Vidas tocadas por Taizé. Cristina Ruiz FernándezЧитать онлайн книгу.
no había vuelta atrás. Con la melodía de los cantos de Taizé resonando en mi cabeza hicimos las maletas Carlos, Miguel Ángel y yo para pasar unos días en Olinda. Así fue como empezó este viaje que unos meses atrás no habría podido imaginarme. Así fue como este verano volví a mi patria... ¡Volví a Taizé!
1
Hermano Charles-Eugène
La colina
«¿Hay realidades que embellecen la vida llenándola de alegría y felicidad interior? Sí, las hay. Y una de ellas es la confianza».
HERMANO ROGER,
Dios solo puede amar
No importa cuál sea el lugar de origen, desde dónde haya empezado el viaje, si se ha ido en avión, en tren, en coche o en autobús. Para llegar a Taizé, hay que hacer la última etapa recorriendo una sinuosa carretera que sube la colina desde Cluny. Una señal de carretera anuncia que ya casi hemos llegado y, un par de curvas más tarde, se atisba la torre de la iglesia románica del pueblo. Más tarde habrá tiempo de bajar hasta allí pero, mientras tanto, el autobús sigue subiendo y, al fin, se divisa el enorme campanario que acoge a todas aquellas personas que quieren pasar bajo él. El sonido de las campanas de Taizé es una melodía desordenada y bella que marca la vida en la colina. Con su repicar metálico que se prolonga durante varios minutos, nos recuerdan tres veces al día que es el tiempo de orar.
Pero el arco de las campanas de Taizé es mucho más que eso, es el signo de que ya hemos llegado, de que todo empieza, de que somos bienvenidos. Bajo ellas y en su entorno se acumulan grupos constantes de jóvenes charlando, esperando, jugando, a veces incluso bailando. Es posible que al llegar alguien nos ofrezca un té y unas sencillas galletas, pero con un riquísimo sabor a mantequilla bretona. Los cuencos de Taizé llenos de té son una especie de sacramento de la acogida, del bienestar. Ya estamos aquí, ya somos de aquí. En la memoria sensorial, Taizé huele a té de limón y galletas de mantequilla.
Junto a las campanas se encuentra La Casa, una pequeña estancia que hace las veces de punto de información. Cada espacio de referencia tiene en Taizé un nombre propio que, en este caso, es en castellano. Lo mismo sucede con otro lugar muy especial a pocos pasos del campanario, La Morada, que es el vínculo directo entre la comunidad y el exterior.
Allí me cita el hermano Jasper para ir a conocer al hermano Charles-Eugène, uno de los primeros hermanos que formaron parte de la comunidad, además secretario personal del fundador, Roger Schutz.
La Morada tiene como primera estancia una especie de recepción o sala de espera donde se pasan avisos a los hermanos. Un punto de encuentro, pero también el lugar al que acudir con cualquier necesidad que se presente durante la estancia en Taizé, ya sea material o espiritual. Mientras espero, ojeo un ejemplar de The New York Times que alguien ha dejado allí. Leo sin leer algunos folletos, estoy un poco nerviosa ante la entrevista, porque soy consciente de que hablar con el hermano Charles-Eugène es un poco como conversar con el archivo histórico de la comunidad, tener enfrente al relato vivo de cómo empezó todo aquí.
Al fin, llega el hermano Jasper y me lleva al interior de La Morada, que se revela como un espacio de paz, lleno de recovecos donde mantener pequeñas o grandes conversaciones. Un espacio dividido en salitas donde pueden juntarse personas de dos en dos o pequeños grupos, lugares de escucha donde los hermanos reciben a aquellos jóvenes que quieren realizar una estancia más larga en la comunidad, o que se están planteando su vocación. Un sitio para hablar con calma. Y, tras las pequeñas salas, un jardín cerrado y tranquilo en el que se ven, dispersos como semillas, pequeños grupos o personas charlando de dos en dos. Es el jardín de la casa de los hermanos.
Allí me espera el hermano Charles-Eugène y dos sillas, comenzamos. En el jardín de La Morada, entre los árboles, se oye el canto de los pájaros. A veces se les oye incluso más fuerte que la voz del hermano, que habla en perfecto español pero bajito, delicadamente. Incluso a la hora de transcribir la entrevista, se oyen en la grabación los pájaros, que me recuerdan que están ahí y me invitan a preguntarme sobre tantos ruidos que hay en mi día a día... ¡Tan diferente a cómo transcurre la vida en Taizé!
