¿Y tú qué miras?. Gabourey SidibeЧитать онлайн книгу.
las uñas en la cara y los genitales y salimos corriendo de la casa o echamos a correr por el callejón gritando, con sangre chorreándonos de las uñas. Nunca estamos juntas en las situaciones con las que fabulamos. Nos cuesta imaginar que un violador pudiera mirarnos a ambas juntas y pensar «gangbang». No. Siempre estamos solas, en casa o entrando en el metro a altas horas de la noche.
Confieso que mi madre y yo no contemplamos situaciones en las que nuestras estrategias acaban con nosotras muertas. Ni tampoco nos planteamos quedarnos paralizadas por el miedo. Pero sí que hablamos sinceramente sobre cómo nos vemos a nosotras mismas intentando zafarnos de un ataque. Considero que es algo que todas las madres e hijas deberían hablar. Y, ya que estamos, también considero que todos los padres e hijos deberían hablar de por qué no hay que violar a nadie. Tengo la teoría de que muchos padres e hijos no hablan sobre la violación, y eso nos obliga a mi madre y a mí a sacar el tema cada vez que voy a verla.
Cuando tenía veintisiete años fui a visitar a mi madre, que seguía viviendo en el mismo apartamento de Harlem en el que me crie. Esperé sentada mientras ella trajinaba en la cocina preparándome algo para comer y una taza de té y me preguntaba si quería algo más. Ahora me hace de camarera porque soy una invitada en su casa. De hecho, monta tal teatro cada vez que me ve que me hace sentir como una adulta y una niña al mismo tiempo. Cuando me independicé, pensé que seguiría concibiendo aquel apartamento como mi hogar mientras mi familia siguiera viviendo allí. Pero no fue así. De hecho, me entristece muchísimo volver allí y sentirme más como una visita que como la hija de mi madre o la hermana pequeña de mi hermano. Todo se me antoja más pequeño. Las puertas son más bajas, el lavabo está más cerca del suelo y ya no sé ni siquiera cómo encender la televisión. Me he hecho mayor.
Así que andábamos en la cocina hablando sobre violaciones, como de costumbre, cuando mi madre dijo:
—Más te vale pelear de verdad si te pasa. Sería muy duro en tu caso, porque aún eres virgen y esa no es una manera de perder la virginidad.
¿¿¿Perdón???
Se me fundieron los cables. Me había llamado virgen y lo había dicho con toda confianza y con un deje de compasión. Allí estaba yo, con mis veintisiete años y tras vivir sola desde hacía dos y ella sabía, sin ningún género de duda, que yo era virgen. Poco importaba que yo tuviera novio en aquel entonces, porque ella seguía firmemente convencida de que era virgen, tan convencida, de hecho, como para mencionarlo en una conversación sobre un tema que no tenía nada que ver con eso. Pero se equivocaba. No era virgen. Y sigo sin serlo. Así es. Lo he hecho.
Sin embargo, me fascina la virginidad. Perderla, mantenerla, hacerlo solo con las manos y la boca porque consideras tu vagina un delicado premio con el cual agasajar a tu marido la noche de bodas. Sacrificas tu ano para salvar tu vagina de porcelana, para evitar que la aplaste y la haga añicos algún tipo que no sepa lo que se hace. Lo entiendo, chica. Más o menos. O mejor dicho… no. La verdad es que no lo capto, pero no estoy aquí para juzgar a nadie. Todo el mundo tiene sus razones para aferrarse a la virginidad… hasta que deja de tenerlas. Y, francamente, creo que así es como tiene que ser. Dejar que un tipo te meta su cosa en realidad es bastante fuerte. Es algo serio. Pero yo no pensaba eso sobre mi virginidad antes de perderla. No la veía como un tesoro o una joya valiosa. Había sentido el peso de mi virginidad desde que mi amigo, un chico, me dijo, cuando yo tenía dieciséis años, que si seguía siendo virgen a los veintiuno y lo necesitaba, me haría el favor de desvirgarme. Lo dijo sin venir a cuento. Estaba tan seguro de que yo suscitaba tan poco deseo que tendría que crucificarse y desvirgarme como acto de caridad. Bendito sea. No se me ocurría nada más triste que un polvo por compasión. No es normal. No podía permitir que eso sucediera. Así que empecé a contemplar la virginidad como una carga de la que tenía que zafarme para poder ser como el resto de mis amigas, normal. Unos años más tarde miré a mi alrededor y, al caer en la cuenta de que era la única virgen que quedaba, tuve un ataque de pánico.
