La República de la reputación. Pau SolanillaЧитать онлайн книгу.
convertido en las auténticas vertebradoras de la información que consumimos. Saben más sobre nosotros que nosotros mismos, y sus métodos consisten básicamente en ofrecernos información que nos va a gustar, generando así lo que se conoce como una «cámara de eco», un fenómeno que consiste en ofrecernos información que refuerza nuestras creencias. Muchos expertos ya han dado la voz de alarma sobre cómo los algoritmos condicionan la vida de las personas y moldean nuestras sociedades. Estos algoritmos, secretos y discriminatorios, se basan en el principio de preferencia de contenidos a tu gusto y nos están formateando como individuos y como sociedad, y no siempre con resultados positivos. Son ya muchos los casos estudiados de algoritmos que generan burbujas ideológicas radicales o poco democráticas, nuevos monstruos para la convivencia.
El negocio de los datos y su comercialización es un gran negocio. Los gigantes tecnológicos —las llamadas big tech— libran una gran batalla soterrada por su control. A finales de 2018, Apple, a través de su presidente y consejero delegado Tim Cook, instaba al Gobierno de los Estados Unidos a regular Facebook, Alphabet —la dueña de Google— y todas aquellas empresas que venden datos de los usuarios a terceros en internet4. La advertencia de Cook no es baladí, el escándalo de Cambridge Analytica denunciado por los diarios The Guardian y The New York Times desveló que se habían usado los datos de un test colgado en Facebook para que la campaña de Donald Trump pudiera identificar potenciales votantes y poner publicidad en sus páginas personales de esta red social. Como consecuencia de ello, la reputación de Facebook y de su creador Mark Zuckerberg quedó seriamente comprometida.
El uso fraudulento o éticamente cuestionable de nuestros datos es un tema recurrente que no solo afecta a Facebook. Cambridge Analytica tuvo que cerrar a consecuencia del escándalo, y la propia Facebook, que había mirado hacia otro lado ante la evidente «cosecha» de datos de sus usuarios, ha tenido que desplegar una intensa campaña de diplomacia corporativa y mediática para intentar reparar su capital reputacional. Pero la realidad es que muchas plataformas y páginas web se dedican al lucroso negocio de la comercialización de los datos personales. Evgeny Morozov, uno de los enfants terribles de internet y principal ariete contra la nueva tecnoutopía que defienden algunos, describió a su paso por España la realidad a la que nos enfrentamos ante las prácticas de gigantes como Google, Twitter o Facebook5: «No viven de la publicidad, como muchos creen. Absorben datos, crean productos y los venden sin que veamos un euro. Es un modelo parasitario».
Morozov no se cansa de explicar a quien quiere escucharlo la falacia de que tenemos acceso a información y contenidos gratis porque hay anuncios. En realidad, el modelo de negocio es más complejo y lucrativo. Las grandes empresas tecnológicas absorben constantemente nuestros datos y ese gran volumen de información permite a otras empresas o incluso a instituciones y organismos públicos construir productos comercializables sin nuestro conocimiento, y por supuesto sin rédito económico alguno. La práctica totalidad de las infraestructuras económicas y sociales depende ya de los servicios de las empresas tecnológicas, y es evidente que no han sido diseñadas para ser seguras. El problema fundamental no radica en que quieran ganar dinero, cosa que hacen sin nuestro consentimiento expreso, sino sobre todo en que no están sometidas a ningún control democrático o ético. La consecuencia de ello es que nos hace cada día más vulnerables como individuos y como sociedad. Cuanto más hiperconectados, más vulnerables somos.
La guerra por los datos va mucho más allá del sector tecnológico. El sector bancario europeo ha visto cómo la directiva europea de servicios de pago (PSD2), que entró en vigor el pasado enero de 2018, obligará a todos los bancos a entregar datos de clientes a terceros y competidores de otros sectores que hayan obtenido un consentimiento expreso para ello. Esta medida pretende incrementar la competencia en el sector financiero y tiene en pie de guerra a los bancos, que alertan sobre una «asimetría regulatoria» que situaría en una posición competitiva de desventaja a las entidades frente a compañías tecnológicas y de telecomunicaciones. Los bancos exigen revisar el marco regulatorio sobre protección de datos y equilibrar la situación para que las grandes tecnológicas como Google, Amazon o Facebook, así como los operadores de telecomunicaciones, abran también sus datos a terceros que hayan obtenido un consentimiento por parte de los usuarios. El uso de los datos es un enorme pastel del que todos quieren comer. La cuestión radica en cómo protegernos de las malas prácticas de los gigantes tecnológicos.
