Cuentos de amor. Horacio QuirogaЧитать онлайн книгу.
con Vezzera, un amigo del colegio a quien había querido mucho antes, y sobre todo él a mí. Cuanto prometía el muchacho se realizó plenamente en el hombre; era como antes inconstante, apasionado, con depresiones y exaltamientos femeniles. Todas sus ansias y suspicacias eran enfermizas, y usted no ignora de qué modo se sufre y se hace sufrir con este modo de ser.
Un día me dijo que estaba enamorado, y que posiblemente se casaría muy pronto. Aunque me habló con loco entusiasmo de la belleza de su novia, esta apreciación suya de la hermosura en cuestión no tenía para mí ningún valor. Vezzera insistió, irritándose con mi orgullo.
– No sé qué tiene que ver el orgullo con esto— le observé.
– ¡Si es eso! Yo soy enfermizo, excitable, expuesto a continuos mirajes y debo equivocarme siempre. ¡Tú, no! ¡Lo que dices es la ponderación justa de lo que has visto!
– Te juro…
– ¡Bah; déjame en paz!– concluyó cada vez más irritado con mi tranquilidad, que era para él otra manifestación de orgullo.
Cada vez que volví a verlo en los días sucesivos, lo hallé más exaltado con su amor. Estaba más delgado, y sus ojos cargados de ojeras brillaban de fiebre.
– ¿Quiere hacer una cosa? Vamos esta noche a su casa. Ya le he hablado de ti. Vas a ver si es o no como te he dicho.
Fuimos. No sé si usted ha sufrido una impresión semejante; pero cuando ella me extendió la mano y nos miramos, sentí que por ese contacto tibio, la espléndida belleza de aquellos ojos sombríos y de aquel cuerpo mudo, se infiltraba en una caliente onda en todo mi ser.
Cuando salimos, Vezzera me dijo:
– ¿Y?… ¿es como te he dicho?
– Sí— le respondí.
– ¿La gente impresionable puede entonces comunicar una impresión conforme a la realidad?
– Esta vez, sí— no pude menos de reirme.
Vezzera me miró de reojo y se calló por largo rato.
– ¡Parece— me dijo de pronto— que no hicieras sino concederme por suma gracia su belleza!
– ¿Pero estás loco?– le respondí.
Vezzera se encogió de hombros como si yo hubiera esquivado su respuesta. Siguió sin hablarme, visiblemente disgustado, hasta que al fin volvió otra vez a mí sus ojos de fiebre.
– De veras, de veras me juras que te parece linda?
– ¡Pero claro, idiota! Me parece lindísima; ¿quieres más?
Se calmó entonces, y con la reacción inevitable de sus nervios femeninos, pasó conmigo una hora de loco entusiasmo, abrasándose al recuerdo de su novia.
Fuí varias veces más con Vezzera. Una noche, a una nueva invitación, respondí que no me hallaba bien y que lo dejaríamos para otro momento. Diez días más tarde respondí lo mismo, y de igual modo en la siguiente semana. Esta vez Vezzera me miró fijamente a los ojos:
– ¿Por qué no quieres ir?
– No es que no quiera ir, sino que me hallo hoy con poco humor para esas cosas.
– ¡No es eso! ¡Es que no quieres ir más!
– ¿Yo?
– Sí; y te exijo como a un amigo, o como a ti, que me digas justamente esto: ¿Por qué no quieres ir más?
– ¡No tengo ganas!… ¿Te gusta?
Vezzera me miró como miran los tuberculosos condenados al reposo, a un hombre fuerte que no se jacta de ello. Y en realidad, creo que ya se precipitaba su tisis.
Se observó en seguida las manos sudorosas, que le temblaban.
– Hace días que las noto más flacas… ¿Sabes por qué no quieres ir más? ¿Quieres que te lo diga?
Tenía las ventanas de la nariz contraídas, y su respiración acelerada le cerraba los labios.
– ¡Vamos! No seas… cálmate, que es lo mejor.
– ¡Es que te lo voy a decir!
– ¿Pero no ves que estás delirando, que estás muerto de fiebre?– le interrumpí. Por dicha, un violento acceso de tos lo detuvo. Lo empujé cariñosamente.
– Acuéstate un momento… estás mal.
Vezzera se recostó en mi cama y cruzó sus dos manos sobre la frente.
Pasó un largo rato en silencio. De pronto me llegó su voz, lenta:
– ¿Sabes lo que te iba a decir?… Que no querías que María se enamorara de ti… Por eso no ibas.
– ¡Qué estúpido!– me sonreí.
– Sí, estúpido! ¡Todo, todo lo que quieras!
Quedamos mudos otra vez. Al fin me acerqué a él.
– Esta noche vamos— le dije.– ¿Quieres?
– Sí, quiero.
Cuatro horas más tarde llegábamos allá. María me saludó como si hubiera dejado de verme el día anterior, sin parecer en lo más mínimo preocupada de mi larga ausencia.
– Pregúntale siquiera— se rió Vezzera con visible afectación— por qué ha pasado tanto tiempo sin venir.
María arrugó imperceptiblemente el ceño, y se volvió a mí con risueña sorpresa:
– ¡Pero supongo que no tendría deseo de visitarnos!
Aunque el tono de la exclamción no pedía respuesta, María quedó un instante en suspenso, como si la esperara. Vi que Vezzera me devoraba con los ojos.
– Aunque deba avergonzarme eternamente— repuse— confieso que hay algo de verdad…
– ¿No es verdad?– se rió ella.
Pero ya en el movimiento de los pies y en la dilatación de las narices de Vezzera, conocí su tensión de nervios.
– Dile que te diga— se dirigió a María— por qué realmente no quería venir.
Era tan perverso y cobarde el ataque, que lo miré con verdadera rabia. Vezzera afectó no darse cuenta, y sostuvo la tirante expectativa con el convulsivo golpeteo del pie, mientras María tornaba a contraer las cejas.
– ¿Hay otra cosa?– se sonrió con esfuerzo.
– Sí, Zapiola te va a decir…
– ¡Vezzera!– exclamé.
– … Es decir, no el motivo suyo, sino el que yo le atribuía para no venir más aquí… ¿sabes por qué?
– Porque él cree que usted se va a enamorar de mí— me adelanté, dirigiéndome a María.
Ya antes de decir esto, vi bien claro la ridiculez en que iba a caer; pero tuve que hacerlo. María soltó la risa, notándose así mucho más el cansancio de sus ojos.
– ¿Sí? ¿Pensabas eso, Antenor?
– No, supondrás… era una broma— se rió él también.
La madre entró de nuevo en la sala, y la conversación cambió de rumbo.
– Eres un canalla— me apresuré a decirle en los ojos a Vezzera, cuando salimos.
– Sí— me respondió mirándome claramente.– Lo hice a propósito.
– ¿Querías ridiculizarme?
– Sí… quería.
– ¿Y no te da vergüenza? ¿Pero qué diablos te pasa? ¿Qué tienes contra mí?
No me contestó, encogiéndose de hombros.
– ¡Anda al demonio!– murmuré. Pero un momento después, al separarme, sentí su mirada cruel y desconfiada fija en la mía.
– ¿Me