Cuentos góticos. Mary ShelleyЧитать онлайн книгу.
muchacho, tú has dormido anoche. Mira ese frasco de cristal. El líquido que contiene es de un rosa pálido, en el momento en que su tonalidad cambie, despiértame; hasta ese momento podré cerrar los ojos. Primero se volverá blanco, y luego emitirá destellos dorados, pero no aguardes hasta entonces. Cuando el rosa se desvanezca, levántame.
Apenas oí las últimas palabras, ya que habían sido musitadas casi en sueño. Y aun así no cedió del todo ante la naturaleza.
—Winzy, muchacho —repitió—, no toques el frasco... no te lo lleves a los labios; es un filtro... un filtro para curar el amor; tú no quieres dejar de amar a tu Bertha... ¡cuídate de beberlo!
Y durmió. Su venerable cabeza se hundió en su pecho, y oí débilmente su respiración regular. Durante unos minutos observé el frasco; la tonalidad rosada del líquido permaneció inalterada. Luego, mis pensamientos vagaron: visitaron la fuente y repasaron mil escenas encantadoras que jamás serían renovadas... ¡jamás! Víboras y culebras se cobijaban en mi corazón mientras la palabra “¡jamás!” se formaba a medias en mis labios. ¡Mujer falsa! ¡Falsa y cruel! Nunca más me sonreiría como le sonrió aquella noche a Albert. ¡Mujer despreciable, detestable! No me quedaría sin ser vengado, vería morir a Albert a sus pies, ella moriría también bajo mi venganza. Había sonreído con desdén y triunfo, sabía de mi desgracia y de su poder. Sin embargo, ¿qué poder poseía? El de estimular mi odio, mi absoluto desprecio, mi... ¡oh, todo menos mi indiferencia! Si tan sólo pudiera conseguir eso, mirarla con ojos indiferentes, transfiriendo mi amor rechazado a una mujer más hermosa y más leal, ¡eso sí que sería una victoria!
Un relámpago brillante surgió ante mis ojos. Había olvidado la medicina del adepto; la miré maravillado: relámpagos de admirable belleza, más brillantes que los destellos que emite un diamante cuando se posan los rayos del sol en él, salían de la superficie del líquido, un olor de lo más fragante y grato invadió mi olfato; el frasco parecía un globo de brillo vivo, adorable al ojo y de lo más invitador al paladar. El primer pensamiento que tuve, inspirado por los sentidos menos nobles, fue: “beberé... debo beber”. Alcé el frasco a los labios.
—¡Me curará del amor, de la tortura!
Ya había vaciado la mitad del licor más delicioso que jamás hubiera probado un paladar humano cuando el filósofo se agitó. Me sobresalté y dejé caer el frasco de cristal: el líquido llameó y danzo sobre el suelo mientras yo sentía la mano de Cornelius en mi cuello al tiempo que gritaba:
—¡Desgraciado! ¡Has destruido el trabajo de mi vida!
El filósofo ignoraba que yo hubiera bebido algo de su droga. Creía, con mi asentimiento tácito, que había levantado el frasco por curiosidad y, asustado por su brillo y los destellos de intensa luz que emitía, lo había dejado caer. Nunca le saqué de su engaño. El fuego de la medicina estaba apagado, la fragancia desapareció... y él se calmó, como todo filosofo bajo la prueba más dura, y me mandó a descansar.
No intentaré describir el sueño de gloria y felicidad que bañó mi alma en el paraíso durante las restantes horas de aquella noche memorable. Las palabras serían opacas y huecas para explicar mi gozo o la alegría que dominaba mi pecho cuando desperté. Caminaba en el aire... mis pensamientos moraban en el cielo. La tierra parecía el cielo, y mi herencia en ella era la de un trance de júbilo.
“Esto es estar curado del amor —pensé—. Veré a Bertha hoy y encontrará a su amor frío y distante; demasiado feliz para ser desdeñoso, ¡pero terriblemente indiferente hacia ella!”.
Las horas transcurrieron rápidamente. El filósofo, seguro de que había tenido éxito en una ocasión y creyendo que podría tenerlo de nuevo, comenzó a mezclar la misma medicina una vez más.
