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Una Corte para Los Ladrones . Морган РайсЧитать онлайн книгу.

Una Corte para Los Ladrones  - Морган Райс


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O’Venn, y ahora su voz tenía la afabilidad de un comerciante ensalzando las virtudes de una seda o un perfume buenos.

      —Espero que piensen que vale la pena. Por favor, tómense un momento para examinar a la chica y, a continuación, hagan sus apuestas conmigo.

      Entonces rodearon a Sofía, mirándola fijamente del modo que un cocinero podría haber examinado un trozo de carne en el mercado, preguntándose para qué serviría, intentando ver algún rastro de putrefacción o exceso de nervio. Una mujer ordenó a Sofía que la mirara y Sofía hizo todo lo que pudo por obedecer.

      —Tiene buen color —dijo la mujer—, y supongo que debe ser lo suficientemente bonita.

      —Es una lástima que no nos la dejen ver con un chico —dijo un hombre gordo con un rastro de acento que indicaba que venía del otro lado del Puñal-Agua. Sus caras sedas estaban manchadas por un viejo sudor, su hedor disfrazado con un perfume que probablemente era mejor para una mujer. Echó una mirada a las monjas como si Sofía no estuviera allí—. A no ser que hayan cambiado su opinión sobre ello, hermanas.

      —Este todavía es un lugar de la Diosa —dijo la Hermana O’Venn, y Sofía distinguir la auténtica disconformidad en su voz. Era extraño que se opusiera a ello, cuando no lo hacía a tantas otras cosas, pensó Sofía.

      Extendió su talento, intentando distinguir lo que podía de las mentes de aquellos que estaban allí. Pero no sabía lo que esperaba conseguir, pues no se le ocurría el modo en el que podía influir en sus opiniones sobre ella de un modo u otro. En su lugar, solo le dio una oportunidad de ver las mismas crueldades, los mismos finales duros, una y otra vez. Lo mejor que podía esperar era la servidumbre. Lo peor la hacía temblar de miedo.

      —Mmm, tiembla de forma hermosa cuando está asustada —dijo un hombre—. Demasiado bella para las minas, imagino, pero haré mi oferta.

      Fue hasta la Hermana O’Venn y le susurró una cantidad. Uno a uno, los demás hicieron lo mismo. Cuando acabaron, ella miró alrededor de la sala.

      —En este momento, Meister Karg tiene la oferta más alta —dijo la Hermana O’Venn—. ¿Alguien desea subir su oferta?

      Un par parecieron pensárselo. la mujer que había querido mirar a los ojos a Sofía fue hacia la monja enmascarada y, presuntamente, le susurró otra cantidad.

      —Gracias a todos —dijo al fin la Hermana O’Venn—. Nuestro negocio ha concluido. Meister Karg, ahora el contracto de esclavitud le pertenece. Debo recordarle que, en caso que sea redimido, la chica será libre para marcharse.

      El hombre gordo resopló bajo su velo y, al apartarlo, dejó al descubierto una cara rojiza, con demasiada papada, que no mejoraba la presencia de un espeso bigote.

      —¿Y cuándo ha pasado esto con mis chicas? —respondió bruscamente. Levantó una mano rechoncha. La Hermana O’Venn cogió el contrato y lo dejó en su mano.

      Los demás que allí había hacían pequeños ruidos de enfado, aunque Sofía notaba que varios de ellos ya estaban pensando en otras posibilidades. La mujer que había subido su oferta estaba pensando que era una pena que hubiera perdido, pero solo en el modo que la enojaba que uno de sus caballos perdiera una carrera contra los de sus vecinos.

      Al mismo tiempo, Sofía estaba sentada, sin poderse mover ante el pensamiento que toda su vida se le entregara a alguien con tanta facilidad. Unos días atrás, había estado a punto de casarse con un príncipe, y ahora… ¿ahora estaba a punto de convertirse en la propiedad de este hombre?

      —Solo está la cuestión del dinero —dijo la Hermana O’Venn.

      El hombre gordo, Meister Karg, asintió.

      —Me encargaré de esto ahora. Es mejor pagar con monedas que con promesas de banqueros cuando hay que coger un barco.

