La Guerra de la Independencia (1808-1814). Enrique Martinez RuízЧитать онлайн книгу.
de enfrentarse a unos ejércitos que ya están en la Península Ibérica repartidos por varios puntos de su geografía. No deja de ser sorprendente, pues, que de una situación de alianza y amistad, que explica la presencia de ejércitos franceses en España, se pase a un enfrentamiento bélico.
En los inicios de la Guerra de la Independencia, nuestro ejército tenía en la cúspide un generalísimo, cinco capitanes generales, 87 tenientes generales, 127 mariscales de campo y 212 brigadieres; todos ellos componían un Estado Mayor General excesivo para los 198 batallones que componían el Ejército, número que también era excesivo, lo que explica que hayamos calificado tal situación de “macrocefalia”, circunstancia que también se refleja en la proporción existente entre la oficialidad y las clases de tropa5.
Por aquellas mismas fechas, la organización militar territorial se articulaba en Capitanías Generales y Comandancias Generales. Las primeras eran once: Galicia, Castilla la Vieja, Navarra, Cataluña, Mallorca, Valencia, Murcia, Aragón, Castilla la Nueva, Andalucía y el Reino y Costa de Granada; las Comandancias Generales eran de la Costa de Asturias y Santander, Vizcaya, Guipúzcoa, Menorca, Campo de Gibraltar, Ceuta y Canarias. El cargo de capitán general lo cubrían habitualmente tenientes generales. Los comandantes generales solían ser mariscales de campo o brigadieres. Los capitanes generales gozaban de facultades amplísimas en el territorio de su capitanía –no olvidemos que eran los sustitutos de los virreyes, de los que sólo el de Navarra mantenía tal dignidad–: poseían atribuciones militares, civiles, gubernativas y judiciales –tanto en relación con el fuero militar como con la jurisdicción civil–. Salvo los Comandantes Generales de Canarias y del Campo de Gibraltar, que gozaban de total autonomía, los demás mantenían un cierta dependencia del capitán general del territorio donde estaba situada su comandancia, es decir los de Melilla, Peñón de Vélez de la Gomera y Alhucemas del capitán de la Costa y Reino de Granada, el de Ceuta del de Andalucía, los de Vizcaya y Guipúzcoa del de Navarra, el de Asturias y Santander del de Castilla la Vieja y el de Menorca del de Baleares.
Por otra parte, cuando se formaba un ejército de operaciones, el designado para encabezarlo adquiría todas las atribuciones y competencias de un capitán general, pero estaba subordinado al del territorio donde se formaba la fuerza, a quien debía tener al corriente de cuanto hacía, salvo de lo que el rey le hubiera ordenado como confidencial. Tales situaciones eran potencialmente conflictivas, de manera que frecuentemente se nombraba al capitán general del territorio como capitán general del Ejército que se formara en su jurisdicción.
Pues bien, de todo este entramado jerárquico y territorial, la nota más sorprendente por entonces era la existencia de un generalísimo, cargo que ocupaba Godoy a raíz de la guerra con Portugal en medio de una aquiescencia bastante generalizada entre los miembros de la milicia, una designación que no sólo iba a añadir honores al todopoderoso ministro, sino que también significaría un intento de mejorar el ramo, pues se le encomendaba:
— Establecer las bases para que la nobleza que se incorporara a la milicia recibiera la formación adecuada.
— Adaptar los efectivos del Ejército a las posibilidades económicas y demográficas de la Monarquía.
— Comprobar y adecuar el estado de las plazas militares y lugares estratégicos.
— Fijar un patrón común para los distintos cuerpos, disciplinarlos por igual e instruirlos en una misma táctica.
Tales facultades fueron miradas con cierto recelo y reticencia por la cúpula militar, de forma que Godoy logró que el soberano definiera sus atribuciones clara y taxativamente (y eran tan amplias, que lo colocaban inmediatamente por debajo de él, en un escalón superior al mismo Gobierno), imponiéndole a cualquier militar la más completa subordinación al nuevo generalísimo. Y por si ello no bastaba, el 9 de abril de 1802, una Real Orden determinaba que Godoy tomara el mando de todas las tropas y plazas donde estuviera, como jefe supremo del Ejército que era. Una ascensión ratificada aún más cuando recibe los nombramientos de “generalísimo de la Mar, o sea almirante general de España e Indias” (lo que en la práctica, además, significaba seguir en precedencia a los Infantes) y Decano del Consejo de Estado.
