DE NAUFRAGIOS Y AMORES LOCOS. VICTOR ORO MARTINEZЧитать онлайн книгу.
vellos y brotara un mostacho saludable, esto me tomó más tiempo, pero en tres meses ya lucía un bigotico y un chivo que de verdad me asemejaban bastante con el poeta trovador. Por supuesto que sin pérdida de tiempo me dediqué a aprender notas y rasgueos de guitarra con mi primo Alfredo, el huérfano, a quien siempre le había rechazado el ofrecimiento que me había hecho de enseñarme a tocarla. Fue tanta la pasión y empeño que en esto puse que en poco tiempo ya dominaba el instrumento y plagiaba bastante bien algunos temas como “El elegido”, “Ojalá”, “La maza” y “Hoy no quiero estar lejos de la casa y del árbol”.
Con lo que más trabajo pasé para lograr mi transformación fue, increíblemente, con la ropa. En aquella época conseguir un jean azul, bueno de verdad era más difícil que hacer gárgaras bocabajo, aparte de lo carísimo que resultaba, así que a través de mañas y marañas logré hacerme de uno, ya viejo y desteñido, pero con tremenda onda. Para obtenerlo tuve que arrancarme de un tirón de un pedazo de mi infancia. Cambié mi magnífica colección de postalitas del Zorro Vengador, que llegaban a ciento cuatro y una bolsa repleta de bolas de cristal, más de trescientas, por un Lee legítimo a Pan con Nalga, un gordito de once años, pero que tenía mi complexión, hijo de un venturoso marinero. Dije venturoso marinero, no confundir con marino aventurero.
Con el apoyo y el aliento del profesor de guitarra, que incluso me la prestó gustoso, salí con mi nueva apariencia a las calles del pueblo. De mi casa al centro de la ciudad hay unos tres kilómetros que decidí hacer caminando, al principio el nerviosismo me comía por una pata, pero a medida que avanzaba y veía a la gente detenerse o voltear la cabeza para mirarme me fui envalentonando y a no pocos repartí docenas de mi sonrisa torcida. Me quedaba la duda, por la cercanía al hogar, de que la gente del barrio me reconociera a pesar de mi nueva apariencia y de que me miraran así sorprendidos por mi indumentaria, pero cuando me fui adentrando en otros barrios y la gente allí también me miraba absorta perdí totalmente el miedo y apenas si había andado una nueva cuadra a partir de aquella reflexión cuando mi intuición se corroboró. Una jovencita, gorda y pecosa, me gritó desde su balcón, ¡Silvio, aquí también te queremos! La miré, sonreí y con estudiado gesto, para que pareciera natural, la saludé con la mano. Realmente no sé la cantidad de ligues que hice con mi nueva estampa, muchas hubo que jamás supieron que estaban en brazos de un impostor.
Cuando en el pueblo ya era famoso por mis conquistas, y estas a causa de los chismes y la envidia comenzaron a disminuir, fue que inicié mi primera gira. Para entonces había logrado hacerme de mi propia guitarra y además abandonado los estudios de Ingeniería Eléctrica en el segundo año de universidad. Mamá, siempre tan ocupada trabajando en la calle, me consideraba un loco incorregible; abuela continuaba mimándome solidaria y Alfredo y Carlos en cierta medida me apoyaban financieramente, conscientes de que me debían, bueno en realidad a Silvio, las novias que ellos también poseyeron y poseían.
La tendencia natural de los guajiros en cualquier parte del mundo cuando el terruño les queda estrecho es viajar a la capital y yo por supuesto no iba a ser la excepción de la regla. La Habana era mi objetivo inmediato, el luminoso destino que a mí mismo me había prometido, pero, siempre hay un pero, con la escasez de fondos que me asolaba no podía hacer el viaje como Dios y las buenas costumbres mandan: en ómnibus. Unos Hino japoneses, apodados Colmillo Blanco por las gélidas temperaturas de sus acondicionadores de aire y mil veces preferibles a los siempre quejumbrosos, lentos y retrasados trenes. Tomé pues la desvencijada mochila, la atiborré con casi todo mi ajuar y con ella a la espalda y la guitarra en bandolera salí rumbo a la carretera Central con la esperanza de que en un par de días, con buena suerte, me encontraría paseando mi estampa y mi humanidad por el malecón habanero.