Se encerró con sus libros y drogas, y yo disfruté de vacaciones. Me vestí con esmero, me miré en un viejo pero bruñido escudo que me sirvió de espejo. Creí que mi apariencia había mejorado de manera maravillosa. Me apresuré a salir de los límites de la ciudad, con el alma bañada por el júbilo y rodeado por la belleza del cielo y de la tierra. Encamine mis pasos haca el castillo, y ya podía ver sus altas torreras con corazón ligero, pues estaba curado del amor. Mi Bertha me vio lejos mientras subía por la avenida. No supe qué impulso súbito animó su pecho, pero al verme bajó con la agilidad de un fauno por las escaleras de mármol y corrió hacia mí. Sin embargo, otra persona me había observado. La vieja bruja de noble cuna, esa que se llamaba su protectora, y que era su tirana, también me había visto. Cojeó, jadeante, terraza arriba, mientras un paje, tan feo como ella, la ayudaba y la abanicaba mientras avanzaba, y detuvo a mi hermosa niña con las siguientes palabras:
—¿Adónde vas, mi intrépida señora, adonde con tantas prisas? De regreso a tu jaula, ¡los halcones andan sueltos!
Bertha juntó las manos, con los ojos aún clavados en mi silueta cada vez más próxima. Vi el enfrentamiento. Cuánto odié a la vieja bruja que frenaba los amables impulsos del suavizado corazón de mi Bertha. Hasta ahora, el respeto por su posición social me había hecho evitar el castillo de la anciana dama; en esta ocasión desdeñé tales consideraciones triviales. Estaba curado del amor y elevado por encima de todos los temores humanos. Aceleré el paso, y pronto llegué a la terraza. ¡Qué hermosa se veía Bertha! Sus ojos lanzaban llamas, las mejillas le brillaban con impaciencia y furia, estaba mil veces más encantadora y grácil que nunca. Yo ya no la amaba. ¡Oh, no! ¡La adoraba, la idolatraba!
Aquella mañana había sido hostigada con algo más que la vehemencia habitual para que consintiera en un matrimonio inmediato con mi rival. Se le reprochó el aliento que le había mostrado, y se la amenazó con echarla en desgracia y humillación. Ante esa amenaza, su orgulloso espíritu se sublevó; pero cuando recordó el desdén con que me había tratado y cómo, quizá, de esa manera había perdido a la única persona que ahora consideraba su único amigo, lloró con remordimiento y con furia. En ese momento aparecí yo.
—¡Oh, Winzy! —exclamó—. Llévame a la cabaña de tu madre; rápido, deja que abandone los lujos odiados y la perfidia de esta noble morada, llévame a la pobreza y la felicidad.
La abracé con arrebato. La vieja dama estaba muda de ira, y comenzó a soltar imprecaciones cuando nos encontramos ya de camino hacia mi casa natal. Mi madre recibió a la hermosa fugitiva, que había escapado de una jaula de oro en busca de la naturaleza y la libertad, con ternura y júbilo; mi padre, que la amaba, le dio una calurosa bienvenida. Fue un día de gozo que no necesito la adición de la poción celestial del alquimista para sumirme en el deleite.
Poco después de aquel memorable día, me convertí en el marido de Bertha. Dejé de ser el alumno de Cornelius, pero seguí siendo su amigo. Siempre sentí gratitud hacia él por haberme conseguido, aunque involuntariamente, esa espléndida pócima de un elixir divino, que, en vez de curarme del amor (¡triste cura!, solitario e infeliz remedio para males que parecen bendiciones al recuerdo), me había inspirado valor y decisión, haciéndome ganar un inestimable tesoro en la persona de mi Bertha.
A menudo recordaba maravillado ese periodo embriagador casi de trance. La bebida de Cornelius no había cumplido la misión para la que él afirmaba que había sido preparada, pero sus efectos eran más potentes y felices de lo que pueden expresar las palabras. Poco a poco habían pasado, aunque aún permanecían, y coloreaban la vida con tonalidades de esplendor. A menudo Bertha se preguntaba por mi ligereza de corazón y mi inusual júbilo, ya que antes yo había sido más bien de disposición seria, incluso triste. Me amaba más por mi temperamento vivaz, y nuestros días estuvieron en alas de la alegría.
Cinco años después fui llamado repentinamente al lecho del moribundo Cornelius. Me había mandado buscar, solicitando mi presencia inmediata. Le encontré tumbado en su camastro, debilitado hasta la muerte. La vida que aún le quedaba animaba sus penetrantes ojos, que estaban clavados en un frasco de cristal, lleno con un líquido rosado.
—¡Mira —dijo, con voz rota y remota— la vanidad de los