Si crees que te voy a contar qué pasó, te equivocas. No hay ninguna historia. Tenía veinte años. No era ninguna niña. Y no me forzaron, pero tampoco me había planteado cómo sería más de lo que lo habían hecho mis amigas. Simplemente pensé: «Bueno, ya está bien». Y ¡bum!, dejé de ser virgen. Luego vino el arrepentimiento. Pero no me arrepentía de haber perdido la virginidad, sino de mis prisas por hacerlo. Me había parecido tan importante que casi se había convertido en una misión para mí. ¿Cómo pasaría? ¿Con quién pasaría? ¿Dónde pasaría? ¿Me sentiría más adulta después? ¿Me convertiría de repente en una mujer sensual con cinturita de avispa, pechos grandes y un buen culo? ¿Sería otra Jessica Rabbit o Beyoncé? La respuesta fue «no». No me convertí en ninguna de esas cosas y el dónde, cómo y con quién también fueron una decepción.
¡Pero tampoco hay que alarmarse! Al menos sabía el nombre completo y la edad de él de antemano. No tenía un nombre compuesto y pensé: «Caray, tus padres no te querían lo suficiente ni para ponerte un segundo nombre… ¡Qué pena!». Y para asegurarme de que no tendría que volver a verlo nunca, compartí con él ese pensamiento.
Me miró y luego estalló en carcajadas. Le parecía graciosa. Y eso me bastó, así que me lo tiré.
¿Me juzgas por ello? Pues recuerda que tú también la cagabas a los veinte años, posiblemente más que yo. ¡No lo olvides!
Durante un tiempo después de aquello intenté disfrutar con el sexo, pero no lo conseguí. Con nadie. Y lo intenté de verdad. Me iba con chicos muy atractivos, pero no disfrutaba más que con los feos. Lo probé con chicos que de verdad querían mantener una relación conmigo, pero no me hacían sentir mejor que los que solo buscaban algo que hacer un viernes por la noche. Intenté verlo como un juego. Intenté interpretar a un personaje para comprobar si ella se lo pasaba mejor, pero no fue así. Seguía pensando que el problema era cada uno de los chicos con los que estaba, algo personal. Tal como he dicho, me esforcé de verdad. Pero siempre me sentía igual: fría, vacía, sin sentimientos.
Fue una época muy rara de mi vida. Estaba cayendo en una depresión y, aunque no me superencantaba el sexo, al menos cada encuentro se convertía en algo en lo que podía concentrarme para distraerme del hecho de que todo en mi vida me hacía profundamente infeliz.
Entonces no era consciente, pero aquella fase de seudopromiscuidad fue parte de mi depresión, no una distracción de esta. La pobre, tonta y promiscua Gabby. Vaya por delante que no hubo tantos hombres. Solo unos cuantos. Pero a eso fue a lo que me dediqué, con idas y venidas, entre los veinte y los veintidós años. La llamo mi «fase promiscua».
Hay algo de hacer terapia que me parece importantísimo. Yo adoro a mi madre, pero había muchas cosas de las que no podía hablar con ella durante mi fase azada. No podía decirle que era incapaz de dejar de llorar y que odiaba todo lo relacionado conmigo. Mi madre siempre ha sido una mujer independiente con montones de amigos que la quieren y creen que es la persona con más talento que existe. Su vida a los veinte no se parecía en nada a la mía. Las pocas veces que intenté sincerarme con ella pareció no dar demasiada importancia a lo que me pasaba. Cuando estaba triste por algo, me decía que tenía que ser más fuerte y, cuando estaba enfadada, me decía que no fuera tan quisquillosa. Mi madre siempre tenía fe en que las cosas saldrían bien, pero que me dijera «Mañana será otro día» a mí no me bastaba. La primera vez que le confesé que estaba deprimida, se echó a reír. Literalmente. Pero no porque sea una mala persona, sino porque pensó que era una broma. ¿Cómo era posible que no fuera capaz de recomponerme yo sola, como hacía ella, como hacían sus amigas, como hacía la gente normal?
Y yo seguí sumiéndome en mis pensamientos tristes. En pensamientos sobre la muerte. No dormía por las noches. Y cuando por fin se hacía de día, tenía que ir a clase. Entonces estudiaba en el City College de Nueva York, que estaba a cinco minutos a pie de mi casa, pero no había día en que no llegara a clase llorando y sudando la gota gorda, con la respiración entrecortada y convencida de que iba a morir. Durante un tiempo pensé que tenía ataques de asma. Fue más tarde cuando caí en la cuenta de que lo que tenía eran ataques de ansiedad. Estaba hecha un lío.
Dejé de comer. A veces no comía nada durante días. Y, a menudo, cuando estaba demasiado triste