La liturgia, casa de la ternura de Dios. José Rivera RamírezЧитать онлайн книгу.
ejemplo concreto puede ser el recuerdo de la vivencia de una misa crismal del año 1972:
«La misa crismal, auténtica maravilla, me sumió en una situación de sereno gozo humilde. ¡Esta presencia del Espíritu! Porque aunque poco, realmente amo al Espíritu Santo. Verdad que me brotan espontáneas las visiones sobrenaturales con sus dos aspectos, cada uno de los cuales acrecienta la claridad del otro. ¿Qué sería yo ahora si hubiese sido fiel al Espíritu, al menos desde aquellos días de Salamanca, en que estudié el tratado de Trinidad?» (Diario, p. 53).
La vivencia de la liturgia le ilumina sobre todo el camino que el Espíritu Santo se va abriendo en su vida sacerdotal y en su personalidad cristiana total; es el empeño de conversión y purificación continuas; es el deseo vivo de la comunión eucarística, fuente principal del Espíritu porque en ella está Cristo comunicándolo.
Todo su empeño de madurez no busca el autodominio y menos aún manifestar cualidades humanas especiales, sino el señorío de Cristo sobre él, que busca vivir.
Vivía sobre todo la eucaristía sacerdotalmente, corredentoramente con el hambre y el deseo de recibir el amor de Cristo, el amor de las personas divinas a la luz de la expresión de san Juan de la Cruz, que cita así: «Dios se da al alma para que pueda darle a quienquiera» (Diario, 1983).
Esta presencia activa y amorosa de las personas divinas, del Espíritu Santo, es su fe y esperanza. Y la liturgia es la fuente de este amor y ternura. En eso permaneció y murió.
José Luís Pérez de la Roza
1 EL AÑO LITÚRGICO
DE SU DIARIO
SU VOZ EN LA LITURGIA
Seguridad en que Dios me salva; experiencia de la faena ya efectuada. Y relato, necesidad de relatarlo a los demás: «magnificad conmigo al Señor; exaltemos juntos su nombre».
Pues me encuentro débil para la tarea; busco colaboradores, compañeros en la celebración. Y entonces el breviario y la misa —sobre todo la misa— eran —y están volviendo a ser— necesidad psicológica en mi labor de celebración. Porque también los demás son improporcionados a este altísimo trabajo de glorificación. Y entonces él acude a esta debilidad. Y en la liturgia me presta su voz misma. Y el Padre queda suficientemente loado por la voz de Cristo, que brota de mis propios labios.
Multiforme es el amor a mis propios ojos cegatos; pero Cristo posee todas las formas, porque Cristo es el amor. Y yo mismo —¡yo mismo, con esta potencia que experimento contrastando con la flojera de cuantos circundan!— quedo desbordado, vencido, incapaz de amar como él, de competir con él, ni muy de lejos. «Aunque el hombre diera toda su hacienda, sería reputado por nada». Mi hacienda es todo mi ser. Y todo mi ser no es nada en esta competición inimaginable. Cuando me comparo, aun sin querer, con los hombres que conozco, con los hombres cuyas noticias me llegan en biografías, en escritos confidenciales; con el hombre tipo que me ofrecen los estudios de psicología, yo me veo egregio, es decir, fuera de esa grey, superior, al menos en deseos. Si atiendo a una vieja y amada definición de Ortega, captada amigablemente hacia los 14 años, según la cual hombre selecto —es decir, separado de la masa, en suma egregio— es aquel que se exige más que los otros; siempre he podido considerarme egregio —y el trato frecuente con los hombres me ha confirmado, intensa e indestructiblemente, en tal convicción—, pero cuando me enfrento con Cristo —el que ama— me veo, al contrario, como el incapaz de amar, si no es por el deseo. Pero entonces, reducido a límites, encerrado en mi estrecho terruño (yo, a quien todo el mundo llama exagerado, es decir, salido de la tierra, de los confines) puedo esperar de él que me salve de la mediocridad.
Y tal es el misterio al que no he logrado ni siquiera asomarme. Si los hombres desean —y necesitan— sentirse amados, saborearse asegurados, si Cristo ama a cada uno de esos hombres y es su única seguridad, ¿por qué no se encuentran tales amores?
