Del colapso tonal al arte sonoro. Javier María López RodríguezЧитать онлайн книгу.
tradición clásica, o incluso en la más que rebatible nomenclatura de música culta, sin perder de vista que la singladura podrá ser errática, recalando en más de una ocasión en puertos aparentemente ajenos a esta tradición.
Asimismo, tampoco queremos perder de vista la revisión actual de ciertos presupuestos epistemológicos, en especial, aquellos que intentan superar las visiones posestructuralistas o posmodernas que desde los años setenta han condicionado el estudio de los objetos por sospechar que todo estudio sobre estos dependía más de su relación con el observador que de la existencia de los objetos en sí. Javier Campos Calvo-Sotelo aboga por que «el eje del discurso científico musical debería siempre girar preferentemente en torno a la materia primera de estudio, no acerca de su intrasignificado y nivel de percepción, por más que estos factores interesen asimismo para la comprensión global del fenómeno». Así pues, consideremos que el objeto, en este caso el fenómeno musical, existe independientemente de que la mirada sobre este pueda sufrir modulaciones en uno u otro sentido. Por ejemplo, no se podría poner en tela de juicio la existencia del tango, cualesquiera que hayan sido sus vicisitudes a lo largo del siglo, sólo por su mayor o menor relevancia según los contextos geográficos o temporales, tal y como señala el estudioso Ramón Pelinski. De la misma manera, la llamada música clásica contemporánea, más allá de haber pasado por ser referente de parte de la clase burguesa, por arte sustentado privada o públicamente, o por un fenómeno en crisis por parecer insostenible dentro de los parámetros de producción finiseculares, ha existido y existe como tradición; tradición bajo la cual se cobijan desde la revocación desarraigada que de lo romántico hizo Gustav Mahler en su música hasta la exploración de un nuevo territorio que para un compositor como Giorgio Netti supone el estudio instrumental; tradición multidimensional en desintegración y reconstrucción, como el cosmos del pensador Morin con el que comenzábamos esta sección.
Por eso, esta introducción es solamente preventiva: nos asomamos a la historia de la música de la modernidad y pedimos disculpas, porque con toda probabilidad vayamos a caer en aquello que el ya citado Taruskin recrimina al discurso excesivamente hegeliano, esto es, el detenerse sólo en los logros estéticos o estilísticos. Tiene una explicación. El profesor Leon Botstein señala que la normativización del repertorio musical occidental de los siglos XVIII y XIX ha dejado el legado a las siguientes generaciones en forma de un constante acercamiento, redefinición o conocimiento de este. De una manera análoga se puede interpretar la aparición de los grandes museos y pinacotecas, donde las grandes obras del pasado se conservan e interpretan constantemente. La ruptura histórica que supusieron las vanguardias del siglo XX obligó de alguna manera a asumir nuevos presupuestos, consiguiendo ser introducidos dentro de los conocidos como museos de arte moderno o contemporáneo. Paralelamente, la música contemporánea no ha encontrado un sitio canónico para su fractura cultural: un compositor como Arnold Schoenberg todavía se programa e interpreta en ciclos de música moderna junto a creaciones más recientes. Es por ello que, tal vez, deseemos que la producción musical contemporánea llegue a descubrir su propio museo de la modernidad acorde con su posición fundamental en la historia de la cultura. En suma, encontrar su lugar en nosotros mismos, sujetos también multidimensionales en desintegración y reorganización constante.
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Inicio, inicios o, quizá, ninguno
La música nació libre y su destino es conquistar la libertad.
Ferruccio Busoni
La música se destiñe
Si bemol-La bemol-Mi bemol-Sol bemol-Do-Mi bemol. Aunque un lector avezado quizá pudiese identificar qué es lo que se esconde detrás de este grupo de notas, muy probablemente a la mayoría no le dirá nada en concreto. Sin embargo, este conjunto de sonidos tocados como acorde, esto es, simultáneamente, puede ayudar a comprender cómo suceden en muchas ocasiones los acontecimientos dentro de la música contemporánea, y cómo, a su vez, son valorados tanto desde la perspectiva sincrónica como con la perspectiva del tiempo. Vayamos por partes.
