El bosque. Харлан КобенЧитать онлайн книгу.
en relación con «el misterio de los campistas desaparecidos», como lo bautizaron inmediatamente. Vaya, la historia todavía aparecía en esos programas de «crímenes reales» del Discovery o de la Court TV. Yo estaba aquella noche en ese bosque. Mi nombre estaba allí, a la vista de todos. Fui interrogado por la policía. Incluso fui sospechoso.
Así que tenían que saberlo.
Decidí no contestar. York y Dillon no insistieron.
Cuando llegamos al depósito, me guiaron por un largo pasillo. Nadie habló. No sabía qué conclusión sacar de eso. Ahora cobraba sentido lo que había dicho York. Yo estaba en el otro lado. Había observado a muchos testigos haciendo este recorrido. Había visto toda clase de reacciones en el depósito. Normalmente los identificadores se muestran estoicos. No sé exactamente por qué. ¿Se están preparando para lo peor? O todavía existe una pizca de esperanza, otra vez esa palabra. En todo caso, la esperanza se desvanece enseguida. No nos equivocamos jamás con las identificaciones. Si creemos que es su ser querido, lo es. El depósito no es lugar para milagros de última hora. Nunca.
Sabía que me estaban observando, que estudiaban mi reacción. Tomé conciencia de mis pasos, mi postura, mi expresión facial. Me esforcé por parecer neutral y después me pregunté porqué.
Me acercaron a una ventana. No se entra en la habitación. Se ve desde detrás de un cristal. La sala estaba embaldosada para poder limpiarla a manguerazos; no había necesidad de gastar en decoración o servicios de limpieza. Todas las camillas estaban vacías, menos una. El cadáver estaba tapado con una sábana, pero se veía la etiqueta colgada del dedo del pie. Es verdad que las usan. Miré el gran dedo gordo asomando por debajo de la sábana, totalmente desconocido. Eso es lo que pensé. No reconozco el dedo gordo de este hombre.
Con la tensión la mente te juega malas pasadas.
Una mujer con mascarilla empujó la camilla acercándola a la ventana. Entonces me acordé del día que mi hermana nació. Recordé la maternidad del hospital. La vidriera era más o menos igual, con tiras finas de hojas en forma de diamante. La enfermera, una mujer con una constitución parecida a la mujer del depósito, empujó el carrito con mi hermanita hacia la ventana. Igual que ahora. Es de suponer que en circunstancias normales habría pensado en algo conmovedor como el principio y el final de la vida, pero no pensé nada de eso.
La mujer levantó el extremo de la sábana. Miré la cara. Todos los ojos estaban posados en mí. Lo sabía. El difunto tenía más o menos mi edad, treinta y tantos. Llevaba barba. La cabeza afeitada. Tenía puesto un gorro de ducha que me pareció un poco grotesco, pero sabía para qué lo llevaba.
—¿Un disparo en la cabeza? —pregunté.
—Sí.
—¿Cuántas veces?
—Dos.
—¿Calibre?
York se aclaró la garganta, como si intentara recordarme que no se trataba de un caso mío.
—¿Le conoce?
Volví a mirar.
—No —dije.
—¿Está seguro?
Estaba a punto de confirmarlo. Pero algo me detuvo.
—¿Qué pasa? —preguntó York.
—¿Por qué estoy aquí?
—Queríamos saber si le conocía...
—Ya, pero ¿qué les hizo pensar que podía conocerle?
Desvié la mirada a un lado y vi que York y Dillon intercambiaban una ojeada. Dillon se encogió de hombros y York recogió el testigo.
—Llevaba su dirección en el bolsillo —dijo York—. Y llevaba un puñado de recortes sobre usted.
—Soy un personaje público.
—Sí, lo sabemos.
Se calló. Me volví a mirarlo.
—¿Qué pasa?
—Los recortes no hablaban de usted. En realidad, no.
—¿De qué hablaban entonces?
—De su hermana —dijo—. Y de lo que pasó en el bosque.
La temperatura de la sala bajó diez grados, pero estábamos en el depósito. Intenté mantener la calma.
—Puede que fuera un fanático de los crímenes. Hay muchos de estos.
York vaciló. Vi que volvía a intercambiar una mirada con su compañero.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—¿A qué se refiere?
—¿Qué más llevaba encima?
York se volvió hacia un empleado del que yo ni siquiera había advertido la presencia y dijo:
—¿Puede mostrar al señor Copeland los efectos personales?
Seguí mirando la cara del difunto. Tenía marcas de viruela y arrugas. Intenté imaginármelo sin ellas. No le conocía. Manolo Santiago era un desconocido para mí.
Alguien trajo una bolsa de pruebas de plástico rojo. La vaciaron sobre una mesa. Desde lejos distinguí unos vaqueros y una camisa de franela. Había una cartera y un móvil.
—¿Han mirado el móvil? —pregunté.
—Sí. Es desechable. El directorio está vacío.
Aparté la mirada de la cara del difunto y me acerqué a la mesa. Las piernas me temblaban.
Había hojas de papel dobladas. Desdoblé una con cuidado. El artículo del Newsweek. La foto de los cuatro adolescentes muertos, las primeras víctimas del «Monitor Degollador». Siempre empezaban con Margot Green porque su cuerpo fue localizado enseguida. Se tardó un día más en localizar a Doug Billingham. Pero el interés de verdad estaba en los otros dos. Se había encontrado sangre y ropa desgarrada perteneciente tanto a Gil Pérez como a mi hermana, pero no los cuerpos.
¿Por qué no?
Es sencillo. Los bosques son inmensos. Wayne Steubens los había escondido bien. Pero algunas personas, esas que aman las conspiraciones, no lo creían así. ¿Por qué sólo no habían localizado a dos? ¿Cómo podía Steubens haber trasladado y enterrado los cuerpos tan rápidamente? ¿Tenía un cómplice? ¿Cómo lo había hecho? ¿Qué estaban haciendo esos cuatro en el bosque?
Incluso ahora, dieciocho años después de que arrestaran a Wayne, la gente habla de los «fantasmas» del bosque, o de que hay una secta secreta viviendo en una cabaña abandonada o de pacientes escapados de un sanatorio u hombres con garfios en vez de manos o extraños experimentos médicos que salieron mal. Hablan del coco y de los restos de su campamento, todavía con los restos de huesos de los niños que se ha comido. Dicen que de noche todavía pueden oír aullar a Gil Pérez y a mi hermana, Camille, buscando venganza.
Pasé muchas noches solo en ese bosque. Nunca oí aullar a nadie.
Mis ojos pasaron de la foto de Margot Green a la de Doug Billingham. La fotografía de mi hermana era la siguiente. Había visto esa foto millones de veces. Los medios la adoraban porque en ella mi hermana parecía maravillosamente normal. Era una chica cualquiera, la canguro favorita, la adolescente encantadora que vivía a una manzana. Camille no era así. Era maliciosa, tenía unos ojos vivos y una sonrisa de niña mala que hacía perder la cabeza a los chicos. Esa foto no era ella. Ella era mucho más. Y tal vez eso le había costado la vida.
Iba a coger la última fotografía, la de Gil Pérez, pero algo hizo que me detuviera.
Se me detuvo el corazón.
Sé que suena dramático, pero fue lo que sentí. Miré el montón de monedas que Manolo Santiago tenía en el bolsillo y lo vi, y fue como si una mano se introdujera en mi pecho y me estrujara el corazón tan fuerte que no le permitiera latir.
Retrocedí.