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Más Despacio. George SaoulidisЧитать онлайн книгу.

Más Despacio - George Saoulidis


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los resúmenes. Sus ojos escudriñaron el texto, asegurándose de mantener los comienzos y los finales de las líneas en su visión periférica. Revisó todo a un ritmo constante y rápido. Tuvo que forzarse conscientemente para no saltarse las líneas, como solía hacer. La dislexia era una putada en ese sentido. Era fácil que su mirada se distrajera y pasara por alto párrafos enteros sin darse cuenta.

      Y entonces tenía que retroceder y releerlos.

      Una pérdida de tiempo.

      Había examinado media página de datos filtrados cuando los vídeos finalmente decidieron cargar.

      Perfecto.

      Él miró. Estaban traducidos del mandarín y del coreano por la IA. El vídeo en sí mismo estaba editado, también por una IA. Reducido a lo más importante, sin pausas, ni entradas, ni introducciones. Únicamente datos.

      Y reproducido a 3.2 veces la velocidad normal.

      Gregoris lo fue adelantando con el teclado, quedándose con las preguntas importantes, observando las expresiones del hombre mientras asimilaba el texto traducido.

      Saltó hacia delante y hacia atrás en la línea temporal del vídeo, para volver a ver algunas partes.

      Entonces lo comprendió.

      El subtexto, el significado, la esencia, como quiera llamarse. Entendió lo que los datos fríos no pueden explicar. Lo que los algoritmos de procesamiento de datos no revelan.

      Shijie estaba a punto de lanzar un nuevo producto tecnológico. Su director general estaba prácticamente haciendo contorsionismo para no revelar esa información.

      Eso significaba que era inminente.

      Levantó el teléfono y llamó al Departamento de Compra de Acciones.

      En el tiempo que le tomó a un humano descolgar al otro lado, estudió dos páginas más de las noticias filtradas de la región.

      ―¿Sí?

      Nada de saludos. Había dejado eso claro con todos sus colegas de negocios.

      ―Compra 320 millones de Shijie.

      Un silencio.

      ―¿320? ¿He escuchado bien? Caray, tendré que conseguir aprobación para ese tipo de...

      ―Entonces consíguela ―dijo Gregoris sin rodeos.

      ―¡Está bien, está bien! ¿Puedo obtener algún tipo de dato para respaldar esta operación o algo así... ―El hombre se calló. Su correo electrónico acababa de recibir los datos en cuestión, las sutiles piezas del rompecabezas que habían llevado a Gregoris a esa decisión en particular.

      ―Léelo, obtén la aprobación y envíame la confirmación ―dijo Gregoris y colgó.

      Su reloj emitió un pitido, la alarma para dormir.

      Gregoris se subió a su cápsula, un sillón reclinable de aspecto futurista con una enorme burbuja de plástico sobre la cabeza. Se puso en posición y pronto estaba roncando en su fulminante siesta.

      Exactamente veinte minutos después se despertó, se echó agua en la cara y se sentó de nuevo en su puesto de trabajo.

      Revisó las notificaciones de su buzón de voz. Había pedido a la gente que le enviara las preguntas de esa manera, para poder acelerarlas y escucharlas mientras iba escribiendo las respuestas.

      Borró los cuatro mensajes del director financiero de Hermes sin abrirlos. El tipo era un payaso al que le gustaba escuchar su propia voz. Se oponía a todo y nunca leía ningún informe. Era una absoluta pérdida de tiempo. Un agujero negro de la comunicación recíproca y congruente, y nadie podía hacer nada al respecto debido al alto cargo que ocupaba en la compañía.

      Gregoris respondió sin escuchar sus mensajes, con generalidades. «Su preocupación es comprensible. Los datos muestran que...». «La compañía ha estado preparando en secreto durante meses una gran revelación...», etcétera.

      Gregoris suspiró y envió el correo electrónico.

      Aceleró el resto de los mensajes. Su propio jefe de departamento podía ser escuchado a velocidad 4.2, el hombre hablaba como si tuviera un derrame cerebral. Podías hervir un huevo en los huecos de la conversación con él. Le contestó por correo.

      Irma, la jefa de todo el sector bursátil era rápida. Podía escucharla a una velocidad 2.3. También le contestó a ella. «No, señora, es poco probable que las muecas del director de Shijie se debieran a que estaba estreñido. El hombre ha disfrutado de los mejores tratamientos de salud y reemplazos de órganos de la última década». Adjuntó los documentos que apoyaban su contraargumento. Se trataba de archivos obtenidos ilegalmente por el inexistente Departamento de Espionaje Corporativo de Hermes, pero podía compartirlos libremente con Irma. Todo estaba codificado de todos modos, y ella tenía la autorización requerida, además de que sus manos ya estaban más sucias que las de un fontanero desatascando un inodoro.

      Vaciló. La respuesta del mismísimo director general de Hermes era de medio segundo.

      Medio segundo.

      Fácilmente podría ser un «adelante».

      También podría ser un «no».

      Y «no» significa «NO», cuando lo dice el director de la corporación.

      Tamborileó los dedos en el escritorio, un viejo hábito que creía haber dejado atrás hacía años. Pero no podía contener la ansiedad.

      ¡Cuánto tiempo perdido, si esto se frenaba desde arriba! Era la alineación perfecta de acontecimientos internacionales, y había encontrado la aguja en el pajar de la información para entregarle el boleto ganador a su empresa, si los cobardes de arriba daban el paso. Ningún algoritmo podía hacer eso, a pesar de lo que pensaban los frikis del piso 51. Claro, los algoritmos podían hacer miles de operaciones por segundo, desempolvar décadas de datos para elaborar patrones de variación en el mercado. Pero también eran estúpidos. Extremadamente estúpidos. En realidad, eran tan estúpidos que el mercado mundial había estado a punto de estrellarse diecisiete veces ya en este milenio solo porque algún agente había parpadeado, provocando a los demás un ataque de frenesí colectivo y recurrente. La gente, los humanos de verdad, tuvieron que intervenir y cerrarlo, dejando el mercado congelado para empezar a revisar las transacciones manualmente durante largos meses de trabajo.

      Pero incluso Gregoris, que odiaba a muerte los algoritmos de mercado, podía reconocer a regañadientes que funcionaban. Incrementaban las ganancias, aunque en porcentajes minúsculos. Pero porcentajes minúsculos a diario y hablando de millones de dólares o euros o yenes, significaban cientos de miles en beneficios. Cantidades con las que un empleado medio no podría ni soñar después de veinte años de duro trabajo se transferían alrededor del mundo cien veces por segundo.

      No importaba, la mitad de los mercados bursátiles del mundo hoy en día estaban automatizados.

      Pero el jefe tenía fe en él, en su capacidad para ver más allá del procesamiento mecánico de datos, para intuir.

      Para predecir.

      Se estremeció. La oficina no estaba fría, por supuesto. Estaba a una temperatura óptima. Había sido psicológico. Abrió el mensaje de voz del director ejecutivo. Del propio Hermes.

      Lo reprodujo a velocidad normal, el jefe siempre era rápido y directo.

      La voz era demasiado joven para un puesto tan importante. Si no se sabía quién era, podría tomarse por un bromista adolescente.

      Pero lo importante era que la palabra fue: «Hazlo».

      Escuchó el mensaje tres veces antes de volver a respirar.

      Los mercados asiáticos abrieron a su hora.

      Hashtags en redes sociales, Twitter, Facebook, Agora, se incendiaron con el anuncio del gigante tecnológico Shijie. Era algo acerca de un juego de atrapar Pokemons de imitación o algo así,


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