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La de Bringas. Benito Pérez GaldósЧитать онлайн книгу.

La de Bringas - Benito Pérez Galdós


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ceremonia de estas le cuesta a mi tía muchas jaquecas y muchos disgustos, porque no sabéis las recomendaciones que recibe… Para veinticuatro pobres, hay unas trescientas recomendaciones. Todos los días cartas y recaditos de la marquesa o la condesa. ¡Hija…!, parece que les van a dar un destino gordo.

      –Dímelo a mi, niña—manifestó con soberano hastío Cándida—, que ayer y hoy no me han dejado vivir. Tomasa, la moza de cámara, vecina mía, fue la encargada de lavar a las tales doce ancianas pobres y cambiarles sus pingajos por los olorosos vestidos que se han puesto hoy. ¡Pobres mujeres! Es la segunda agua que les cae en su vida, y sería la primera si no se hubieran bautizado. ¡Ay, hijas!… ¡qué escena la de esta mañana! Créanlo, han gastado una tinaja de agua de colonia… Yo quise ayudar un poco, porque así me parecía cumplir algo de lo que nos ordena Nuestro Señor Jesucristo. Si no es por mí, el fregado no se acaba en toda la mañana… Hablando con verdad, si yo fuera pobre y me trajeran a esta ceremonia no lo había de agradecer nada, porque francamente, el susto que pasan y la molestia de verse tan lavados, no se compensan con lo que les dan.

      Las graciosas pollas, en cuya tierna edad tanto valor tenían lo espiritual e imaginativo, no comprendían estas razones prácticas de la experimentada doña Cándida, y todo lo encontraban propio, bonito y adecuado a la doble majestad de la Religión y del Trono…

      Isabelita Bringas era una niña raquítica, débil, espiritada, y se observaban en ella predisposiciones epilépticas. Su sueño era muy a menudo turbado por angustiosas pesadillas, seguidas de vómito y convulsiones, y a veces, faltando este síntoma, el precoz mal se manifestaba de un modo más alarmante. Se ponía como lela y tardaba mucho en comprender las cosas, perdiendo completamente la vivacidad infantil. No se la podía regañar, y en el colegio la maestra tenía orden de no imponerle ningún castigo ni exigir de ella aplicación y trabajo. Si durante el día presenciaba algo que excitase su sensibilidad o se contaban delante de ella casos lastimosos, por la noche lo reproducía todo en su agitado sueño. Esto se agravaba cuando por exceso en las comidas o por malas condiciones de esta, el trabajo digestivo del estómago de la pobre niña era superior a sus escasas fuerzas. Aquel jueves doña Tula dio de comer espléndidamente a sus amiguitas. La niña de Bringas se atracó de un plato de leche, que le gustaba mucho; pero bien caro lo pagó la pobre, pues no hacía un cuarto de hora que se había acostado, cuando fue acometida de fiebre y delirio, y empezó a ver y sentir entre horribles disparates todos los incidentes, personas y cosas de aquel día tan bullicioso en que se había divertido tanto. Repetía los juegos por la terraza; veía a las chicas todas, enormemente desfiguradas, y a Cándida como una gran pastora negra que guardaba el rebaño; asistía nuevamente a la ceremonia de la comida de los pobres, asomada por un hueco de la claraboya, y las figuras del techo se animaban, sacando fuera sus manazas para asustar a los curiosos… Después oyó tocar la marcha real. ¿Era que la Reina subía a la terraza? No; aparecían por la puerta de la escalera de Damas su mamá, asida al brazo de Pez, y su papá dando el suyo a la marquesa de Tellería. ¡Qué guapas venían arrastrando aquellas colas que sin duda tenían más de una legua!… Y ellos, ¡qué bien empaquetados y qué tiesos!… Venían a descansar y tomar un refrigerio en casa de doña Tula, para acompañar más tarde a la Señora y a toda la Corte en la visita de Sagrarios… Por todas las puertas de la parte alta de Palacio aparecían libreas varias, mucho trapo azul y rojo, mucho galón de oro y plata, infinitos tricornios… Delirando más, veía la ciudad resplandeciente y esmaltada de mil colorines. Seguramente era una ciudad de muñecas; ¡pero qué muñecas!… Por diversos lados salían blancas pelucas, y ninguna puerta se abría en los huecos del piso segundo, sin dar paso a una bonita figura de cera, estopa o porcelana; y todas corrían por los pasadizos gritando: «ya es la hora…». En las escaleras se cruzaban galones que subían con galones que bajaban… Todos los muñecos tenían prisa. A este se le olvidaba una cosa, a aquel otra, una hebilla, una pluma, un cordón. Unos llamaban a sus mujeres para que les alcanzasen algo, y todos repetían: «¡la hora…!». Después se arremolinaban abajo, en la escalera principal. En el patio, los alabarderos se revolvían con los cocheros y lacayos, y era como una gran cazuela en que hirvieran miembros humanos de muchos colores, retorciéndose a la acción del calor… Su mamá y su papá volvieron a aparecer… ¡Vaya, que iban hermosotes! Pero mucho más bonito estaría su papá cuando se hiciese caballero del Santo Sepulcro. El Rey tenía empeño en ello, y le había prometido regalarle el uniforme con todos los accesorios de espada, espuelas y demás. ¡Qué guapín estaría su papá con su casaca blanca, toda blanca!… Al llegar aquí, la pobre niña sentía empapado enteramente su ser en una idea de blancura; al propio tiempo una obstrucción horrible la embarazaba, cual si las cosas que reproducía su cerebro, muñecos y Palacio, estuvieran contenidas dentro de su estómago chiquito. Con angustiosas convulsiones lo arrojaba todo fuera y se contenía el delirar, y ¡sentía un alivio…! Su mamá había saltado del lecho para acudir a socorrerla. Isabelita oía claramente, ya despierta, la cariñosa voz que le decía: «Ya pasó, alma mía; eso no es nada».