Sin embargo, después de la primera hora que pasé a pleno sol esperando por algún carro salvador que me recogiera, la sed comenzó a anidar en mi junto con el nerviosismo y la incertidumbre por el futuro que me esperaba, y luego de hacer cálculos y más cálculos me dije que La Habana aún me quedaba grande. Además era la ciudad del verdadero Silvio, ¿qué pasaría si un día nos tropezábamos, o si alguien denunciaba mi usurpación de personalidad?, así que después de un largo titubeo crucé para el otro lado de la carretera y comencé a pedir botella en sentido contrario. Era evidente que la suerte me acompañaría, pues apenas si había hecho un par de señales cuando un flamante auto ocupado por turistas españoles se detuvo a mi lado.
_ ¿Me adelantan un poco, por favor?_ les pedí con voz melosa.
_ ¿Pero usted…?
_ ¿Yo qué…?_ pregunté a mi vez, temeroso.
_ ¿Usted no es…?
_Sí, yo mismo_ me decidí a tomar la iniciativa _, pero, ¿me dan el aventón o no?
Yo sabía que en España se dice aventón, si les llego a pedir una botella quizás me hubieran tomado por un alcohólico empedernido y ambulante y hubieran salido de allí chillando gomas. Fue un viaje idílico: aire acondicionado, música, numerosas paradas en cafeterías y restaurantes para merendar y en definitiva me queda la tranquilidad de espíritu de que con mi boca nunca les mentí, porque en realidad nunca les dije que fuera Silvio, ellos lo asumieron por sí mismos. Sólo les mentí un poquito, es verdad, al manifestarles que mi coche se había averiado. La avería era falsa por supuesto…y del coche ni hablar.
Eran una linda y crédula pareja, Irene y José, ella de Murcia, él de Alicante. Durante un tiempo prolongado mantuvieron correspondencia conmigo, incluso tuve que invertir algunos pesitos y mandarles varios discos de “mi autoría”, autografiados y todo. En definitiva hasta Santiago no paramos, para allá iban y decidí que esa era mi opción mejor, si no era la capital, al menos la segunda ciudad en importancia.
Me despedí de ellos con pesar, no pude hacerles creer que no iba a aquella ciudad a hacer un concierto, decían que se quedarían con las ganas de verme actuar. Los pobres, no sabían que estaba actuando para ellos desde el mismo momento en que me recogieron, pero bueno, en realidad me consuela saber que ambas partes salimos beneficiadas de aquel encuentro fortuito.
Ya en plena ciudad decidí aventurarme por el Parque Céspedes para probar credenciales y también allí impacté: miradas de asombro, sonrisas, saludos y mucho, abundante calor humano; bueno, humano y ambiental porque Santiago es la candela. El asfalto parecía hervir, por suerte debajo de los laureles la brisa se sentía fresca y un gran alivio experimenté cuando me quité la mochila y la guitarra de la espalda.
¿Qué hacer ahora? Ya había dado el primer paso, mi mente era un hervidero, me recomendé relax y comencé a crear variantes de supervivencia. Por el prestigio y el honor de Silvio no podía de manera alguna ponerme a cantar en plena calle o en el parque para ganarme la vida. Si se me hubiera ocurrido hacerlo, poniendo delante de mí la gorra para que me arrojaran monedas, al otro día hubiese salido en la prensa.
De momento contaba con unos doscientos pesos que generosamente me dieron familiares y amigos antes de partir, ellos me bastarían para un par de semanas a lo máximo. Buscar un alquiler era algo que tenía que priorizar, allí no conocía a nadie, pero todos me conocían y ese razonamiento me tranquilizó. Me tranquilizó tanto que estuve a punto de quedarme dormido en el banco. La sensación de sosiego me hizo sentir como una carnada en vez de pescador y asumí que esa era la estrategia correcta, esperar para ver cómo reaccionaban ante mi presencia, esperar para ver qué pez, o pececita mordía el anzuelo.
Estaba en esa semi vigilia casi embeleso cuando escuché unas risas frescas y alborozadas cerca de mí. Un par de chicas dieciochoañeras, que adiviné eran del preuniversitario por el uniforme que llevaban se habían instalado en el banco contiguo y hacían chistes con el objetivo evidente de llamar mi atención. Como lo lograron les dediqué una sonrisa franca, pero me recomendé paciencia, por situaciones similares ya había pasado en los pueblos cercanos a mi ciudad y sabía cuál sería el final de un posible encuentro concertado. Ellas estaban en el grupo porcentual etáneo más alto de mis fans, si me hubiera acercado a ellas me esperaban muchas preguntas, petición de autógrafos y canciones, frases melosas e intencionadas y muy posible una futura cita por la noche, era lo único que podían ofrecer. Mentalmente les pedí disculpas y me dije que como