Godoy no va a perder el tiempo y en marzo de 1802 tiene elaborados los Reglamentos Constitucionales para una nueva organización, división y gobierno del Ejército, aprobados por S.M. a propuesta del generalísimo de todas sus Armas y unas bases por las que discurriría la reforma de la Armada, aunque ésta no empezaría a ser una realidad hasta febrero de 1807. Los referidos reglamentos equivalían, de hecho, a una nueva Constitución militar, que vendría a sustituir a la de 1766.
Las tropas de la Casa Real, que eran las unidades de élite de nuestro Ejército, estaban compuestas por el cuerpo de Guardias de Corps (formado por cuatro compañías de caballería, mandadas cada una de ellas por un teniente general y donde servían además otros cuatro jefes de ese mismo rango; los puestos de subalternos los desempeñaban mariscales de campo y brigadieres y todos sus componentes tenían la categoría de oficiales), la compañía de alabarderos (que cubría el servicio en el interior del palacio, bajo el mando también de un teniente general), un regimiento de infantería española y otro de infantería valona (ambos con tres batallones cada uno, como los regimientos de línea, con mandos del mismo rango que los ya señalados) y una brigada de caballería de carabineros (formada por cuatro escuadrones de línea y los dos que constituían la guardia del generalísimo).
De las novedades registradas, las relativas a la infantería pueden resumirse así:
“En definitiva, los 87 regimientos de 1780 suben a 104 –35 de línea, 10 extranjeros, 12 ligeros, cuatro divisiones de granaderos de milicias y 43 regimientos provinciales– y este aumento resulta aún más acusado si de contemplar la cifra de cuerpos pasamos a fijar nuestra atención en la de batallones. Efectivamente, los regimientos de 1780 eran todos de dos batallones en tanto que a partir de 1791 tendrían tres, salvos los ligeros y provinciales, que sólo eran de uno, y los suizos que únicamente disponían de dos, aunque compuestos de seis compañías en vez de cuatro, que era el volumen de los batallones normales. De esta manera los 130 batallones de 1780 suben a 192 a principios del siglo xix, un importante incremento que no era indicativo de un proporcional aumento de potencia real. Independientemente de esta numerosa infantería…, existían las milicias urbanas que coadyuvaban a la defensa de sus localidades y a cuidar del orden público. Estas eran en 1780, 126 compañías peninsulares, tres que cuidaban del orden en los Presidios Menores –Melilla, Peñón y Alhucemas–, una fija en el Campo de Gibraltar y dos de caballería (una de lanzas en Ceuta y otra de moros Almogataces en Orán), en total 134 compañías, que aumentaron a 136 al constituirse dos de escopeteros de Andalucía, establecidas respectivamente en Sevilla y Granada y se redujeron a 131 al disolverse cinco de los nueve que había en Cartagena. La de moros Almogataces de Orán pasó a Ceuta”6.
Los cambios en la caballería fueron de menor entidad, pero también los hubo:
“En 1780 existían catorce regimientos de caballería de línea y ocho de dragones, todos ellos a cuatro escuadrones. Cuando alboreaba el siglo xix los regimientos de línea habían disminuido a doce, los de dragones seguían siendo ocho y nacían dos de cazadores –Olivenza y Voluntarios de España, que sustituían a los desaparecidos de línea Costa de Granada y Voluntarios– y dos de Húsares –María Luisa y Españoles–, creados en 1793 y 1795. La diferencia esencial es que mientras antes los regimientos estaban constituidos por cuatro escuadrones después eran todos de cinco con lo que el número de estos subía de 88 a 120”.
A estas fuerzas de infantería y caballería hay que sumar 41 compañías de inválidos que servían en plazas y fortalezas y los llamados Tercios Españoles de Texas –uno de cada arma–, constituidos en 1804 para ser enviados al territorio que les daba su nombre, pero que en 1808 aún permanecían en la Península.
Lo más destacable de la labor de Godoy como generalísimo se polariza especialmente en la reforma de la artillería y de los ingenieros. La reforma de aquélla se realiza en 1803; antes, el arma –con 272 oficiales en todas sus categorías– estaba compuesta por la compañía de cadetes del Colegio Militar de Segovia, la Academia de Matemáticas, también en Segovia y un regimiento de