El acorde en cuestión es el que aparece en el compás número cuarenta y dos de la obra La noche transfigurada (Verklärte Nacht), escrita para sexteto de cuerda, que un joven Arnold Schoenberg (1871-1951) presentaba en 1899 al Tonkünstlerverein, sociedad musical que articulaba parte de la vida concertística en la Viena de las postrimerías del siglo XIX. Si su anterior Cuarteto en re mayor había tenido una favorable acogida, esta vez el jurado observó a disgusto lo que para este era un error de técnica compositiva. La sentencia de uno de los miembros resulta reveladora: «Es como si se hubiese cogido la partitura del Tristán aún húmeda y se hubiese desteñido». Con el término «Tristán», hacía alusión evidentemente a la ópera de Richard Wagner Tristán e Isolda, cuyos pasajes, especialmente los acordes iniciales, dieron lugar a una extensa literatura interpretativa. Años después, en 1911, Schoenberg aborda el tema en su Tratado de armonía, en el capítulo dedicado a los acordes de novena:
En mi sexteto de cuerda Verklärte Nacht escribí, sin saberlo desde un punto de vista teórico, y dejándome guiar solo por mi oído, la inversión de un acorde de novena. Se trata desgraciadamente de una inversión de lo más inaceptable por los teóricos, ya que la novena se encuentra en el bajo […]. Yo comprendo hoy la indignación, incomprensible para mí en ese momento, de cierta sociedad de conciertos que rechazó tocar mi sexteto por causa de este acorde. Naturalmente: la inversión del acorde de novena no existe, pero una vez creado, no se puede creer que no exista.
Parece así que la colocación de una nota fuera de su lugar normativo fue asumida años más tarde por el propio autor como un momento importante en cuanto a la transgresión del estilo musical.
La obra fue estrenada en 1901. Años después, el propio compositor aludiría a este momento como un auténtico punto de inflexión, donde la reacción del público se dividía entre aplausos y silbidos. Curiosamente, Schoenberg no se encontraba en el lugar. Al mismo tiempo, la prensa vienesa, tan afecta a la crítica de conciertos, apenas hizo mención del estreno. ¿Era el descontento del Tonkünstlerverein y de un sector del mundo musical vienés producto únicamente del «acorde erróneo»?
Los ideales estéticos de esta sociedad vienesa de conciertos se apoyaban en la tradición musical no programática, esto es, en la corriente musical del siglo XIX que abogaba por una creación musical pura y sin alusiones externas, en línea con autores como Johannes Brahms, polo opuesto a compositores como Franz Liszt o Richard Wagner. Schoenberg presentaba su obra en la pura tradición camerística de los sextetos de Brahms, pero, para perturbación de la sociedad, lo hacía aludiendo al poema homónimo y de alto contenido erótico del escritor alemán Richard Dehmel. En este contexto, se entiende que en el día de su estreno suscitase gran extrañeza la ausencia de un programa escrito con los versos y una explicación de las correspondencias entre música y texto, algo que por otra parte era habitual en los conciertos de música concebida programáticamente.
Esta manera de sintetizar dos tradiciones pudo desconcertar a muchos de los coetáneos de Schoenberg, pero además nos pone en guardia en relación a las transformaciones tanto estilísticas como de lenguaje que en la creación musical se estaban operando en un periodo aproximadamente comprendido entre 1890 y 1914. La música probablemente «se desteñía», como señalaba el miembro del jurado del Tonkünstlerverein, pero, de ser así, se hacía no tanto por una desintegración de sus elementos constitutivos como por una intensificación de los procedimientos heredados, tanto en lo que atañía a medios expresivos como a los puramente sonoros y temporales. Compositores posteriores a Wagner, Bruckner, Verdi, Franck o Brahms, entre otros, bien podrían haberse planteado que aquella era la única manera de superar, o al menos llevar hacia otro estadio, los logros de sus predecesores.
Uno de ellos fue Gustav Mahler (1860-1911), figura central en la Viena del cambio de siglo, afamado director orquestal y las más de las veces incomprendido compositor. Su actividad se centró principalmente en dos géneros: la sinfonía y la canción con acompañamiento orquestal. Desde el punto de vista de los procesos de intensificación, Mahler culmina de alguna forma la unión