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El bosque. Харлан КобенЧитать онлайн книгу.

El bosque - Харлан Кобен


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que el señor Marantz cerró la puerta. ¿Qué sucedió entonces?

      —El señor Jenrette me dijo que me pusiera de rodillas.

      —¿Dónde estaba el señor Flynn en ese momento?

      —No lo sé.

      —¿No lo sabe? —Fingí sorpresa—. ¿No subió con usted la escalera?

      —Sí.

      —¿No estaba a su lado cuando el señor Jenrette la cogió del brazo?

      —Sí.

      —¿Entonces?

      —No lo sé. No entró en la habitación. Dejó que se cerrara la puerta.

      —¿Volvió a verle?

      —Hasta más tarde no.

      Respiré hondo y me lancé. Le pregunté a Chamique qué había pasado después. La guié para que contara la agresión. El testimonio fue gráfico. Habló con claridad, como si no fuera con ella. Había mucho que explicar, lo que habían dicho, cómo se habían reído, lo que le habían hecho a ella. Necesitaba detalles. No creo que el jurado quisiera oírlos. Lo comprendía. Pero necesitaba que ella fuera lo más explícita posible, que recordara todas las posiciones, quién estaba presente, quién había hecho qué.

      Fue agotador.

      Cuando terminamos el testimonio de la agresión, le dejé unos segundos antes de afrontar nuestro mayor problema.

      —En su testimonio, afirma que los agresores utilizaron los nombres de Cal y Jim.

      —Protesto, señoría.

      Fue Flair Hickory, hablando por primera vez. Su voz era tranquila, la clase de tranquilidad que llama la atención.

      —No afirmó que se utilizaran los nombres de Cal y Jim —dijo Flair—. Afirmó, tanto en su testimonio como en las declaraciones preliminares, que eran Cal y Jim.

      —Lo reformularé —dije en un tono exasperado, como diciéndole al jurado: «No sé por qué se pone tan quisquilloso». Volví mi atención a Chamique.

      —¿Quién era Cal y quién era Jim?

      Chamique identificó a Barry Marantz como Cal y a Edward Jenrette como Jim.

      —¿Se presentaron? —pregunté.

      —No.

      —¿Cómo supo sus nombres, entonces?

      —Los utilizaban entre ellos.

      —Según su testimonio, por ejemplo, el señor Marantz dijo: «Inclínala, Jim». ¿Cosas así?

      —Sí.

      —¿Es consciente de que ninguno de los acusados se llamaba Cal o Jim? —dije.

      —Lo sé —dijo ella.

      —¿Puede explicárselo?

      —No. Sólo digo lo que decían.

      No vaciló, no intentó poner una excusa, fue una buena respuesta. Abandoné el tema.

      —¿Qué pasó después de que la violaran?

      —Hicieron que me lavara.

      —¿Cómo?

      —Me metieron en una ducha. Me enjabonaron. La ducha tenía un mango con teléfono. Me hicieron limpiarla.

      —¿Y a continuación?

      —Me quitaron la ropa, dijeron que iban a quemarla. Me dieron una camiseta y unos pantalones cortos.

      —¿Y después?

      —Jerry me acompañó a una parada de autobús.

      —¿El señor Flynn le dijo algo durante el trayecto?

      —No.

      —¿Ni una palabra?

      —Ni una palabra.

      —¿Usted le dijo algo?

      —No.

      Fingí sorpresa otra vez.

      —¿No le dijo que la habían violado?

      Sonrió por primera vez.

      —¿Cree que no lo sabía?

      Lo dejé aquí. Quería volver a cambiar de marcha.

      —¿Ha contratado un abogado, Chamique?

      —Más o menos.

      —¿Qué significa más o menos?

      —No le contraté exactamente. Me buscó él.

      —¿Cómo se llama?

      —Horace Foley. No se viste tan bien como el señor Hickory.

      Eso hizo sonreír a Flair.

      —¿Va a demandar a los acusados?

      —Sí.

      —¿Por qué va a demandarlos?

      —Para que paguen —dijo.

      —¿No es lo que estamos haciendo aquí? —pregunté—. Intentar que sean castigados.

      —Sí. Pero la demanda es por dinero.

      Hice una mueca como si no comprendiera.

      —Pero la defensa va a argumentar que se ha inventado estos cargos para extorsionarlos. Va a decir que su demanda lo demuestra, que sólo le interesa el dinero.

      —Me interesa el dinero —dijo Chamique—. Nunca he dicho lo contrario.

      Esperé.

      —¿No le interesa el dinero, señor Copeland?

      —Me interesa —dije.

      —¿Entonces?

      —Entonces la defensa argumentará que es un motivo para mentir —dije.

      —No lo puedo evitar —dijo—. Mire, si digo que no me interesa el dinero, eso sí sería una mentira. —Miró hacia el jurado—. Si dijera que el dinero no me interesa, ¿se lo iban a creer? Está claro que no. Lo mismo que si usted me dijera que no le interesa el dinero. Ya me interesaba el dinero antes de que me violaran. Me interesa ahora. No miento. Me violaron. Quiero que vayan a la cárcel. Y si puedo conseguir algo de dinero de ellos, ¿por qué no? Lo necesito.

      Retrocedí. La sinceridad, la sinceridad verdadera, tiene un olor característico.

      —He terminado —dije.

      8

      El juicio se aplazó hasta después del almuerzo.

      La hora del almuerzo normalmente es el momento de discutir la estrategia con mis subordinados. Pero no era lo que quería hacer ahora. Quería estar solo. Quería repasar mentalmente el interrogatorio, descubrir qué había olvidado, imaginar lo que haría Flair a continuación.

      Pedí una hamburguesa y una cerveza a la camarera que parecía desear estar en uno de esos anuncios de: «¿Necesita una escapada?». Me llamó guapo. Me encanta que las camareras me llamen guapo.

      Un juicio es como dos narraciones que compiten por llamar la atención. Tienes que convertir a tu protagonista en una persona real. Ser real es mucho más importante que ser puro. Los abogados lo olvidan. Creen que tienen que hacer que sus clientes parezcan encantadores y perfectos. No es verdad. Así que nunca intento engañar al jurado. Las personas son buenos jueces de los caracteres. Es mucho más probable que te crean si muestras tus debilidades. Al menos en mi bando, el de la fiscalía. Cuando eres defensor, te conviene remover las aguas. Como Flair Hickory había dejado muy claro, quieres presentar a esa bella dama denominada «Duda Razonable». Para mí era lo contrario. Necesitaba claridad.

      La


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