orden religiosa elegir. Sabe lo que quiere, pero no sabe dónde realizarlo.
El 4 de febrero de 1888 se publicó, por fin, su esperado libro, Reconnaisance au Maroc. Pronto Foucauld reconquistaba su nombre como descubridor de mundos. Pero a él todo esto le importaba ya muy poco. Atrás quedaba una vida de triunfos humanos, y por delante se abría otra vida distinta, hecha de despojamientos y de entregas calladas.
En el prólogo que un primo de Foucauld escribió para una de las ediciones del libro, comentaba con amor y humor: «Tengo presente en la memoria a aquel primo excelente, tan dulce, siempre sonriente (...), lo que hacía que mi hermano y yo lo consideráramos venido al mundo con el único fin de que le tomáramos el pelo y nos hiciera regalos. Nos dio su equipo militar para que pudiéramos representar la comedia con otros niños. Teníamos su shako de Saint-Cyr y el gorro de batalla de Saumur. Luego, poco a poco, fueron pasando a nuestro poder todos los objetos traídos de Marruecos: pistolas, escopetas, puñales, gualdrapas de seda y, sobre todo, albornoces y chilabas...»[135].
Curiosamente aquel mismo año, Friedriech Nietzsche sacaba a la luz uno de sus más conocidos libros: El Anticristo. Mientras Foucauld se entregaba a Cristo, al que amaba profundamente, Nietzsche compadecía a aquel hebreo que –según él– había muerto demasiado prematuramente como para darse cuenta de los sueños que soñaba. A la vez, Nietzsche pronosticaba el fin del cristianismo y la «muerte de Dios». En otro lugar de Francia, el 9 de abril de aquel mismo año, una jovencita de Alençon, llamada Teresa Martín, ingresaba en el monasterio de carmelitas de Lisieux. En el futuro se la conocería como Teresa del Niño Jesús.
¡Qué diversos son los caminos de los humanos! Cada uno va por su ruta, y cada viajero tiene sus días y sus noches.
En agosto del mismo año, 1888, Charles descansaba en el castillo de la Barre, al lado de su prima, la señora de Bondy. ¡Cuánto debía al silencio, a la dulzura y bondad de su prima! El 19 del mismo mes visitaba la Trapa de Fontgombault, a unos treinta kilómetros de La Barre. Allí encontró a un hermano lego con el hábito gastado y remendado, y creyó ver en él la imagen del Cristo pobre al que Charles, precisamente, quería imitar.
Entre tanto leía apasionadamente los evangelios. Pero no todo lo veía