La educación sentimental. Gustave FlaubertЧитать онлайн книгу.
obtenido una media beca para Charles, le inscribió en el colegio de Sens, donde Frédéric le conoció de nuevo. Pero el uno tenía doce años y el otro quince; además, mil diferencias de carácter y de origen los separaban.
Frédéric guardaba en su cómoda toda suerte de provisiones y finos utensilios y, entre otros, un estuche de aseo. Le gustaba levantarse tarde, contemplar a las golondrinas, leer obras teatrales y, echando de menos las comodidades de su casa, la vida del colegio le parecía penosa.
En cambio, el hijo del procurador la tenía por buena, y trabajaba tanto, que al segundo año estudiaba ya las asignaturas del tercero. Sin embargo, a causa de su pobreza o de su carácter pendenciero, le rodeaba una sorda malevolencia. Cierta vez, cuando un criado le llamó, en plena clase "hijo de mendigo", se abalanzó sobre su cuello, y lo hubiera estrangulado, de no ser por la oportuna intervención de tres jefes de estudios. Frédéric, lleno de admiración, lo estrechó entre sus brazos. A partir de ese día, la intimidad fue completa. Tener el afecto de un mayor lisonjeó, sin duda, la vanidad del muchacho, y el otro aceptó como una felicidad aquella adhesión que se le ofrecía.
Durante las vacaciones, el padre lo dejaba en el colegio. Una traducción de Platón, que la casualidad puso en sus manos, lo llenó de entusiasmo y le sembró la afición por los estudios metafísicos, en los que hizo rápidos progresos, pues a ellos se entregó con juveniles arranques y con el orgullo de una inteligencia emancipada. Jouffroy, Cousin, Laromiguière, Malebranche, los Escoceses, todo cuanto la biblioteca contenía, pasó por sus manos; inclusive llegó a sustraer la llave para procurarse libros.
Las distracciones de Frédéric eran menos serias. Dibujó en la calle de Trois-Rois la genealogía de Cristo, esculpida en un pilar de madera, y luego el pórtico de la catedral. Después de los dramas de la Edad Media, la emprendió con las Memorias, leyendo las de Froissart, Comines, Pierre de l'Estoile y Brantôme.
Las imágenes que esas lecturas producían en su espíritu le dominaban de tal manera que se sentía empujado a reproducirlas. Ambicionaba ser un día el Walter Scott de Francia. Deslauriers, por su parte, meditaba sobre un vasto sistema filosófico que tuviera las más amplias aplicaciones.
De todo esto hablaban durante las horas de recreo, en el patio, frente a la inscripción moral que se leía bajo el reloj, y cuchicheaban sobre lo mismo en la capilla, delante de San Luis; luego soñaban con eso en el dormitorio, desde el que se dominaba un cementerio. Los días de paseo se rezagaban para seguir charlando interminablemente.
Hablaban de lo que harían más adelante, cuando salieran del colegio. En primer término, emprenderían un largo viaje con el dinero que Frédéric recibiría a cuenta de la fortuna que había de heredar al llegar a la mayoría de edad. Luego volverían a París, trabajarían juntos y no se separarían, y, para descanso de sus afanes, tendrían amores con princesas en gabinetes de raso o resplandecientes orgías con cortesanas célebres. Transitaban del entusiasmo a la duda, cayendo en silencios profundos después de su alegre verbosismo.
En los atardeceres estivales, tras largas caminatas por los pedregosos caminos que bordeaban los viñedos, o por las carreteras, a través de los campos, cuando los trigales ondulaban al sol y se diluían en el aire los perfumes de angélica, los sobrecogía una especie de sofocación y se echaban boca arriba, aturdidos, embriagados. Los demás, en mangas de camisa, jugaban a la barra o echaban las cometas. El celador los llamaba, y todos emprendían el regreso por los jardines atravesados por arroyuelos, después cruzaban los bulevares, ensombrecidos por los antiguos muros; sus pasos resonaban en las calles desiertas; la verja se abría, subían las escaleras y se quedaban tristes, como en una especie de resaca, al pensar en las pasadas expansiones. Según el prefecto del colegio, los dos jóvenes se exaltaban mutuamente: sin embargo, si Frédéric llegó a trabajar en las clases superiores, ello fue debido a las exhortaciones de su amigo; por eso, durante las vacaciones de 1837, lo invitó a casa de su madre.
