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Vivir en guerra. Javier TusellЧитать онлайн книгу.

Vivir en guerra - Javier Tusell


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las previsiones de los conspiradores y el juicio habitual acerca de las autoridades militares. El general Cabanellas, máximo responsable del Ejército en Aragón, había sido diputado radical y era miembro de la masonería, pero se sublevó arrastrando a la totalidad de las guarniciones aragonesas. El caso de Valencia fue un tanto peregrino pero también descriptivo de las dificultades para tomar una decisión. Durante dos semanas los cuarteles comprometidos mantuvieron una especie de neutralidad en equilibrio precario, a pesar de que el número de los comprometidos en la sublevación era elevado. El decantamiento final se produjo en un momento en que la República y el gobierno del Frente Popular parecían haber obtenido una situación ventajosa. En la importante base naval de Cartagena fueron los cambios de mandos militares los que explican el fracaso de una sublevación que aquí parecía contar con apoyos importantes. En Extremadura la decisión a favor de la sublevación, en Cáceres, o en contra de ella, Badajoz, dependió de las fuerzas de orden público.

      En suma, durante unos cuantos días de julio, sobre la superficie de España quedó dibujado un mapa de la sublevación en que las iniciales discontinuidades pronto empezaron a homogeneizarse. Los ejemplos de este fenómeno que pueden ser citados son abundantes: Alcalá de Henares y Albacete, por ejemplo, originariamente sublevados, fueron rápidamente sometidos, mientras que el regimiento de transmisiones de El Pardo, también sublevado, se trasladó a la zona contraria. La geografía de la rebelión así resultante tenía bastante semejanza con la de los resultados electorales de febrero de 1936, prueba de la influencia del ambiente político de cada zona sobre la definición ante la insurrección. Había, por supuesto, excepciones, como la de Santander, demasiado próxima al País Vasco y Asturias como para decantarse en sentido derechista, o la de las capitales andaluzas, controladas por sus respectivas guarniciones.

      Entre estas dos Españas existía todavía el l9 de julio una última posibilidad de convivencia. Esa fecha supuso, en efecto, la definitiva desaparición de la posibilidad de una transacción. De Azaña partió, en definitiva, la iniciativa más consistente –pero tardía– para evitar el enfrentamiento. Quizá pensaba que el Frente Popular era una fórmula que los acontecimientos en el verano de 1936 habían convertido ya en poco viable. Los acontecimientos acabaron demostrando que ya era demasiado tarde para hacerlo, pero Azaña, cuyas culpas en la situación parecen evidentes, tuvo el mérito de intentar en ese último momento evitar la guerra. El gobierno de Casares Quiroga había tratado de mantener la legalidad republicana evitando la entrega a las masas izquierdistas de las armas almacenadas en los cuarteles. La extensión de la sublevación, el exceso de confianza mostrado ante las denuncias sobre la conspiración y, en fin, su propio carácter e imprudentes manifestaciones imponían su dimisión. El l8 de julio Azaña trató de que se formara un gobierno de centro; el encargado de presidirlo fue Martínez Barrio, que venía a ser algo así como el representante de esta actitud en la política española de aquellos momentos. De acuerdo con el encargo de Azaña, debía excluir a la CEDA y a la Lliga por la derecha y a los comunistas por la izquierda. Martínez Barrio tenía la posibilidad de convencer a los más moderados o los más republicanos de los dirigentes de la sublevación, como, por ejemplo, Cabanellas. “Sería difícil –dice en sus memorias– pero se podría gobernar”.

      Pero no tuvo la oportunidad de hacerlo. No pudo convencer ni a Mola ni a Largo Caballero de la necesidad de una transacción, pues ninguno de ellos consideraba remediable (ni tampoco deseable) evitar la guerra civil. Mola, con quien habló Martínez Barrio, le respondió que ya era tarde, como si esto justificara no tomar en serio la posibilidad de evitar la conflagración. Lo mismo debían pensar las masas que seguían a Largo Caballero o simpatizaban con lo que él representaba, porque interpretaron el propósito del dirigente de Unión Republicana como una traición a sus intereses. “Se repetía el mismo fenómeno alucinatorio de la rebelión de Asturias –interpreta Martínez Barrio–, creer que en España la voluntad de una clase social puede sobreponerse y regir a todas las del Estado”. En definitiva, fue la actitud de esas masas populares, “irreflexiva y heroica”, como la describe él mismo, la que hizo inviable su propósito. En estas condiciones fue ya imposible detener a medio camino el estallido de la guerra civil. El gobierno presidido por Giral presuponía su existencia y actuó de acuerdo con ella al aceptar que se entregaran armas a las masas revolucionarias.

