El pueblo judío en la historia. Juan Pedro Cavero CollЧитать онлайн книгу.
a.C., los esfuerzos resultaron inútiles.
Además, el primer Tolomeo ensanchó sus dominios conquistando Cirene (en la actual Libia) y diversos puertos marítimos mediterráneos, principalmente de Asia Menor. El dominio tolomeo de la ruta hacia Arabia y la implantación de asentamientos urbanos a lo largo de ella impulsaron la actividad comercial, que redundó en el crecimiento económico del reino. De este dinámico intercambio de productos se beneficiaron también los judíos, extendidos ya por distintas ciudades del camino.
Durante los siglos III, II y I a.C. creció considerablemente la comunidad judía de Egipto. Si bien Alejandría concentró la mayoría de esa población, había colonias judías por todo el país, en aldeas donde se acostumbraba a distinguir griegos y judíos. Muchos se dedicaban a la agricultura y otros a la recaudación de impuestos. Se levantaron sinagogas e incluso durante un tiempo (160 a.C.-73 d.C.), cerca de Leontópolis, se mantuvo una réplica en pequeña escala del templo de Jerusalén. Aunque nunca se convirtió en referencia para los judíos piadosos, demuestra al menos la importancia de la colonia judía en Egipto. Por lo demás, en ocasiones surgieron discrepancias con la comunidad griega ―por ejemplo durante la guerra civil, cuando los judíos apoyaron a Cleopatra III y los griegos a su hijo Tolomeo Latiros―, pero las diferencias se resolvieron de manera pacífica. Y es que como afirmaron los especialistas en historia helenística William Tarn y Guy Griffith «la tensión, inicialmente política, sólo se demostraba en palabras: el antisemitismo acompañado de la violencia fue desconocido en Egipto antes del Imperio romano ».
Con los Tolomeos, Judea dependió administrativamente de Celesiria, que distinguía ciudades helenísticas, colonias militares y la campaña, formada por distritos que agrupaban pueblos. Excepción a esta clasificación, Jerusalén fue considerada ciudad-templo y se rigió por un estatuto especial. En virtud de este, la gobernaba un Consejo de Ancianos presidido por el Sumo Sacerdote, cargo hereditario, representante del rey extranjero y a la vez máxima autoridad religiosa. A los Tolomeos, como a tantos otros dirigentes helenísticos, no importó demasiado la religión de sus gobernados siempre que no ocasionara problemas.
Otros judíos vivían dispersos por el Imperio seléucida: existían comunidades en Mesopotamia (Iraq), Persia (Irán) y, cada vez más, en las colonias seléucidas de Asia Menor (actual Turquía). El gobierno de esta diáspora pudo acogerse al estatuto otorgado por los reyes persas, que permitía un amplio margen de libertad. La legislación respetaba el monoteísmo, lo más valorado por la comunidad judía. Además, por lo general, su situación económica era buena, especialmente la de los pequeños grupos dedicados al comercio.
El encuentro con la próspera civilización griega benefició a muchos judíos, pero planteó la conveniencia o no del proceso de asimilación cultural. Como ha ocurrido con otros pueblos, es cuestión recurrente en la historia judía y sigue ocasionando múltiples debates: unas veces para valorar sus beneficios y fomentar el proceso; otras, para considerar sus peligros y frenarlo. Es probable que lo mejor sea enriquecerse con las aportaciones ajenas, sin renunciar a la propia idiosincrasia cultural. Porque la asimilación, la absorción e incluso la eliminación de lo específico de una cultura «menor» por otra «mayor» ―entendiendo ambas expresiones en sentido cuantitativo― ¿produce siempre un resultado positivo?
Es normal que las culturas ajenas posean valores, actitudes y experiencias que convenga asimilar porque son buenos o porque mejoran las condiciones de vida. Pero también puede acontecer que una cultura «mayor» que otra sea, respecto de esta, «más débil». Cuando así ocurre conviene a la cultura «menor» conservar los valores «fundamentales» que, por «fundamentar» la vida de sus miembros, no deben perderse en la vorágine de la asimilación. Esta es la cuestión de fondo que subyace en el encuentro de la civilización griega con el pueblo judío.
