Blumfeld, un solterón y otros cuentos. Franz KafkaЧитать онлайн книгу.
pero no pueden comprender qué clase de regalo le espera. La curiosidad las domina y dando saltitos se apoyan sobre uno y otro pie. Blumfeld se ríe de ellas y del niño que, por fin, parece decidido y sube tiesa y pesadamente la escalera. Con su andar no puede negar a la madre que aparece en la puerta del sótano. Blumfeld grita para que la sirvienta también le oiga y, si fuera necesario, vigile la comisión del encargo.
—En mi cuarto —dice Blumfeld—, tengo dos hermosas pelotillas. ¿Las quieres?
El niño, sin saber qué hacer, sólo mueve la boca, se vuelve y mira hacia abajo, a su madre, interrogándola. En cambio, las niñas comienzan enseguida a saltar en derredor de Blumfeld y le piden las pelotas.
—También ustedes podrán jugar con ellas —les explica Blumfeld y espera la respuesta del niño.
También podría regalar las pelotas a las niñas, pero ellas le parecen demasiado listas y ahora tiene más confianza en el muchacho. Este busca el consejo de su madre, pero sin haber cambiado una palabra con ella, asiente con la cabeza a otra pregunta de Blumfeld, que con gusto prevé que no le darán las gracias por su regalo —La llave de mi cuarto la tiene tu madre y debes pedírsela a ella. Aquí esta la llave de mi armario y allí están las pelotillas. Cierra con mucho cuidado el armario y la habitación. Con las pelotillas haz lo que quieras y no tienes que devolvérmelas. ¿Has entendido? Por desgracia, el chico, de torpeza ilimitada y poco entendimiento, no comprende. Blumfeld ha querido ser muy claro con él, y por eso le ha repetido todo demasiadas veces. Demasiadas veces le ha hablado de la habitación, la llave y el armario, y ahora el niño lo observa no como a un benefactor, sino como a un tentador. Las niñas que sí lo han comprendido todo enseguida, se acercan a Blumfeld y extienden las manos pidiendo la llave. —Esperen —dice Blumfeld que ya se ha enojado con todos.
Pasa el tiempo y él no puede demorarse mucho más. Si, por lo menos, la sirvienta dijese que lo ha entendido y que atenderá, como es debido, al niño. Ella sigue abajo, junto a la puerta, y sonríe de manera afectada, como avergonzada de su sordera. Quizá cree que Blumfeld, está encantado con su niño y escucha de sus labios la tabla del uno. Sin embargo, Blumfeld no puede bajar por la escalera hasta el sótano y allí gritarle, al oído, su petición, cuya finalidad es que su niño, por el amor de Dios, lo libre de las pelotillas. Demasiado se ha violentado, excesivamente, al confiar la llave de su armario, por todo un día, a esta familia. Sin embargo, no es por eso que le entrega la llave al niño, en vez de llevarlo él mismo arriba y darle allí las pelotillas. La razón es que no puede regalarle las pelotillas y luego quitárselas de inmediato, cuando ellas lo sigan como séquito.
—¿Aún no me entiendes? —pregunta Blumfeld, tan abatido, que debe interrumpir una nueva explicación ante la mirada vacía del chico. Una mirada así desarma a cualquiera y podría incitar a decir más de lo necesario, pero sólo para llenar, con razonamientos, un vacío.
—Vamos a traerle las pelotillas —exclaman las niñas.
Son astutas y han comprendido que sólo las obtendrán a través del niño y que a ellas les corresponde arbitrar ese medio. En la habitación del mayordomo un reloj da la hora y le advierte a Blumfeld que debe apurarse.
—Tomen la llave —dice Blumfeld, y antes de que pueda entregarla, se la arrebatan de la mano. Si se la hubiese dado al niño su seguridad habría sido incomparablemente mayor.
—La llave del cuarto deben buscarla abajo, pues la tiene la señora —continúa Blumfeld—, y cuando regresen con las pelotillas, devuélvanle ambas llaves.
—Sí, sí —exclaman las niñas y corren hacia abajo por las escaleras. Lo comprenden todo, absolutamente todo, pero ahora Blumfeld, como si se hubiese contagiado de la torpeza mental del chico, no entiende cómo ambas han podido, con tanta rapidez, comprenderlo todo a través de sus explicaciones.