Reputación, la gran arma ciudadana
La respuesta a esta situación no puede venir solo de la regulación o de los gobiernos e instituciones. A pesar de los esfuerzos de las instituciones europeas por poner coto a estas prácticas fraudulentas, como el nuevo Reglamento General de Protección de Datos (RGPD) o el ePrivacy, que regula el tratamiento que realizan personas, empresas u organizaciones de los datos personales, la respuesta más efectiva solo puede ser social. Las grandes empresas tecnológicas, o aquellas que gestionan ingentes cantidades de datos personales, dedican enormes cantidades de dinero a actividades de lobby para frenar o mitigar los efectos de las nuevas reglas para frenar las cookies y controlar el spam. A modo de ejemplo, Google, filial de Alphabet, fue la compañía tecnológica que más gastó el pasado año en hacer lobby en los Estados Unidos, dieciocho millones de dólares según informes federales. Amazon gastó casi trece millones de dólares en el mismo periodo y Apple, siete millones de dólares. Todo ello convierte a las empresas tecnológicas en una verdadera máquina de presión ante reguladores y gobiernos para favorecer sus intereses.
La batalla de los ciudadanos frente al lobby tecnológico o de otros sectores económicos igualmente poderosos como el financiero es limitada y desigual. Sin embargo, tienen un flanco enormemente vulnerable, su reputación. El valor de una compañía descansa principalmente en sus activos intangibles, por lo que la imagen de marca y, sobre todo, la reputación son su verdadero talón de Aquiles. La confianza es uno de los atributos esenciales para la competitividad y la sostenibilidad de las empresas, que, sumada a la creciente demanda de transparencia, está poniendo en cuestión el modelo de negocio y algunas de las prácticas de las plataformas tecnológicas e impactando de lleno en la valoración bursátil de las compañías.
El sector financiero es una de las industrias que han comprendido que tienen que preocuparse —y ocuparse— de la reputación para hacer sostenible su negocio. Los bancos, otrora incontestables y todopoderosos, son cuestionados por los ciudadanos, además de verse amenazados por nuevos competidores más ágiles e innovadores. Por otra parte, las grandes tecnológicas como Facebook sobrevivieron al huracán de la fuga de datos de Cambridge Analytica, pero pocos meses después vieron cómo las reiteradas denuncias y el impacto sobre sus políticas de privacidad, aderezado por unos resultados modestos, pasaron una importante factura a la quinta compañía más grande del planeta. En julio de 2018, las acciones de la red social se desplomaron un 19% en el índice Nasdaq, la mayor pérdida de valor en un día para una compañía americana que cotiza en Wall Street. El propio fundador, Mark Zuckerberg, perdía quince mil millones de dólares en una sola jornada. Empresas como Facebook o Google se multiplican hoy en acciones para blanquear su imagen y proteger el bien más preciado, la reputación, y es ahí donde los ciudadanos tenemos una buena dosis de influencia y, por lo tanto, de poder.
La economía de la reputación ha venido para quedarse. Ya no basta con construir un modelo de negocio rentable, innovador y escalable para convertirse en un unicornio. Las empresas y las instituciones tienen que aprender a gestionar el capital reputacional para ganar y mantener la licencia social para operar y garantizar su sostenibilidad. Sus prácticas no solo tienen que ajustarse a la legalidad, sino que deben ajustarse a los valores sociales emergentes.
En conclusión, los ciudadanos y los consumidores reclamamos una nueva forma de operar y de relacionarnos con las empresas y las marcas. Exigimos prácticas éticas y el respeto de nuestros datos personales. Nuestra valoración sobre la percepción de la reputación de las empresas, instituciones y organizaciones nos otorga un nuevo e importante poder de influencia para reconfigurar el mundo en el que vivimos. El capital reputacional es hoy un factor crítico para cualquier personalidad, ya sea político, empresario o celebrity, y es nuestra gran oportunidad para influir y exigir. En esta nueva República de la reputación global, hiperconectada y emocional, será imprescindible aprender a interpretar la nueva cartografía física y social de este nuevo mundo sin banderas ni fronteras que cuenta con un