      IX

      La belleza de Milagros no había llegado aún al ocaso en que se nos aparece en la triste historia de su yerno por los años de 75 a 78; pero se alejaba ya bastante del meridiano de la vida. El procedimiento de restauración que empleaba con rara habilidad no se denunciaba aún a sí mismo, como esos revocos deslucidos por las malas condiciones del edificio a que se aplican. La defendían del tiempo su ingenio, su elegancia, su refinado gusto en artes de vestimenta y la simpatía que sabía inspirar a cuantos no la trataban de cerca.

      Todas estas cualidades subyugaban por igual el espíritu de Rosalía Bringas; pero la que descollaba entre ellas como la más tiránica era el exquisito gusto en materia de trapos y modas. Este don de su amiga era para la Bringas como un sol resplandeciente al cual no se podía mirar cara a cara sin deslumbrarse. Porque en tal estimación tenía la autoridad de la marquesa en estos tratados, que no se atrevía a tener opinión que no fuera un reflejo de las augustas verdades proclamadas por ella. Todas las dudas sobre un color o forma de vestido quedaban cortadas con una palabra de Milagros. Lo que esta decía era ya cuerpo jurídico para toda cuestión que ocurriera después, y como no sólo legislaba sino que autorizaba su doctrina con el buen ejemplo, vistiéndose de una manera intachable, la de Bringas, que en esta época de nuestra historia se había apasionado grandemente por los vestidos, elevó a Milagros en su alma un verdadero altar. La viuda de García Grande cautivaba a Rosalía con su prestigio de figura histórica. Respetábala esta como a los dioses de una religión muerta; mas a Milagros la tenía en el predicamento de los dogmas vivos y de los dioses en ejercicio. Nadie en el mundo, ni aun Bringas, tenía sobre la Pipaón ascendiente tan grande como Milagros. Aquella mujer, autoritaria y algo descortés con los iguales e inferiores, se volvía tímida en presencia de su ídolo, que era también su maestro.

      Los regalitos de Agustín Caballero y la cesión de todas las galas que había comprado para su boda, despertaron en Rosalía aquella pasión del vestir. Su antigua modestia, que más tenía de necesidad que de virtud, fue sometida a una prueba de la que no salió victoriosa. En otro tiempo, la prudencia de Thiers pudo poner un freno a los apetitos de lujo, haciéndonos creer a todos que no existían, cuando lo único positivo en esto era la imposibilidad de satisfacerlos. Es el incidente primordial de la historia humana, y el caso eterno, el caso de los casos en orden de fragilidad. Mientras no se probó la fruta, prohibida por aquel Dios doméstico, todo marchaba muy bien. Pero la manzana fue mordida, sin que el Demonio tomara aquí forma de serpiente ni de otro animal ruin, y adiós mi modestia. Después de haber estrenado tantos y tan hermosos trajes, ¿cómo resignarse a volver a los trapitos antiguos y a no variar nunca de moda? Esto no podía ser. Aquel bendito Agustín había sido, generosamente y sin pensarlo, el corruptor de su prima; había sido la serpiente de buena fe que le metió en la cabeza las más peligrosas vanidades que pueden ahuecar el cerebro de una mujer. Los regalitos fueron la fruta cuya dulzura le quitó la inocencia, y por culpa de ellos un ángel con espada de raso me la echó de aquel paraíso en que su Bringas la tenía tan sujeta. Nada, nada… cuesta trabajo creer que aquello de Doña Eva sea tan remoto. Digan lo que quieran, debió pasar ayer, según está de fresquito y palpitante el tal suceso. Parece que lo han traído los periódicos de anoche.

      Como Bringas reprobaba que su mujer variase de vestidos y gastase


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