      En realidad, antes incluso de que se hubiera formado el gobierno de Giral hubo ya en los medios gubernamentales de segunda fila quienes, gracias a mantener una actitud que consideraba el enfrentamiento inevitable, contribuyeron de manera importante a que el balance inicial del conflicto no fuera positivo para los sublevados. Los testimonios de algunos de los principales dirigentes militares republicanos son, en este sentido, muy significativos. Tagüeña dice, por ejemplo, haber pasado en los últimos tiempos “casi todas las noches de guardia en el puesto de mando de las milicias socialistas en espera del golpe militar” porque llegar al enfrentamiento era un “deseo acariciado largo tiempo”. En la flota, la acción espontánea de un oficial radiotelegrafista llamado Balboa, que envió desde el centro de comunicaciones de la Armada telegramas a las tripulaciones en favor del Frente Popular, consiguió la rebelión de buena parte de ellas en contra de la oficialidad. Si existía una organización militar conspiratorial con las siglas UME, también había otra, denominada UMRA (Unión Militar Republicana Antifascista), tan minoritaria como la citada pero vigilante respecto a los intentos conspiratoriales antirrepublicanos.

      A la altura del l9 de julio no solo era patente el fracaso de los intentos de llegar a una transacción sino también el del pronunciamiento imaginado por Mola, lo que hacía ya inevitable la guerra civil. Esos tres días no habían sido en absoluto resolutivos, tal como habían pensado ambos bandos. El Ejército no había actuado unánimemente y había encontrado resistencias muy fuertes de carácter popular, lo que, además, prueba que la actitud gubernamental fue mucho menos pasiva de lo que se suele afirmar. Por eso sería incorrecto presentar lo sucedido como una sublevación del Ejército o los generales en contra de las instituciones. Aunque fueran generales los principales dirigentes del bando sublevado y le dieran una impronta característica, no faltaron oficiales en la zona controlada por el Gobierno. Como ya se ha señalado, los mandos habitualmente no se sublevaron y el número de generales afectos al régimen fue elevado. Es muy posible que las diferencias de comportamiento entre la oficialidad en el momento del estallido de la sublevación derivaran de diferencias generacionales, que se sumaban a las ideológicas. Fueron los oficiales más jóvenes los que se sublevaron, hasta el extremo de que en las últimas promociones de la Academia General Militar el porcentaje de los que lo hicieron se aproxima al 100%. De todos los modos al gobierno republicano no le faltaron en un primer momento oficiales, puesto que, de los aproximadamente quince mil en activo, la mitad quedaron en la zona controlada por él. Esta cifra, sin embargo, resulta engañosa por la sencilla razón de que luego el Ejército Popular no hizo uso de ellos por desconfianza respecto a sus intenciones. A los oficiales en activo se sumaron los retirados dispuestos a colaborar, y en total se puede calcular que el Ejército Popular pudo contar con unos 5.000, cifra que era inferior en un 50% a los que combatieron en el otro bando, pero que no revela indefensión por parte de las autoridades republicanas.

      En efecto, en esos momentos iniciales de la guerra la situación no era ni mucho menos tan favorable a la sublevación como lo hubiera sido en el caso de que ésta hubiera sumado a la totalidad del Ejército. El balance estaba en realidad bastante equilibrado e incluso, desde más de un punto de vista, si alguien tenía ventaja era el Gobierno. Un cómputo realizado por algunos historiadores militares afirma que aproximadamente el 47% del Ejército, el 65% de los efectivos navales y aéreos, el 5l% de la Guardia Civil, el 65% de los Carabineros y el 70% de los Cuerpos de Seguridad y Asalto estuvieron a favor de los gubernamentales. La división del Ejército en casi dos mitades idénticas oculta la realidad de que su porción más escogida, la única habituada al combate y dotada de medios, la de Marruecos, estaba en su totalidad en manos de los sublevados. En cuanto a los medios navales, medidos en número de buques ofrecen un panorama todavía más aplastante, porque 40 de los 54 barcos estaban en manos de los gubernamentales. Sin embargo los sublevados pronto contaron con unidades modernas (los cruceros Canarias y Baleares) y, sobre todo, los gubernamentales no pudieron hacer patente su superioridad por tener en contra a la práctica totalidad de la oficialidad. De unos 450 aviones, el Gobierno contó con más de trescientos, pero los aviones italianos, al ser mucho más modernos, equilibraron


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