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El paraiso de las mujeres. Vicente Blasco IbanezЧитать онлайн книгу.

El paraiso de las mujeres - Vicente Blasco Ibanez


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con dorada borla, igual al de los doctores de las universidades inglesas y norteamericanas. El rostro carilleno y lampiño estaba encuadrado por unas melenillas negras y cortas. Los ojos tenían el resguardo de unos cristales con armazón de concha. Cubrían el resto de su abultada persona una blusa negra apretada á la cintura por un cordón, que hacía más visible la exagerada curva de sus caderas, y unos pantalones que, á pesar de ser anchos, resultaban tan ajustados como el mallón de una bailarina.

      – ¡Pero usted es una mujer! – exclamó Gillespie, asombrado de su repentino descubrimiento.

      – ¿Y qué otra cosa podía ser? – contestó ella – . ¿Cómo no perteneciendo á mi sexo habría llegado á figurar entre los sabios de la Universidad Central, poseyendo los difíciles secretos de un idioma que sólo conocen los privilegiados de la ciencia?

      Calló, para añadir poco después con una voz lánguida, dejando á un lado la bocina:

      – ¿Y en qué ha conocido usted que soy mujer?

      El ingeniero se contuvo cuando iba á contestar. Presintió que tal vez corría el peligro de crearse un enemigo implacable, y dijo evasivamente:

      – Lo he conocido en su aspecto.

      La sabia quedó reflexionando para comprender el verdadero sentido de tal respuesta.

      – ¡Ah, si! – dijo al fin con cierta sequedad – . Lo ha conocido usted, sin duda, en mis abundancias corporales. Yo soy una persona seria, una persona de estudios, que no dispone de tiempo para hacer ejercicios gimnásticos, como las muchachas que pertenecen al ejército. La ciencia es una diosa cruel con los que se dedican á su servicio.

      – Lo he conocido también – se apresuró á añadir Edwin – en la dulzura de su voz y en la hermosura de sus sentimientos, que tanto han contribuído á salvar mi vida.

      La profesora acogió estas palabras con una larga pausa, durante la cual sus anteojos de concha lanzaron un brillo amable que parecía acariciar al gigante. Pensaba, sin duda, que este hombre grosero y de aspecto monstruoso era capaz de decir cosas ingeniosas, como si perteneciese al sexo inteligente, ó sea el femenino. Bajó los ojos y añadió con una expresión de tierna simpatía:

      – Por algo he encontrado tantas veces en sus versos la palabra Amor con una mayúscula más grande que mi cabeza.

      Después pareció sentir la necesidad de cambiar el curso de la conversación, recobrando su altivo empaque de personaje universitario. Aunque ninguno de los presentes pudiera entenderla, temía haber dicho demasiado.

      – Usted se irá dando cuenta, Gentleman-Montaña – continuó – , de que ha llegado á un país diferente á todos los que conoce, una nación de verdadera justicia, de verdadera libertad, donde cada uno ocupa el lugar que le corresponde, y la suprema dirección la posee el sexo que más la merece por su inteligencia superior, desconocida y calumniada desde el principio del mundo… Deje de mirarme á mí unos instantes y examine la muchedumbre que le rodea. Tiene usted permiso para moverse un poco; así hará su estudio con mayor comodidad. Espere á que dé mis órdenes.

      Y recobrando su portavoz, empezó á lanzar rugidos en un idioma del que no pudo entender el americano la menor sílaba. La máquina volante que descansaba sobre su pecho levantó el vuelo, y los otros cuatro aeroplanos aflojaron los hilos metálicos sujetos á sus extremidades. La muchedumbre se arremolinó, iniciando á continuación un movimiento de retroceso.

      Gillespie vió que unos grupos de jinetes repelían al gentío para que se alejase. Otros soldados acababan de descender de varias máquinas rodantes que tenían la forma de un león. Estos guerreros jóvenes eran de aire gentil y graciosamente desenvueltos.

      Uno de ellos pasó muy cerca de sus ojos, y entonces pudo descubrir que era una mujer, aunque más joven y esbelta que la profesora de inglés. Los otros soldados tenían idéntico aspecto y también eran mujeres, lo mismo que los tripulantes de las máquinas voladoras. Sus cabelleras cortas y rizadas, como la de los pajes antiguos, estaban cubiertas con un casquete de metal amarillo semejante al oro. No llevaban, como los aviadores, una larga pluma en su vértice. El adorno de su capacete consistía en dos alas del mismo metal, y hacía recordar el casco mitológico de Mercurio.

