Belleza Negra. Anna SewellЧитать онлайн книгу.
Comenzaba yo a ponerme gallardo; mi pelaje había yo crecido fino y suave, de un brillante color negro. Tenía una pata blanca y una linda estrella blanca en la frente. La gente me consideraba muy bello. Mi amo se negó a venderme hasta que cumplí cuatro años, pues decía que los muchachos no debían trabajar como hombres, ni los potros como caballos. Cuando cumplí los cuatro años, el caballero Gordon fue a verme; me examinó los ojos y la boca, y me palpó las patas de arriba abajo. Después tuve que caminar, trotar y galopar en su presencia. Parece que le gusté, pues declaró: -Una vez bien domado, será un gran caballo. Mi amo prometió domarme él mismo, pues no deseaba que me lastimaran o asustaran, y lo hizo sin perder tiempo, ya que al día siguiente comenzó la doma. Como es posible que no todos sepan qué es una doma, la describiré. Domar un caballo, significa enseñarle a llevar puesta montura y brida, llevar sobre el lomo a un hombre, mujer o niño, ir sólo hacia donde el jinete quiere ir, y hacerlo con tranquilidad. Además, el caballo debe aprender a usar collar, baticola y retranca, y a quedarse quieto mientras se los ponen. Más tarde se le enseña a dejar que le sujeten a un carruaje o calesín, de modo que no pueda trotar sin arrastrarlo, y a avanzar rápido o despacio, según los deseos del conductor. Nunca debe sobresaltarse por lo que ve, hablar con otros caballos, morder, patear, ni tener voluntad propia alguna, sino obedecer siempre a la de su amo, por más fatigado o hambriento que pueda estar. Pero lo peor de todo es que, una vez puesto al arnés, no podrá saltar de júbilo ni echarse, fatigado. Ya ven, pues, que esto de la doma es algo magnífico. Por supuesto, yo estaba habituado desde hacía tiempo al ronzal y la cabezada, y a ser conducido tranquilamente por los campos y senderos, pero ahora tendría que usar bocado y brida. Mi amo me dio, como de costumbre, un poco de avena, y al cabo de muchos mimos me puso el bocado en la boca y ajustó la brida. ¡Qué cosa desagradable era ese bocado! Quienes nunca lo hayan tenido en la boca, no pueden tener idea de la horrible sensación que produce. Le meten a uno entre los dientes, y encima de la lengua, un gran pedazo de acero frío y duro, cuyas puntas sobresalen por las comisuras de la boca, y se lo sujetan allí mediante correas sobre la cabeza, por debajo del cuello, alrededor del morro y bajo la barbilla, de tal modo que es imposible librarse de esa cosa dura y desagradable. ¡Es malo, malo! Sí, ¡muy malo! Yo, por lo menos, así lo pensé, pero sabía que mi madre siempre lo llevaba puesto cuando salía, como todos los caballos adultos. De manera que, entre la sabrosa avena y las caricias, palabras bondadosas y suaves modales de mi amo, terminé por dejarme poner el bocado y la brida. Después vino la montura, pero eso no fue tan malo, ni mucho menos. Mi amo me la puso sobre el lomo con mucha suavidad, en tanto que el viejo Daniel me sujetaba la cabeza. Después, sin cesar de hablarme, me ajustó las cinchas bajo el cuerpo. Comí un poco de avena y luego me pasearon un rato por los alrededores; y esto se repitió todos los días, hasta que yo mismo empecé a buscar la avena y la brida. Por fin, una mañana, el amo subió a mi lomo y me condujo por el prado, pisando el pasto suave. Por cierto que me resultaba raro, pero confieso que me sentí bastante orgulloso de llevar así a mi amo, y como siguió montándome a diario no tardé en acostumbrarme. La siguiente cosa desagradable fue ponerme las herraduras de hierro; también eso fue muy difícil, al principio. Mi amo me acompañó a la forja del herrero, para asegurarse de que no me lastimara ni asustara. El herrero me tomó los pies en las manos, uno después de otro, y recortó una parte del casco. Como no me dolió me quedé parado en tres patas hasta que terminó con todos. Entonces tomó un trozo de hierro con la forma de mi pie; me lo ajustó, y a través de él me clavó en el casco mismo unos clavos, de modo que la herradura quedara bien sujeta. Sentí las patas muy tiesas y pesadas, pero a su debido tiempo me acostumbré. Habiendo llegado hasta allí, mi amo pasó entonces a domesticarme para el arnés; para esto hubo que usar más cosas nuevas. Primero, me pusieron sobre el mismo cuello un collar duro y pesado, y una brida con grandes trozos laterales, llamados anteojeras, contra los ojos. Y bien puesto tenían su nombre ya que con ellas no podía ver a los costados, sino sólo hacia adelante. Había además una pequeña montura, con una molesta correa dura que me pasaba por debajo de la cola, y que se llamaba baticola. Yo la detestaba... Sentir mi larga cola doblada y entreverada con esa correa me fastidiaba casi tanto como el bocado. Sentía más ganas de patear que nunca, pero claro está que no podía patear a un amo tan bondadoso, de modo que acabé por habituarme a todo y pude cumplir mi tarea tan bien como mi madre.