Allá donde llegan los griegos sorprenden y atraen con la variedad y profundidad de su pensamiento filosófico, con la racionalidad que reflejan sus instituciones políticas, con el aumento de intercambios comerciales y la riqueza que le acompaña y con la belleza de sus expresiones artísticas. Y a esta cultura cada vez «mayor», ¿cómo respondió el pueblo judío, en parte disperso y en parte concentrado, pero empeñado en mantener la alianza con Yahvé y los valores que implicaba? ¿Podían los judíos asimilar los avances y rechazar lo que, desde el punto de vista religioso, consideraban claros retrocesos?
De la parte griega parece que, a pesar de ser criticada por encender la llama del odio a los judíos, se dieron facilidades para que cualquiera pudiera escoger o rechazar de su civilización lo que estimara conveniente. De la parte judía la secuencia histórica revela que el encuentro con el mundo helenístico tuvo una significativa repercusión cultural de duración multisecular, porque la civilización de Roma, heredera de la griega, prolongó el proceso. Al fin y al cabo, en opinión del historiador ruso Vasili Struve, el helenismo sirvió de «puente entre la Grecia clásica y el mundo romano del Imperio».
Por su parte, el británico Paul Johnson ofrece una peculiar versión del contacto entre griegos y judíos:
«En cierto sentido, la relación entre griegos y judíos en la Antigüedad se pareció a las relaciones entre los judíos y los alemanes durante el siglo XIX y principios del XX, aunque la comparación no debe exorbitarse. Griegos y judíos tenían muchos puntos en común ―por ejemplo, sus concepciones universalistas, el racionalismo y el empirismo, la conciencia del ordenamiento divino del cosmos, su sentido ético, el absorbente interés en el hombre mismo―, pero finalmente las diferencias, exacerbadas por los malentendidos, llegaron a ser más importantes.
«Tantos los judíos como los griegos afirmaban creer y pensaban que creían en la libertad, pero mientras para los griegos la libertad era un fin en sí mismo, alcanzado en la comunidad libre y autónoma que elegía sus propias leyes y sus dioses, para los judíos no era más que un medio, que impedía las interferencias en las obligaciones religiosas establecidas por mandato divino y que no podían ser modificadas por el hombre. Los judíos habrían podido reconciliarse con la cultura griega únicamente si se hubieran adueñado de ella; como en definitiva hicieron, en la forma del cristianismo. Por lo tanto, es importante comprender que la aparente rebelión judía contra Roma en el fondo era un choque entre las culturas judía y la griega.»
Las relaciones interurbanas crecieron durante los tolomeos. En ciudades cosmopolitas como Alejandría y Roma, empapadas de helenismo, los judíos mejor situados pronto se sintieron atraídos por las costumbres que llegaban de Grecia. A algunos se les concedió la ciudadanía griega y pronto se extendió el uso de nombres propios griegos. Pero la fascinación por lo helénico tuvo fuera de Judea manifestaciones culturales más significativas: afectó a la lengua, sustituyéndose progresivamente el uso del hebreo y del arameo por el griego, e influyó también en la filosofía e incluso en las prácticas religiosas sincréticas de algunos judíos, a pesar de la gran distancia que separaba helenismo y judaísmo.
Habría que calificar el proceso de verdadero intercambio, porque la diáspora helenizada difundió ideas judías. El mejor ejemplo es la traducción al griego de los textos bíblicos originales. Conocida como Septuaginta o Versión de los Setenta, según documentos de la época la traducción se hizo por petición del rey Tolomeo II (283-246 a.C.) al sumo sacerdote Eleazar, quien envió a Alejandría sabios capaces de realizar tan compleja tarea. La obra resultante, desigual, alterna textos literales y otros adaptados, y refleja una diversidad de estilos que es consecuencia del elevado número de personas que intervinieron en la traducción. Con todo la Versión de los Setenta tuvo gran utilidad, al convertirse en el libro empleado por las comunidades judías de la diáspora, que habían abandonado el hebreo como lengua ordinaria de comunicación. Más tarde, las primeras traducciones bíblicas de los cristianos se basaron en esa versión. Visto con perspectiva histórica, es indudable que los seguidores de Jesús reforzaron la aportación cultural judía a la herencia de la civilización griega.
A diferencia de lo que ocurría en la diáspora, Judea no vivió la helenización profunda que afectó a otras zonas y preservó con mayor pureza sus costumbres tradicionales. A ello contribuyeron tanto la lejanía de los principales núcleos de población griega como la concentración de judíos en esa zona. Pero quizá el factor decisivo fue, una vez más, la continuidad de las costumbres familiares. Aún así no faltaron