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El Vía crucis de los santos - Pablo Cervera Barranco


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      El Vía Crucis de los santos

      Pablo Cervera Barranco

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      © Pablo Cervera Barranco

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      E-mail: [email protected]

      ISBN: 9788428563772

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      El «Vía Crucis»

      Manuel González López-Corps[1]

      

      Durante el tiempo de Cuaresma, el amor a Cristo crucificado lleva a la comunidad cristiana a dedicar el miércoles y/o el viernes a la lectura bíblica de la Pasión del Señor. Pero también, desde antiguo, han surgido algunos ejercicios piadosos que ayudan a penetrar en el sentido profundo del tiempo de Cuaresma. Estos, imbuidos del espíritu de la liturgia, pueden ayudar a los fieles a la comprensión y celebración del Misterio Pascual de Cristo.

      El «camino de la Cruz»

      Entre los ejercicios de piedad para meditar la Pasión del Señor, pocos hay que sean tan estimados como el Vía Crucis. Esta manifestación de fe es síntesis de varias devociones surgidas desde la Alta Edad Media: la primera es la devoción al madero de la Cruz que, tras ser mostrada, besada y adorada en la liturgia del Viernes Santo, se deja expuesta a la veneración y contemplación de su admirable misterio; pero también encontramos como antecedente de esta forma de piedad «la peregrinación a Tierra Santa, durante la cual los fieles visitan devotamente los lugares de la Pasión del Señor; la devoción a las “caídas de Cristo” bajo el peso de la Cruz; la devoción a los “caminos dolorosos de Cristo”, que consiste en ir en procesión de una iglesia a otra en memoria de los recorridos de Cristo durante su Pasión; la devoción a las “estaciones de Cristo”, esto es, a los momentos en los que Jesús se detiene durante su camino al Calvario, o porque le obligan sus verdugos o porque está agotado por la fatiga, o porque, movido por el amor, trata de entablar un diálogo con los hombres y mujeres que asisten a su Pasión» (Directorio Piedad y liturgia, n. 132).

      Parece que la devoción comenzó con siete estaciones –siete caídas–: «El Justo cae siete veces, pero se levanta» (Prov 24,16). Vemos en el Justo a Cristo que, levantado sobre el madero, «atrae todo hacia sí» (cf Jn 12,32). Los peregrinos y los cruzados, de vuelta a sus respectivos países, erigieron «Calvarios» y cruces por los caminos según la imagen de lo vivido en Jerusalén para la devoción y meditación. El diácono Francisco de Asís enseñaba: «Lloro la pasión del Señor. Por amor a él no me avergonzaría de ir llorando a gritos por todo el mundo» (cf TC 14). Y así, este ejercicio, en una forma difundida por los hijos de san Francisco, aprobada por la Sede Apostólica y dotada de indulgencias, quedó fijado en catorce estaciones. El Vía Crucis, atestiguado en España en la primera mitad del siglo XVII, fue propagado por san Leonardo de Puerto Mauricio que, en el año 1750, lo erigiría en el Coliseo romano. Allí, su ejercicio fue restablecido por Pablo VI cada Viernes Santo desde 1965.

      Itinerario espiritual

      «El Vía Crucis es un camino amado por la Iglesia, que ha conservado la memoria viva de las palabras y de los acontecimientos de los últimos días de su Esposo y Señor» (Directorio, n. 133). Con él, los fieles quieren recorrer el último tramo del camino recorrido por Jesús durante su vida terrena: del monte de los Olivos, donde en el «huerto llamado Getsemaní» (Mc 14,32) el Señor fue «presa de la angustia» (Lc 22,44), hasta el monte Calvario, donde fue crucificado entre dos malhechores (cf Lc 23,33), y al jardín donde fue sepultado en un sepulcro nuevo, excavado en la roca (cf Jn 19,40-42). Con este ejercicio orante, el creyente recuerda que su vida es una peregrinación en la que, siguiendo las huellas del Maestro, pobre y crucificado, lleva a diario su propia cruz (cf Lc 9,23).

      Por todo esto, el Vía Crucis es un ejercicio de piedad especialmente adecuado para practicar durante el tiempo de Cuaresma y especialmente en la tarde del Viernes Santo ante la Cruz solemnemente manifestada. La contemplación de este signo de salvación alienta nuestra esperanza de participar con Cristo en la victoria final: la Cruz aparecerá en el cosmos anunciando el retorno glorioso del Señor al final de los tiempos (cf Mt 24,30).

      Diversidad de formularios

      Entre los muchos formularios para el Vía Crucis han de preferirse aquellos textos en los que se proclame la Palabra contenida en la Biblia, y que estén escritos con un estilo digno y sencillo. En cada esquema es conveniente que se alternen de manera equilibrada: Escritura, palabra, silencio, canto, movimiento procesional y parada meditativa con oración preferentemente litúrgica. De esta manera se contribuye a que se obtengan los frutos espirituales de este ejercicio de piedad.

      A ello responden las indicaciones de la Santa Sede ante el Camino de la Cruz:

      • La forma tradicional, con sus catorce estaciones, es la típica de este ejercicio; sin embargo, no se debe descartar la sustitución de una «estación» por otra que refleje un episodio evangélico del camino doloroso de Cristo, y que no se medite en la forma tradicional.

      • En todo caso, existen formas alternativas del Vía Crucis aprobadas por la Sede Apostólica o usadas públicamente por el Romano Pontífice que se pueden emplear según sea oportuno.

      • El Vía Crucis es un ejercicio de piedad que se refiere a la Pasión de Cristo; sin embargo, para que los fieles se abran a la expectativa –llena de fe y de esperanza– de la Pascua, es conveniente concluir con el anuncio de la Resurrección del Señor (cf Directorio, n. 134).

      «De la Cruz a la Luz» con los santos

      La tradición litúrgica propone a los santos como ejemplo de seguimiento de Cristo. El Rito romano canta las letanías a los santos al comenzar el «sacramento» cuaresmal invocando la ayuda de los mejores hijos de la Iglesia para los que hacen penitencia y quieren ascender a «la santa montaña de la Pascua». Volverá a invocarlos en la noche santa de Pascua para que los catecúmenos sientan su compañía en el tránsito pascual de la Vigilia cuando son conducidos a la fuente bautismal.

      Esta inveterada costumbre ha llevado al P. Pablo Cervera a presentarnos un florilegio, bien elegido, de seis campeones de la fe en este año de profundización y difusión de la fe cristiana. Ellos, que han orado, nos enseñan a orar. Y así, san Agustín, san Juan de Ávila, santa Teresa de Jesús, santa Teresa del Niño Jesús, la beata Teresa de Calcuta y el beato Juan Pablo II van desgranando sus vivencias, aspiraciones o meditaciones a partir del texto sagrado de la Palabra de Dios contenida en la Biblia.

      El autor ha escogido el formulario de tradición franciscana cuyas estaciones se presentan precedidas con mosaicos del jesuita P. Marko I. Rupnik y del Taller de Arte del Centro Aletti (Roma). Y, en la via pulchritudinis de las imágenes que ilustran toda la obra, podemos orar con una selección eucológica –plegarias litúrgicas– que presenta en nuestra lengua la lex orandi de la Iglesia en la riqueza de sus diversas tradiciones.

      Escuchar la Palabra de Dios, seguir a Cristo configurándose con su imagen sufriente llevará al que ora con los santos a vivir una vida transfigurada por el Espíritu –divinizada–, como reza este antiguo texto hispano:

      Cristo Dios,


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