—Para mí es un gusto poder hablar con usted y tener la oportunidad de encontrar a alguien que lleva aquí tanto tiempo. ¿Desde qué año?
—Llevo aquí desde 1958, este año cumplo 60 años aquí.
—Increíble.
—Increíble, pero verdadero –dice sonriendo–. Tenía 20 años cuando entré en la comunidad.
—Y, ¿puedo preguntarle por su vocación? ¿Cómo llegó aquí?
—Se pueden decir cosas sobre eso, pero lo más importante no se puede decir con palabras. Es un poco lo mismo que cuando preguntan a alguien por qué te casaste con esta persona. Claro que puedes decir algunas cosas, pero lo más esencial es más hondo, más ancho que las palabras. Es tu corazón que, en un cierto momento, se siente captado por una realidad que te habla, que te atrae y que te convence. Y luego, claro que necesitas también tu cabeza para pensarlo un poco. Y después, con tu cabeza, puedes expresarlo con palabras. Yo puedo decir que me gustó mucho el modo de rezar, me gustó la manera que tenía el hermano Roger de ver las cosas, una manera muy ancha.
Una visión «ancha», ensanchar. Una palabra que me va a acompañar en todas las entrevistas y que está llena de significado y de memoria. La voluntad de ensanchar forma parte de la herencia espiritual del hermano Roger, fundador de la comunidad, que fue asesinado el 16 de agosto de 2005 en la iglesia de la Reconciliación, el templo central de la colina. Cuentan que la tarde antes de morir había llamado al hermano Charles-Eugène para decirle que anotara unas palabras: «En la medida en que nuestra comunidad cree en la familia humana posibilidades para ensanchar...»1. Roger Schutz, que tenía ya 90 años y estaba muy fatigado, no concluyó la frase, pero dejó ese verbo como legado, como leitmotiv para el futuro. Las palabras y escritos del hermano Roger son la argamasa para construir la comunidad.
—Para mi vocación recuerdo que uno de los elementos importantes fue que, cuando tenía 17 o 18 años vivía en Suiza y no había venido a Taizé, escuchaba un disco que se había grabado aquí de la noche de Navidad. Era la Eucaristía de la Nochebuena con una meditación del hermano Roger que reflexionaba sobre la Carta de Tito, en la que Pablo dice que «se manifestó la gracia de Dios, fuente de salvación para toda la humanidad»2. Y el hermano Roger comentaba esto diciendo que, por Jesús, una semilla ha sido depositada en la humanidad, una semilla de catolicidad, de universalidad que es pequeña al comienzo y que llegará a ser un árbol inmenso. Esa imagen del árbol inmenso me hablaba muchísimo y entendía que, aunque Taizé era muy pequeño en aquel tiempo, él se refería en el fondo a lo que saldría de Taizé. Y yo me decía: «¡Ay, quisiera ver ese árbol inmenso!». Y ahora lo veo.
—De aquella pequeña comunidad, han pasado a ser una gran comunidad, un gran árbol. ¿Cómo ha sido este cambio?
—Sí, pero el árbol no es la comunidad como tal, como si fuera el objetivo por sí misma. El objetivo es el Evangelio, que se abre a todo el mundo, a todos los hombres. Y mucho más tarde el hermano Roger decía otra cosa en la misma línea: «Cristo no ha venido para crear una religión más, sino para ofrecer una comunión a toda la humanidad». Y es esa visión, una visión muy ancha.
—¿Es esa la esencia de la comunidad?
—Lo esencial de la vocación de los hermanos está en esta línea. Otra palabra del hermano Roger –hablo mucho de él, pero es quien lo fundó todo–: «Quisiéramos vivir una parábola de comunión». En el sentido de que una parábola es una imagen, una historia, algo visible que enseña una cosa más grande. Lo que quisiéramos vivir es con un grupo pequeño –aunque ahora somos una comunidad más grande, somos 100, ante el número de los hombres de la Tierra sigue siendo muy poco, una comunidad muy pequeñita–, que sea un pequeño signo, una pequeña parábola, una historia visible de lo que quisiéramos para