Las niñas bajan y tirotean de la falda a la sirvienta, pero a Blumfeld, aunque aquello le resulte atrayente, no puede seguir mirando cómo habrán de cumplir su encargo, no sólo porque ya es tarde, sino porque, además, no desea estar presente cuando las niñas abran, allá arriba, la puerta de su cuarto y las pelotillas se liberen. Quiere hallarse a varias manzanas de distancia pues ni siquiera sabe hasta qué punto puede equivocarse con respecto a las pelotillas. Entonces sale a la calle por segunda vez en la mañana. Todavía tuvo tiempo de ver cómo la sirvienta se defendía de las niñas y cómo el niño movía sus torcidas piernas al acudir en ayuda de su madre. Blumfeld no puede comprender que personas como la sirvienta crezcan y se reproduzcan sobre la Tierra. Mientras va a Ia fabrica de ropa donde labora, los pensamientos de Blumfeld relacionados con el trabajo van desplazando paulatinamente a cualquier otra idea. Apresura el paso y, a pesar del atraso por culpa del chico, es el primero en llegar a su oficina. Ésta es un local de cristales con un escritorio para Blumfeld y dos pupitres altos para los escribientes a sus órdenes. Los pupitres son pequeños y estrechos, como para colegiales; no obstante, el espacio disponible en la oficina es mínimo y los escribientes no pueden sentarse, pues, si lo hicieran, no habría lugar para el escritorio de Blumfeld. Se mantienen, entonces, de pie, el día entero, apretados contra sus pupitres, algo que, con seguridad, es muy incómodo para ellos, y le dificulta a Blumfeld vigilarles. A menudo se arriman al pupitre, pero no trabajan, sino que cuchichean entre sí e incluso dormitan. A Blumfeld le irrita mucho no hallar en ellos apoyo para la gigantesca tarea que le han asignado. Ésta consiste en el control de todo el movimiento de mercaderías y dinero destinado a las obreras eventuales de la fabrica, empleadas en la confección de ciertas mercaderías finas. La magnitud de esa tarea se puede constatar si se mira de cerca el estado de cosas existente. Pero eso ha ocurrido desde la muerte, hace algunos años, del superior inmediato de BIumfeld, por lo cual nadie tiene el derecho de opinar sobre su trabajo. Por ejemplo, el señor Ottomar, dueño de la fabrica, subestima, sin duda, el trabajo de Blumfeld. Por supuesto, reconoce sus méritos, a los que se ha hecho acreedor en el transcurso de los veinte años que lleva en la fabrica. Los reconoce no sólo porque sea su deber, sino también porque lo aprecia como persona fiel y digna de confianza, pero eso no impide que subestime su trabajo, pues opina que, en todo sentido, las tareas pudieran ser ejecutadas de manera más sencilla y con más provecho que como las realiza Blumfeld. Se comenta, y debe ser cierto, que Ottomar apenas visita la sección de Blumfeld para evitar el disgusto que le produce la manera de trabajar de éste. Sin duda, ser ignorado así es doloroso para Blumfeld, pero debe aceptarlo. No puede hacer que Ottomar permanezca todo un mes en su sección y estudie las variadas formas de las tareas que aquí deben conocerse, ni que aplique los métodos que Blumfeld considera mejores, y así se convenza de que él tiene la razón en lo que se refiere al derrumbe de la sección, que inevitablemente va a suceder. Por eso, Blumfeld realiza su tarea sin distraerse y se asusta un poco cuando, a veces y luego de una larga ausencia, se presenta Ottomar. En esos casos, intenta débilmente y con el sentimiento de responsabilidad característico del subordinado, explicarle a su jefe una u otra, pero el otro, bajando la mirada y, aprobando silenciosamente, sigue su camino. Sin embargo, el que lo ignoren hace sufrir menos a Blumfeld que la idea de que, cuando, alguna vez, se retire se producirá, de inmediato, un gran desorden, es imposible de solucionar pues nadie en la fabrica será capaz de reemplazarlo en su puesto sin que durante meses sobrevengan los tropiezos más grandes. Si el jefe tiene una opinión sobre alguien entonces los empleados hacen lo posible por extender, esa misma opinión. Por eso, todos subestiman el trabajo de Blumfeld, y nadie considera que sea necesario, para su aprendizaje, pasar un tiempo en su sección y al llegar nuevos empleados a nadie se le envía allí, con lo cual la sección no se renueva. Cuando Blumfeld, que hasta entonces lo había solucionado todo, con la sola ayuda de un ordenanza, pidió que le dieran un escribiente, provocó semanas de la más dura lucha. Casi diariamente Blumfeld llegaba a la oficina de Ottomar y, con calma y en detalles, le explicaba la necesidad que tenía de un escribiente. No porque intentara ahorrarse trabajo, ni lo deseara. Él realizaba su superabundante parte y no deseaba dejar de hacerlo, pero el señor Ottomar debía comprender que, con el tiempo, el negocio había crecido, todas las secciones habían sido proporcionalmente ampliadas, excepto la suya. ¡Y cómo había aumentado precisamente en ella el trabajo! Al llegar Blumfeld, en tiempos de los cuales el señor Ottomar no podría acordarse ya con seguridad, había allí unas diez costureras, y en el presente su cantidad fluctuaba entre cincuenta y sesenta. Semejante labor exigía fuerzas,