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Historia de un perro llamado Leal. Luis SepulvedaЧитать онлайн книгу.

Historia de un perro llamado Leal - Luis Sepulveda


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sus zarpas o dándome golpes con la cabeza; yo me sentía seguro sobre mis cuatro patas, y hasta me atrevía a salir de la gruta a corretear sobre pire, la blanca nieve endurecida.

      Una noche sin sombras, cuando kuyen, la luna, [18]decidió compartir su luz con la nieve, nawel, el jaguar, volvió a agarrarme con sus dientes por la nuca y emprendimos un viaje descendiendo por las montañas.

      Temeroso al ver que nos alejábamos mucho de la cálida gruta, ladré mi miedo pidiendo volver. Entonces nawel, el jaguar, me dejó en el suelo y rugió. Y yo le entendí.

      – La montaña no es lugar para un pichitrewa, un cachorro de perro. Estarás mejor con los mapuche, con la Gente de la Tierra – rugió nawel, el jaguar, y seguimos bajando de las montañas.

      [19]Küla Tres

      Al amanecer, los hombres de la manada desatan su furia entre sí. Se culpan unos a otros de no tener fuego y del frío que traspasa sus ropas y les entra hasta en los huesos. La luz del día llega envuelta en la niebla espesa que siempre silencia los rumores del bosque.

      Uno de los hombres corta un trozo de pan y me lo arroja, pero antes de que yo pueda alcanzarlo, el jefe de la manada se adelanta y lo tira lejos de mí.

      – Te he dicho que el perro debe estar hambriento.

      – El indio se habrá alejado. Conoce el bosque y los montes – alega el que me lanzó el trozo de pan.

      – El indio está herido y no puede haberse alejado demasiado. Y si yo digo que el indio se esconde en el bosque, es así. Suelta al perro – ordena el jefe de la manada.

      Me sueltan y yo corro hasta la orilla del río, huelo, [20]busco el olor del fugitivo entre los aromas del musgo y del liquen, entre las hojas de los alerces y de los coigües, de los ñirres y de los raulíes, que se descomponen para que crezcan las hierbas y las plantas que hacen impenetrable la espesura.

      El fugitivo ha dejado un rastro fácil de seguir, está herido, así lo indican las gotas de sangre que salpican algunas hojas. Corro más rápido, me alejo de la manada de hombres, que avanzan con dificultad sorteando los árboles crecidos a la orilla misma del río, los troncos caídos y las rocas.

      Los hombres de la manada aguardan mis ladridos, debo advertirles que he dado con el rastro y conducirlos hasta el fugitivo. Pero no hago nada de lo que esperan. Me echo en el suelo y lamo las gotas de humedad que se escurren por las hojas de los helechos. Así [21]calmo mi sed e ignoro los gritos de la manada de hombres que me están llamando: «¡Perro! ¡Perro!».

      El silencio de los pájaros me indica que se hallan cerca y corro alejándome del rastro del fugitivo. La niebla se disipa y todo el bosque se convierte en una espesura verde.

      De la Gente de la Tierra, los mapuche, aprendí que hay muchas gamas de verde, que el verde de la hoja del alerce no es el mismo que el de la hierba, pero yo no puedo distinguir la diferencia, pues soy un perro. Si alzo la cabeza, puedo ver entre las copas de los árboles trozos de cielo gris, y guío a los hombres de la manada hasta la parte más ancha del río. Entonces los llamo ladrando varias veces y con mis ladridos les indico que el fugitivo cruzó a la otra orilla.

      – Bien hecho, perro – dice el jefe de la manada y me arroja un trozo de pan que trago de inmediato.

      Estoy hambriento, las tripas vacías se me pegan a los huesos, pero no miro al jefe de la manada [22]implorándole otro mendrugo. Ladro furioso hacia la otra orilla del río, muevo el rabo frenético, erizo los pelos del lomo sin dejar de ladrar.

      – El indio está cerca, el perro lo huele – dice el jefe de la manada y me ordena avanzar a la caza del fugitivo.

