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Nelson Mandela. Javier Fariñas MartínЧитать онлайн книгу.

Nelson Mandela - Javier Fariñas Martín


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años después, el Congreso Nacional Africano (CNA). El año del nacimiento de Rolihlahla Mandela, el CNA, que durante años esgrimió una política poco impulsiva y de mucha mano izquierda, participó en la Conferencia de Paz de Versalles para defender los derechos de la población negra sudafricana. El día de su nacimiento, el 18 de julio de 1918, Mandela se unió a una causa ya existente, la de la lucha contra una forma de discriminación que, años más tarde, sería conocida en el mundo entero como apartheid.

      El pequeño Rolihlahla fue el único hijo varón del matrimonio formado por Nkosi Mphakanyiswa Gadla Mandela y Nosekeni Fanny, la tercera de las cuatro mujeres que tenía Nkosi y a las que visitaba esporádicamente, una vez al mes, semana arriba o abajo. Cada una tenía su propio kraal, una especie de granja donde practicaban una economía de subsistencia para ellas y para los hijos que iban teniendo con Nkosi.

      A pesar de las necesidades económicas que precisaba la manutención de cuatro esposas y trece hijos, Nkosi mantenía cierto estatus, ya que era el máximo responsable de Mvezo. Sin embargo, una disputa por cuestiones de ganado enfrentó al padre de Mandela con la administración colonial inglesa, lo que provocó su inmediata destitución y la pérdida de la jefatura de la familia Mandela. «Mi padre –recordaría años más tarde el propio Nelson– que era un noble adinerado según los baremos de la época, perdió tanto su fortuna como su título. Le fueron arrebatadas la mayor parte de su rebaño y de sus tierras, y perdió los ingresos que de ellas obtenía. Debido a nuestra difícil situación económica, mi madre se mudó a Qunu, una aldea algo más grande que había al norte de Mvezo, donde gozaría del apoyo de amigos y parientes. En Qunu no vivíamos tan bien, pero fue en aquella aldea cerca de Umtata donde pasé los años más felices de mi infancia»1.

      Qunu era un lugar casi fantasmal. Sin estadísticas ni censos de los que fiarse, aquella pequeña aldea a la que se tuvo que trasladar Nosekeni Fanny con Rolihlahla no tenía más de 200 o 300 habitantes. En realidad, para ser más precisos, habría que decir que en Qunu no vivían más de 200 o 300 mujeres y niños. Aquello parecía un enclave de viudas y huérfanos, a pesar de lo cual en la memoria de Mandela no había ni atisbo de rencor o pena. El traslado le trajo nuevos amigos, con los que cuidaba del ganado y disfrutaba del paisaje único de la sabana. A pesar de las apreturas económicas, Qunu le permitió crecer en un ambiente idílico para un niño. Mientras, la mayoría de los hombres de aquel lugar, emigrantes forzosos en busca de trabajo y de salario, pasaban largas temporadas en las ya famosas minas de oro sudafricanas.

      Las viviendas en aquella aldea eran simples cabañas construidas en barro. Como suelo, los vecinos utilizaban el barro de los termiteros. Nosekeni Fanny tenía tres de estas chozas. Utilizaba una de ellas como cocina, otra como dormitorio y la última como despensa.

      Lejos de Qunu se seguía escribiendo la historia de Sudáfrica, la historia de la discriminación. En 1923 se aprobó la Ley de áreas urbanas, a través de la cual se promovía la creación de suburbios alrededor de las grandes ciudades, los llamados townships. Estos asentamientos pretendían nutrir de mano de obra negra y barata a partes iguales a las florecientes industrias urbanas. Esto fue especialmente significativo en el entorno de Johannesburgo y de aquellos enclaves donde el oro manaba de entre la tierra con solo rascarla. La Ley, que tenía como principal objetivo que las explotaciones mineras no pararan ni un momento de destilar la riqueza del subsuelo, generó un movimiento migratorio protagonizado mayoritariamente por hombres. De todas partes fluyeron trabajadores en busca de un éxito y un salario que casi siempre se demostró exiguo.

      La infancia del pequeño Rolihlahla, ajeno a la agonía por la pérdida de la estabilidad económica de su familia, la falta de infraestructuras e inconsciente de lo que significaba la ausencia de un colegio donde aprender los rudimentos de la lengua o las matemáticas, fue feliz. Aprendió lo que cualquier niño de aquella época y en aquel contexto. El ganado, cualquier árbol o un arroyo eran motivos para el juego y la ausencia de preocupaciones. Aprendió a montar a lomos de los terneros que pastaban por el entorno de las cabañas. Rolihlahla, junto al resto de niños de Qunu, jugaba al ndize, la versión xhosa del escondite y, de vuelta al hogar, era partícipe de la tradición oral de su pueblo. Su padre le emboscaba con historias de guerreros, de luchas, de las batallas que habían hecho grande y digno a aquel pueblo, mientras que su madre recitaba de memoria las fábulas xhosas, esas que habían pasado como el humo de padres a hijos. De hijos a nietos. De nietos a bisnietos. Y así desde el origen de los tiempos.