      ¿Un barco? ¿Qué barco? ¿Dónde tenía pensado llevarla este hombre? ¿Qué iba a hacer con ella? Las respuestas a eso eran fáciles de arrancar de sus pensamientos, y solo aquella idea era suficiente para hacer que Sofía se levantara a medias, dispuesta a correr.

      Unas manos fuertes la cogieron, las monjas la agarraron fuerte por los brazos una vez más. Meister Karg la miraba con desprecio distraído.

      —¿Podéis llevarla a mi carreta? Yo arreglaré las cosas aquí y después…

      Y después, Sofía veía que su vida se convertiría en una cosa de un horror aún peor. Quería pelear, pero no había nada que pudiera hacer mientras se la llevaban. Nada en absoluto. En la intimidad de su cabeza, gritaba para que su hermana la ayudara.

      Pero parecía que su hermana tampoco la había oído –o no le importaba.

      CAPÍTULO CUATRO

      Una y otra vez, Catalina moría.

      O, por lo menos, “murió”. Armas ilusorias se deslizaban en su carne, manos fantasmales la estrangulaban hasta la inconsciencia. Unas flechas parpadearon hasta la existencia y dispararon a través de ella. Las armas eran solo cosas formadas de humo, llevadas a la existencia por la magia de Siobhan, pero cada una de ellas hacía tanto daño como el que hubiera hecho un arma de verdad.

      Pero no mataban a Catalina. En su lugar, cada momento de dolor solo traía un ruido de decepción por parte de Siobhan, que observaba desde la banda con lo que parecía ser una combinación de diversión y exasperación por la lentitud con la que Catalina estaba aprendiendo.

      —Presta atención, Catalina —dijo Siobhan—. ¿Crees que estoy convocando estos fragmentos de sueño para entretenerme?

      La silueta de un hombre con espada apareció delante de Catalina, vestido para un duelo más que para una batalla completa. La saludó, nivelando un florete.

      —Este es el pase en tiempo de Finnochi —dijo con la misma monotonía plana que parecían tener los demás. Se lo clavó y Catalina fue a defenderse con su espada de madera de prácticas pues, por lo menos, había aprendido a hacer eso. Fue lo suficientemente rápida para ver el momento en que el fragmento cambiaba de dirección, pero el movimiento aún la cogió desprevenida, la espada efímera se deslizó en su corazón.

      —Otra vez —dijo Siobhan—. Hay poco tiempo.

      A pesar de lo que ella decía, parecía haber más tiempo del que Catalina podía haber imaginado. Los minutos parecían alargarse allí en el bosque, lleno de contrincantes que intentaban matarla y, mientras ellos lo intentaban, Catalina aprendía.

      Aprendía a luchar contra ellos, derribándolos con su espada de madera porque Siobhan había insistido en que dejara a un lado su espada de verdad para evitar el peligro de una herida de verdad. Aprendió a clavar y a cortar, a bloquear y a amagar, pues cada vez que cometía un error, el contorno fantasmal de una espada se colaba dentro de ella con un dolor que parecía demasiado real.

      Después de los que llevaban espadas estaban los que llevaban palos y mandarrias, arcos y mosquetes. Catalina aprendió a matar de un montón de maneras con sus manos, y a interpretar el momento en el que un enemigo le dispararía un arma, lanzándose al suelo. Aprendió a correr a través del bosque, saltando de rama en rama, huyendo de los enemigos mientras esquivaba y se escondía.

      Aprendió a esconderse y a moverse en silencio, pues cada vez que hacía un ruido, los enemigos efímeros se le echaban encima con más armas que con las que ella podía corresponder.

      —¿No podrías simplemente enseñarme? —exigió Catalina a Siobhan, gritando hacia los árboles.

      —Te estoy enseñando —respondió al aparecer de uno de los que había por allí cerca—. Si estuvieras aquí para aprender magia, podríamos hacerlo con libros y palabras amables, pero estás aquí para convertirte en mortífera. Para esto, el dolor es el mayor maestro que existe.

      Catalina apretó los dientes y continuó. Por lo menos aquí, había una razón para el dolor, a diferencia de la Casa de los Abandonados. Partió de nuevo hacia el


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