      Obedezco, corro, me meto en el agua, nado, cruzo el río y empiezo a correr por la orilla entre arbustos y gruesos troncos alejándome más del rastro. La manada de hombres me sigue, siento sus respiraciones alteradas, sus pasos torpes, cruzan el río con el agua hasta la cintura, cargados con sus armas de matar y todo lo que llevan. Continúo corriendo y con mis ladridos los animo a seguirme. Cuando dejo de oír sus voces y las maldiciones que sueltan, ladro con más fuerzas. Sé que el jefe de la manada no les permitirá detenerse y reposar, los obligará a seguir y ninguno se rezagará, pues temen al fugitivo, al bosque, a los [24]rumores que llegan de la espesura. El miedo los une y avanzan en una inseparable manada.

      Me encuentro en una amplia playa de guijarros y huelo el aire, no puedo distinguir los tonos del color verde, pero hasta mi olfato llegan los aromas de todo lo que crece a mi alrededor. Así busco el olor que quiero, y al sentir que me llega al olfato, ladro para animar a los hombres de la manada.

      Avanzo sin dejar de ladrar hasta que llego a lo que crece y no da ni semillas ni frutos. La Gente de la Tierra y del bambú, los que no son Gente de la Tierra, lo llama koliwe.

      Avanzo por el cañaveral alejándome de la orilla, casi voy arrastrando el cuerpo para evitar las ramas bajas, delgadas y elásticas, y de hojas duras, que podrían dañar mis ojos. Sé que el avance de la manada de hombres se ha tornado muy difícil, pues el koliwe crece apretado, sus varas apenas dejan espacio para que las atraviesen los hombres, y éstos cargan un lastre [25]que los fatiga y ofusca. Cuando casi no llegan ya a mis oídos sus «¡Perro! ¡Perro!», ladro con mayor ímpetu y furia, como si tuviera la presa al alcance de los dientes.

      Me echo y espero. Sé que mis ladridos los animan y que cada dificultad acrecienta su odio al fugitivo. Así espero hasta que los siento cerca y, moviéndome con sigilo, paso cerca de ellos desandando el camino hecho y regreso hasta la orilla del río.

      «¡Perro! ¡Perro!», gritan los hombres de la manada sin saber hacia dónde avanzar entre las apretadas varas de koliwe.

      [26]Meli Cuatro

      En el río, luego de beber el agua fresca que corre entre las piedras cubiertas de musgo, busco de comer, pues necesito comer, hacerme fuerte.

      No me cuesta cazar a tunduku, el ratón de las montañas, lo degüello de un mordisco, pero antes de comérmelo recuerdo lo que aprendí de la Gente de la Tierra y gruño suavemente: «Así como che, el hombre, pide perdón a aliwen, el árbol, antes de talarlo, y a ufisa, la oveja, antes de quitarle la lana, yo te pido perdón, tunduku, por saciar mi hambre con tu cuerpo».

      Como rápido, pero no más de lo necesario, y el cálido cuerpo de tunduku me entrega su calor y su energía. Lo que queda será un festín para ñamku, el aguilucho; y alguna vez, mientras éste vuele en el amplio cielo, tunduku se alimentará de sus huevos.

      Al emprender nuevamente la búsqueda del rastro del fugitivo, un ruido estremece el bosque. Es tralkan, [27]el trueno, que anuncia la tormenta. Sé que será difícil dar con el rastro mientras caiga la lluvia, pues mapu, la Tierra, abrirá todos sus poros agradecida y no se percibirá más que el olor de su contento.

      Busco refugio bajo un grueso tronco y ahí me tumbo. Entonces pienso por qué el olor del fugitivo me recuerda todo lo que perdí. Y pensando con dolor en lo que perdí me duermo mientras la lluvia cae sin cesar. Entonces sueño.

      Sueño que estoy junto a un fuego que me sume en una plácida somnolencia. Junto al fuego hay otras gentes, hombres, mujeres y niños que escuchan al que habla mientras comen los frutos del pewen, la altísima araucaria. Hablan de mí.

      «Según cuentan los mayores, nawel, un jaguar fuerte y ágil, bajó desde la cordillera de Nawelfüta, su hogar, pues, no en vano, Nawelfüta significa ‹jaguar grande› en mapudungun, la lengua de la Gente de la Tierra.

      Todo ocurrió una mañana muy fría y cubierta por [28]una niebla tan espesa que impedía ver las ramas de los árboles y las cumbres de las montañas nevadas, y apenas permitía adivinar el sendero que llevaba hasta


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