      Entre la tradición y la influencia de los misioneros presentes en la zona, Nosekeni Fanny se convirtió al cristianismo e hizo que bautizaran al pequeño Mandela en la Iglesia metodista, conocida también como Iglesia wesleyana. Fue el paso previo a su matriculación en el colegio. Un amigo de Nosekeni, George Mbekela, le propuso que su hijo comenzara a estudiar. Aunque nadie de la familia había pisado nunca una escuela, los padres de Rolihlahla aceptaron de inmediato que se formara en aquella escuela metodista compuesta por una única clase bajo una cubierta a dos aguas. Mandela tenía siete años y, entonces sí, se produjo el episodio de su primer traje. Después de ajustar el largo de aquellos pantalones a base de tijera, su padre le pidió que se los pusiera. Mandela dejó atrás, para aquel día solemne, la tradicional túnica xhosa.

      Su primer traje. Su primera escuela. Su primera profesora, la señorita Mdingane. El día del estreno la maestra rebautizó a aquellos chavales con nombres occidentales. Y a él le tocó Nelson.

      A la par que el hijo de Nkosi y Nosekeni se formaba en materias desconocidas para la gran mayoría de los chavales de su entorno, el goteo del futuro apartheid iba calando el cuerpo legal del país como si fuera un orvallo silencioso y tenaz. En 1926 se aprobó la Ley de restricción por el color, que determinaba qué profesiones podían desempeñar los sudafricanos dependiendo de la tonalidad de su piel. Era evidente que los trabajos mejor cualificados y remunerados nunca estaban destinados a los sudafricanos negros. Ni a los mestizos. Ni a los indios. Un año más tarde, la que entró en vigor fue la Ley de administración de los nativos, por la que la Corona británica, y no los jefes tribales, se convertía en la autoridad suprema en todo el país. Era un proceso del que, por cuestiones obvias, el pequeño Nelson vivía completamente ajeno pero que, al final, determinaría buena parte de su vida.

      El traslado a Qunu supuso una metamorfosis en muchos aspectos, pero en otros la vida continuó siendo la misma. Su padre visitaba a sus esposas e hijos por turnos.

      Una noche, cuando Nelson tenía 9 años, se encontró a Nkosi tumbado en la cabaña. Tosía y tosía. Acostado, no hacía nada más que toser. Nosekeni y otra de las esposas de su padre, Nodaymani, cuidaron de él varios días y varias noches. Aquejado, aunque nunca diagnosticado, de una enfermedad pulmonar, el padre de Nelson murió como vivió, fumando. Todavía muy pequeño para asumir la magnitud de lo que se le escapaba entre los eternos cigarrillos, el pequeño Nelson sintió la orfandad como el náufrago la soledad del mar. Allí estaba él, solo frente a la inmensidad de la vida. En el momento de fallecer Nkosi, su descendencia era de trece hijos, nueve chicas y cuatro chicos, de los que Nelson era el más joven de los varones.

      Después de unos días, su madre decidió enviarlo a Mqhekezeweni para ser criado por Jongintaba Dalindyebo, el rey de los thembus, que quería que Nelson fuera consejero de su hijo cuando este se convirtiera en rey. Justice, que así se llamaba el chaval, fue su mejor amigo de infancia y juventud. De algún modo, tanto Jongintaba como Justice asumieron el rol de la figura paterna que Nelson acababa de perder.

      Sin padre, ahora le tocaba despedirse de su madre. Esta ni le besó, ni le aconsejó. Hablaron poco, como siempre. Más que por frialdad fue una opción de Nosekeni para que el hijo, de 9 años, no se sintiera desamparado. Solo le dijo «Sé fuerte, hijo mío»2.

      Falta le iba a hacer a aquel niño, que pasaba de un rincón perdido del Transkei, Qunu, al centro de poder de los thembus. Todo era nuevo. La vida, pero también las aspiraciones. Con 9 años no era consciente de lo que quería para su futuro. Hasta ahora, los sueños personales no iban más allá de los juegos colectivos y las historias regaladas por sus progenitores. Todo un sistema de valores que podía entrar en crisis con el cambio de vida. No obstante, a pesar de la edad, también fue consciente de que aquella podía ser una puerta a oportunidades impensables hasta ese momento.


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