A la señora Moreau no le agradó el joven: comía excesivamente, se negaba a ir a misa los domingos y tenía ideas republicanas. Por último, ella creyó descubrir que había llevado a su hijo a lugares deshonestos.
Decidió vigilar esa relación, lo que no hizo sino acrecentar la amistad entre ellos. Al año siguiente, cuando Deslauriers abandonó el colegio para estudiar Derecho en París, la despedida de los dos amigos fue dolorosa. Frédéric pensaba reunirse con él. Hacía dos años que no se veían; cuando acabaron de abrazarse, se dirigieron al puente para platicar a sus anchas.
El padre de Deslauriers, que tenía por entonces un billar en Villenauxe, enrojeció de cólera cuando su hijo le pidió cuentas de su tutela, llegando al extremo de negarle, en absoluto, la comida. Pero como Deslauriers pretendía para más adelante una cátedra de profesor en la escuela y carecía de dinero, aceptó un puesto de oficial en casa de un procurador. A fuerza de privaciones ahorraría cuatro mil francos, y, en caso de no obtener nada de la herencia materna, siempre podría trabajar libremente durante tres años, en espera de hacerse una posición.
Era preciso, pues, dejar de lado su antiguo proyecto de vivir juntos en la capital, al menos por el momento.
Frédéric inclinó la cabeza. Aquél era el primero de sus sueños que se desvanecía.
—Consuélate —dijo el hijo del capitán—: la vida es larga y somos jóvenes. Ya me reuniré contigo. No pienses más en eso.
Y estrechándole las manos, le preguntó por las incidencias de su viaje, para distraerlo.
Frédéric no tenía mucho que contar. Pero ante el recuerdo de la señora Arnoux su pesadumbre se desvaneció. Sin embargo, por pudor, no habló de ella, y sí, en cambio y muy extensamente, del marido, refiriendo sus ideas, sus modales y sus relaciones; Deslauriers, después de oírlo, le animó a que cultivara la amistad de aquel hombre.
En aquellos últimos tiempos Frédéric no había escrito nada; sus opiniones literarias sufrieron un notable cambio; estimaba por encima de todo la pasión; Werther, René, Franck, Lara, Lelia y otros de menor fama le entusiasmaban casi en idéntica medida. A veces le parecía que la música era lo único que podría expresar sus íntimas turbaciones, y entonces soñaba con componer sinfonías; otras veces se sentía sobrecogido por el aspecto exterior de las cosas, y el deseo de pintar se apoderaba de él. Sin embargo, había escrito algunos versos. Deslauriers los encontró bellísimos; pero no pidió que le leyera más.
En cuanto a Deslauriers, había abandonado la metafísica. Ahora le interesaban la economía social y la Revolución francesa. Por esta época era un mozo avispado, de veintidós años, enjuto, de boca ancha y aire resuelto. Aquella noche llevaba un pantalón de lana ya raído, y sus botas se veían blancas de polvo, pues había recorrido a pie el camino de Villenauxe, con la intención expresa de ver a Frédéric.
Isidoro se acercó. La señora rogaba al señorito que volviera y, temiendo que hiciera frío, le enviaba la capa.
—¡Quédate! —dijo Deslauriers.
Y siguieron paseando de un extremo a otro de los dos puentes que se apoyan en la angosta isla formada por el canal y el río.
Cuando iban por el lado de Nogent tenían enfrente una manzana de edificios ligeramente inclinados; a la derecha, la iglesia emergía entre los molinos de madera, cuyas compuertas estaban cerradas, y a la izquierda, a lo largo de la orilla, un conjunto de arbustos cercaba los apenas perceptibles jardines. Pero del lado de París la carretera bajaba en línea recta y los prados se perdían en la distancia, entre los vapores de la apacible noche, de una claridad lechosa. Los olores del húmedo follaje llegaban hasta ellos, y el agua, cien pasos más allá, al rebasar la presa, se oía el suave murmullo de las aguas entre las tinieblas.
Deslauriers se detuvo y dijo:
—¡Es tan curioso!: jesas buenas gentes durmiendo tan tranquilas!
¡Paciencia! ¡Un nuevo 89 se prepara! ¡El pueblo está harto de Constituciones, de Cartas, de sutilezas, de mentiras! ¡Cómo sacudiría todo eso si tuviera un periódico o una tribuna! ¡Pero para emprender cualquier cosa hace falta dinero! ¡Qué desgracia ser el hijo de un cantinero y tener que dedicar la juventud a la lucha por el pan