«Gustad y ved cuán bueno es el Señor». Y este es el arcano. Que casi nadie ha gustado la bondad —la amabilidad— de Cristo.
Y esta es mi tarea: gustarla y manifestarla a todos. Enseñarla, atestiguarla. En la medida que la gusto, la deseo y deseo que sea deseada; en la medida que la deseo y la gozo, hablo de ella y espero en ella, y siento que no sea conocida. Y en la medida que espero y deseo, mi testimonio se carga de la fuerza divina, del Espíritu, del aliento de Dios, que se me transmite a través de esa confianza. Y entonces mi palabra es eficaz, porque lleva ese aliento divino. Tal es el misterio del apostolado.
Y tal la explicación —y esto es claro— del fracaso rotundo de tantos ensayos apostólicos. Que no llevan ni la palabra, ni el aliento del Padre. Hablando exactamente: que no son apostolados…
(Diario, 70-71)
DE SUS CUADERNOS
EL AÑO LITÚRGICO: SENTIDO Y REVISIÓN
1.- Introducción
La vida cristiana es «vida de hijo de Dios», plenamente filial, que recibimos del siempre inicial amor del Padre, por la gracia del misterio salvador de Cristo y en la comunicación del Espíritu Santo.
Esta vida no se recibe en abstracto, sino entrando en comunión, en comunicación real y ontológica con las personas divinas. Y esto en la Iglesia; nunca al margen o fuera de ella. Ya en el credo confesamos a la Iglesia como obra del Espíritu Santo que actúa en ella. Por eso nuestra vida de hijos de Dios es vida también de hijos de la Iglesia: recibimos de la Iglesia, tal como ella es y existe; y hemos de saber recibir lo que ella nos quiere comunicar.
La Iglesia nos vivifica y hace crecer sobre todo por la liturgia: sacramentos, Liturgia de Horas, continuamente celebrados para hacer eficaz el misterio de la redención de los hombres. Al ritmo del año litúrgico, la Iglesia madre alimenta y vivifica a sus hijos para llevarlos a la plenitud de la madurez en Cristo.
El año litúrgico es entonces la celebración continuada y progresiva que la Iglesia, movida por el Espíritu Santo, realiza del misterio salvador de Cristo, por cuya «memoria» nos vamos configurando cada vez más perfectamente a Cristo, se nos comunica vitalmente el Espíritu Santo y llegamos a ser plenamente hijos de Dios Padre y hermanos de todos los hombres: santos.
Cada tiempo litúrgico —Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua, Pentecostés, Tiempo Ordinario— y cada fiesta o domingo nos va revelando y comunicando distintamente este amor que nos hace hijos de Dios. Cada acto redentor de Cristo, que celebramos en la liturgia, tiene su matiz específico: expresa y comunica algo de la riqueza insondable que es Cristo, el Padre y el Espíritu. Al celebrarlo nos enriquece y personaliza en esa línea del misterio celebrado.
2.- Sentido fundamental de todo tiempo litúrgico
Tomamos como ejemplo el tiempo de Adviento, pero estos son criterios que pueden aplicarse a cualquier tiempo.
El Adviento es el tiempo litúrgico con el que la Iglesia comienza la celebración de los misterios de la vida de Cristo, a lo largo de todo el año litúrgico.
Nos prepara directamente a celebrar la Navidad, nos recuerda la primera venida de Cristo y más profundamente nos dispone a vivir el encuentro definitivo con Cristo al final de nuestra vida y de todos los tiempos.
Las actitudes que suscita en nosotros el tiempo de Adviento deben ir avivándose a lo largo de todo el año.
En la liturgia, lo fundamental, lo primero es «contemplar para poder recibir»:
a) La iniciativa amorosa del Padre:
Este tiempo de Adviento es manifestación de la iniciativa amorosa del Padre que quiere salvar a todos los hombres en Cristo, su Hijo muy amado, por la comunicación creciente del Espíritu. Y no ha dudado en hacer lo imposible para llevar a cabo este plan de salvación.
El Adviento resume para nosotros eficazmente todo el Antiguo Testamento y así nos hace conocer y gozarnos y recibir el amor infinito del Padre que ha creado todo y ha dispuesto todo desde antiguo, a lo largo de toda la historia del mundo y del pueblo escogido, para nuestra salvación.