No debo olvidarme de mencionar una parte de mi entrenamiento que siempre consideré una gran ventaja. Por espacio de dos semanas, mi amo me envió con un granjero vecino, dueño de un prado bordeado a un costado por las vías del ferrocarril. Allí había algunas ovejas y vacas, entre las cuales me soltaron. Jamás olvidaré el primer tren que pasó. Me alimentaba muy tranquilo, cerca de la empalizada que separaba el prado del ferrocarril, cuando oí a la distancia un sonido extraño, y sin que me diera cuenta de dónde venía... pasó como una exhalación, arrojando humo y con gran estrépito, una cosa larga y negra, que se perdió de vista casi antes de que yo recobrara el aliento. Di la vuelta y eché a correr hacia el lado opuesto del prado, donde me detuve, resoplando de miedo. Durante el día pasaron muchos otros trenes, algunos con mayor lentitud, pues iban a detenerse en la estación cercana; a veces, al detenerse, producían unos chirridos y gemidos terribles. A mí me parecían espantosos, pero las vacas seguían comiendo muy tranquilas, sin mirar casi esa cosa negra y horrible.
Los primeros días no pude comer tranquilo, pero al darme cuenta que ese terrible ser no entraba nunca en el campo ni me hacía daño alguno, empecé a no hacerle caso; y no tardé en inquietarme tan poco por el paso de un tren, como aquellas vacas y ovejas. Desde entonces he visto muchos caballos muy alarmados y alterados al ver u oír una locomotora de vapor; pero gracias a la precaución de mi buen amo, temo tan poco a las estaciones ferroviarias como a mi propio establo. Mi amo solía conducirme en doble arnés junto con mi madre, porque ella era muy firme y podía enseñarme mejor que cualquier caballo desconocido. Ella me dijo que, cuanto mejor me portara, mejor me tratarían, y que siempre era más sensato hacer lo posible por complacer a mi amo. -Claro que hay muchas clases de hombres -agregó -los hay buenos y considerados como nuestro amo, a quien cualquier caballo serviría orgulloso, pero también los hay malvados y crueles, que jamás deberían poseer un caballo ni un perro. Además de éstos, hay muchos hombres tontos, vanidosos, ignorantes y descuidados, que nunca se molestan en pensar, y que estropean más caballos que nadie, porpura falta de sensatez. No se proponen hacerlo, pero lo hacen. Espero que caigas en buenas manos; pero un caballo nunca sabe quién puede comprarlo, o quién conducirlo. Todo depende de la casualidad, y sin embargo te repito: "Pórtate lo mejor posible, estés donde estés, y protege siempre tu buen nombre".
Capítulo II
EL PARQUE DE BIRTWICK
En esa época solía yo quedarme en el establo, donde todos los días me cepillaban la piel, hasta que brillaba como el ala de un grajo. A principios de mayo vino un hombre, enviado por el caballero Gordon, que me llevó a su residencia. Mi amo dijo: -Adiós, Negrito; sé un buen caballo, y pórtate siempre lo mejor posible. Yo no podía contestarle, así que le puse el hocico en la mano; él me palmeó cariñosamente, y entonces abandoné mi primer hogar. Como viví unos cuantos años con el caballero Gordon, conviene que les cuente cómo era el lugar. El parque del señor Gordon bordeaba la aldea de Birtwick. Se entraba en él por un gran portón de hierro, junto al cual se alzaba la primera cabaña; por él se pasaba, trotando, a un camino liso que corría entre grupos de árboles añosos y muy altos. Pronto se llegaba a otra cabaña y otro portón, que conducía a la casa y jardines. Más allá se extendían la caballeriza, el antiguo huerto y los establos. Había comodidad para muchos caballos y carruajes, pero sólo necesito describir el establo al cual me condujeron, y que era muy espacioso, con cuatro buenas casillas. Una gran ventana de vaivén, que daba al patio, lo hacía placentero y aireado. La primera casilla era grande y cuadrada, cerrada por detrás con una portezuela de madera; las demás eran comunes, buenas, pero no tan espaciosas, ni mucho menos. La mía estaba provista de una ringlera baja para el heno, y un pesebre bajo para maíz; se la llamaba casilla "libre" porque al caballo alojado en ella no se lo ataba, sino que quedaba libre para hacer lo que quisiera. Tener casilla "libre" es una gran cosa. A ese hermoso recinto, limpio, suave y aireado, me condujo el lacayo. Yo no conocía sitio mejor que aquél, cuyos costados no eran tan altos que no me permitieran ver, por entre los rieles de hierro de encima, todo lo que pasaba.