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El invencible. Stanislaw LemЧитать онлайн книгу.

El invencible - Stanislaw Lem


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en tierra firme… Como si hubiera imposibilitado que emergiese del agua….

      —Esa causa pudo haberse dado una única vez, en forma, por ejemplo, de explosión de una supernova muy cercana. Como usted sabe bien, la Zeta de Lira fue una nova hace millones de años. Es posible que la radiación dura exterminara la vida en los continentes, pero los organismos que vivían en el fondo de los océanos hubiesen sobrevivido…

      —Si esto hubiera pasado como usted dice, sería posible detectar las huellas de la radiación hoy en día. Sin embargo, los niveles que muestra el suelo son sorprendentemente bajos para esta zona de la galaxia. Además, en los millones de años que han pasado, la evolución habría avanzado de nuevo, no habría vertebrados, claro está, pero sí formas primitivas en las aguas litorales. ¿Se ha fijado usted en que la costa está totalmente muerta?

      —Me he fijado. ¿Pero de verdad tiene tanta importancia?

      —Es decisivo. La vida, por lo general, aparece primero en las aguas litorales, solo más tarde desciende a las profundidades del océano. Las cosas aquí no pudieron ser de otra manera. Algo la hizo retroceder. Y creo que ese algo sigue impidiendo hoy su acceso a tierra firme.

      —¿Pero por qué?

      —Porque a los peces les dan miedo las sondas. En los planetas que conozco ningún animal temía algo así. Nunca temen algo que no han visto.

      —¿Quiere usted decir que los peces de aquí han visto las sondas antes?

      —No sé lo que han visto. ¿Pero para qué otra cosa podría servirles entonces el sentido magnético si no es para huir de ellas?

      —¡Es una historia delirante! —gruñó Rohan. Miró los desgarrados festones de metal y se reclinó por encima del asidero; los extremos negros de las barras vibraban en medio de la columna de aire que despedía el robot. Ballmin, con unas largas tenazas, seccionaba, uno por uno, los alambres que sobresalían de la boca de un túnel.

      —Le voy a decir una cosa —soltó—. Aquí no ha habido nunca una temperatura muy elevada, ya que en ese caso el metal se habría gleificado. Así que su hipótesis del incendio también queda descartada…

      —Aquí no hay hipótesis que se sostenga —murmuró Rohan—. Además, no acabo de ver la relación que puede haber entre esta demencial maraña y la destrucción de El Cóndor. ¡Esto está absolutamente muerto!

      —No siempre tuvo que ser así.

      —De acuerdo, igual hace siglos, pero sí desde hace unos años. Aquí ya no hacemos nada. Volvamos.

      Dejaron de hablar hasta que la máquina tomó tierra frente a las señales verdes colocadas por la expedición. Rohan ordenó a los técnicos que encendieran las cámaras de televisión y que comunicaran a El Invencible el estado de la cuestón..

      Él se encerró, junto con los científicos, en la cabina del vehículo principal. Tras ventilar el minúsculo compartimento con un chorro de oxígeno, empezaron a comerse unos bocadillos que acompañaron con el café de los termos. Sobre sus cabezas resplandecía un enorme tubo lumínico. A Rohan le resultaba agradable su luz blanca. Había acabado hartándose del día rojizo de aquel planeta. Ballmin escupía porque la arena que se le había metido pérfidamente en la boquilla de la mascarilla le rechinaba entre los dientes cuando comía.

      —Esto me recuerda… —dijo inesperadamente Gralev mientras cerraba el termo. Su cabello negro y espeso brillaba bajo la lámpara fluorescente—. Os lo podría contar. Pero solo a condición de que no os lo toméis demasiado en serio.

      —Que esto te recuerde algo ya es mucho —soltó Rohan con la boca llena—. Venga, dinos qué te recuerda.

      —De forma concreta, nada. Pero una vez oí una historia… bueno, más bien una especie de fábula. Sobre los liranos.

      —No es una fábula. Existieron de verdad. Hay una monografía entera de Acramian sobre ellos —observó Rohan. Detrás de Gralev empezó a centellear una lucecita que indicaba que tenían conexión directa con El Invencible.

      —Sí. Payne creía que algunos lograron salvarse. Pero yo estoy casi seguro de que no. Murieron todos en la explosión de su nova.

      —Eso está a dieciséis años luz de aquí —dijo Gralev—. No conozco ese libro de Acramian, pero oí, no recuerdo dónde, la historia sobre cómo intentaron ponerse a salvo. Parece ser que enviaron naves a todos los planetas de otras estrellas cercanas. Ya conocían bastante bien la astronavegación sublumínica.

      —¿Y?

      —No hay mucho más. Dieciséis años luz no es una distancia muy grande. Igual alguna de sus naves aterrizó aquí.

      —¿Crees que están aquí? Es decir, sus descendientes.

      —No lo sé. Simplemente he asociado las ruinas con ellos. Podían haber construido todo esto…

      —¿Qué aspecto tenían, exactamente? —preguntó Rohan—. ¿Eran homínidos?

      —Acramian cree que sí —contestó Ballmin—. Pero es solo una hipótesis. Hay menos huellas suyas que de los Australopithecus.

      —Qué raro…

      —Para nada. Durante unos quince mil años su planeta estuvo inmerso en la cromosfera de la nova. La temperatura en la superficie superaba los diez mil grados en determinados períodos. Incluso las rocas de fondo de la corteza del planeta sufrieron una metamorfosis total. No quedó ni rastro de los océanos, todo el planeta se abrasó como un hueso en una hoguera. Imaginad unos cien siglos en medio del incendio de una nova.

      —¿Liranos aquí? ¿Pero por qué tendrían que esconderse? ¿Y dónde?

      —¿Y si se hubieran extinguido ya? Además, no me pidáis que os exlique mucho más. He dicho lo que se me ha ocurrido y ya está.

      Se hizo el silencio. En el panel de mandos se encendió una luz de alarma. Rohan se levantó de un salto y se puso los auriculares.

      —Aquí Rohan… ¿Qué? ¿Es usted? Sí, sí. Le escucho. De acuerdo, regresamos inmediatamente. —Rohan giró la cara, blanca como la cera, hacia los otros.

      —El segundo grupo ha encontrado El Cóndor… a trescientos kilómetros de aquí…

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