      Todos estos soldados eran de aventajada estatura y sueltos movimientos. Se adivinaba en ellos una fuerza nerviosa, desarrollada por incesantes ejercicios. Paro, á pesar de su gimnástica esbeltez de efebos vigorosos, la blusa muy ceñida al talle por el cinturón de la espada y los pantalones estrechamente ajustados delataban las suaves curvas de su sexo. Iban armados con lanzas, arcos y espadas, lo que hizo que Gillespie se formase una triste idea de los progresos de este país, que tanto parecían enorgullecer á la profesora de inglés.

      El cordón de peones y jinetes empujó á la muchedumbre hasta los linderos del bosque, dejando completamente limpia la pradera. Entonces, la doctora, desde lo alto de su carro-lechuza, volvió á valerse del portavoz.

      – Gentleman Montaña, puede usted incorporarse.

      El ingeniero se fué levantando sobre un codo, y este pequeño movimiento derribó varias escalas portátiles que aún estaban apoyadas en su cuerpo y habían servido para el registro efectuado horas antes. Tres enanos que vagaban sobre su vientre, explorando por última vez los bolsillos de su chaleco, cayeron de cabeza sobre la tupida hierba de la pradera y trotaron á continuación dando chillidos como ratones. Sin dejar de huir se llevaban las manos á diferentes partes de sus cuerpos magullados, mientras una carcajada general del público circulaba por los lindes de la selva.

      Al fin Gillespie quedó sentado, teniendo como vecinos más inmediatos á la profesora y sus secretarios, que ocupaban el automóvil-lechuza, y por otro lado á los tripulantes de las cuatro máquinas aéreas, las cuales se movían dulcemente al extremo de sus hilos metálicos, flácidos y sin tensión.

      En esta nueva postura Gillespie pudo ver mejor á la muchedumbre. Sus ojos se habían acostumbrado á distinguir los sexos de esta humanidad de dimensiones reducidas, completamente distinta á la del resto de la tierra. Los soldados; los personajes universitarios, mudos hasta entonces, pero que se habían ocupado en adormecerle y registrarle; los empleados, los obreros, todos los que se movían dando órdenes ó trabajando en torno de él, llevaban pantalones y eran mujeres.

      Edwin vió que de un automóvil en forma de clavel que acababa de llegar descendían unas figuras con largas túnicas blancas y velos en la cabeza. Eran las primeras hembras que encontraba semejantes á las de su país. Debían pertenecer á alguna familia importante de la capital; tal vez era la esposa de un alto personaje acompañada de sus tres hijas. Concentró su mirada en el grupo para examinarlas bien, y notó que las tres señoritas, todas de apuesta estatura, asomaban bajo los blancos velos unas caras de facciones correctas pero enérgicas. Sus mejillas tenían el mismo tono azulado que la de los hombres que se rasuran diariamente. La madre, algo cuadrada á causa de la obesidad propia de los años, prescindía de esta precaución, y por debajo de la corona de flores que circundaba sus tocas dejaba asomar una barba abundante y dura.

      Un oficial de los del casquete alado corrió galantemente á proteger á las recién llegadas, con el interés que merece el sexo débil, y las tres señoritas acogieron con gesto ruboroso las atenciones del militar.

      Gillespie se dió cuenta de que la doctora seguía sus impresiones con ojos atentos, sonriendo de su asombro.

      – Ya le dijo, gentleman, que vería usted grandes cosas. No olvide que este es el país de la Verdadera Revolución.

      Todavía pudo hacer Edwin nuevas observaciones. Vió con estupefacción entre el público, repelido y mantenido á distancia por la fuerza armada, mujeres menos lujosas que la familia recién venida de la capital, pero igualmente con largas túnicas… Y sin embargo parecían hombres á causa de sus barbas ó de sus rostros azulados por el rasuramiento. En cambio, todos los individuos de aspecto civil que llevaban pantalones y mostraban ser trabajadores del campo, obreros de la ciudad ó acaudalados burgueses, venidos para conocer al gigante, tenían el rostro lampiño y las formas abultadas de la mujer.

      Encontró, sin embargo, algunas excepciones, que sirvieron para desorientarlo en sus juicios. Vió verdaderos hombres,


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