El Doctor Centeno (novela completa). Benito Perez GaldosЧитать онлайн книгу.
y con cierto respeto, y el apolillado cartón se rasgó como un papel.
La cabeza era hueca, cual muchas de carne y hueso puestas sobre humanos hombros. En la mente de Felipe nació una idea... ¡qué idea! Pronto fué luz y norte de su alma... ¡Qué soberbia pieza para jugar al toro! El Doctor metió su cabeza dentro de la del animal, y vió que le venía como el mejor de los sombreros... Pero no veía nada. Los ojos no tenían agujeros... Tanto le dominó y subyugó su idea, que aquel mismo día hubo de subir con disimulo el cuchillo de la cocina, y le sacó los ojos al toro. Hizo dos agujeros, con los cuales la cabeza quedó convertida en admirable careta. ¡Bien, muy bien!
¡Si él se atreviera...! pero no, no se atrevería. Pues si se atreviera, ¡qué golpe!... ¡Si cuando estuviesen los chicos en lo mejor de la corrida se presentara él de repente con su cabeza puesta...! De fijo creerían que había entrado en la plaza un toro de verdad... ¡Qué sensación, qué efecto, qué delirio! ¡Con qué envidia le mirarían!... Porque él primero se dejaría desollar que ceder su cabeza á nadie... Pero no se atrevía, no...
Gran batalla surgió en su alma, turbándola espantosamente. Aquella idea tenía poder bastante para interrumpir su pesado sueño infantil. Á media noche despertaba creyendo estar en la plaza, haciendo lo que por el día había pensado. De día, y dando la lección, soñaba lo mismo, y no se volvía su espíritu á ninguna parte sin llevar consigo la idea tentadora, gozo y tormento de su existencia. Ya, en los breves ratos sustraídos á su obligación, no salía á la calle en busca de Juanito del Socorro (Redator), sino que en dos trancazos se encaramaba en el desván, y poniéndose la cabeza, arremetía al mismo San Lucas, á la Fe, á los rotos telones, y en todo ello, con las repetidas cornadas, abrió mil agujeros y desgarraduras. Por el boquete que el santo Evangelista tenía en su vientre, se le verían las entrañas si algunas hubiera.
Cuando se cansaba de este ejercicio, se divertía de otro modo. Tenía el desván un ventanillo alto que daba á los tejados y buhardillones de la vecindad. Con ayuda de un banco, Felipe subía hasta alcanzar con su cabeza el hueco, se ponía la del toro y se asomaba para ofrecer inusitado espectáculo á los chicos y á las mujeres de la buharda frontera. Él se reía lo increíble, viendo por los agujeros, que eran los ojos del animal, el estupor y miedo de los espectadores; y para dar más carácter á la broma, lanzaba desde el interior de su máscara un prolongado y terrorífico muú... imitando el bramar de la fiera. Los chicos de la vecindad que tal veían se alborotaban; las vecinas se asomaban también, y todo era curiosidad, cuchicheos, asombro y dudas... De pronto desaparecía el toro... Expectación. Presentábase de nuevo, llenando el marco del ventanucho; y como no se viera rastro de persona, ni se tenía noticia de que allí habitase nadie, crecía la sorpresa de aquella gente y la felicidad del Iscuelero.
Si se atreviera, ¡ay!... ¿pero cómo atreverse? Don Pedro le mataría.
X
En éstas y otras cosas pasaba el verano, época dichosa para algunos de los alumnos del capellán; mas no para Felipe y las demás víctimas, porque don José Ido siguió funcionando durante la canícula y don Pedro administrando coscorrones. Á tantas diversidades de tormentos uníase la asfixia, porque el infierno de Polo tenía exposición meridional, y si por una ventana salían lamentos, por otra entraban llamaradas. Se podía decir que en aquel caldeado altar de la instrucción se ofrecían á la bárbara diosa entendimientos cochifritos... Pero esto se queda aquí, pues lo que nos importa ahora es hablar de la solemnísima fiesta religiosa que celebraron las monjas, no se sabe bien si el 15 de Agosto ó el 8 de Septiembre, por haber cierta obscuridad en los documentos que de esto tratan. Mas como la fecha no es cosa esencial, y ambas festividades de la Virgen son igualmente grandes, queda libre este punto para que cada cual lo interprete ó aplique á su gusto.
Consta, sin género alguno de duda, que ofició el obispo de Caupolicán, prelado de excelsa virtud y humildad, y que dijo el panegírico nuestro buen don Pedro Polo, el cual supo salir muy airoso de su empeño, que consideraba el más arriesgado de su vida por ser alto y sutil el asunto, la función muy aparatosa, el auditorio escogidísimo. Su varonil presencia en la cátedra, así como su hermosa voz, le aseguraban las tres cuartas partes del éxito. Gustó mucho el sermón, y de uno á otro confín de la iglesia, cuando don Pedro bajaba del púlpito, se oían esos murmullos de aprobación que equivalen á los aplausos que en otros sitios manifiestan el contento del público. Doña Claudia y Marcelina habían mojado entre las dos, de tanto llorar, una docena de pañuelos. No faltaba ninguno de los amigos de la casa: Morales y su esposa, don José Ido, el fotógrafo y el empleado de Hacienda con sus señoras respectivas, y Sánchez Emperador con sus dos guapas niñas, Amparo y Refugio.
Felipe y Juanito del Socorro se habían subido al coro para ver mejor y estar al lado de la música y oirla de cerca. Pegados al que tocaba el contrabajo, estorbaban sus gallardos movimientos en tal manera, que el buen músico, un anciano de mucha paciencia y cortesía, les dijo alguna vez, apartándoles:
—Si me hicieran ustedes el favor...
Felipe estaba lelo, mirando cómo vibraban las cuerdas de aquel formidable instrumento; luego observaba embelesado cómo abrían la boca los cantores; y él y Juanito agradecían mucho que se les mandara tener algún papel de música ó traer un vaso de agua al señor director, el cual era un hombre con mucha hormiguilla en el cuerpo, según se movía y dislocaba para conducir la orquesta y toda la balumba de voces.
Durante el panegírico, ambos, aburridísimos, se fueron á la calle y se metieron en la redacción, que estaba desierta por ser día festivo. Revolvieron los pupitres de los redactores, comieron obleas rojas, cortaron pedazos de periódico, escribieron en las cuartillas. En un momento de entusiasmo, Juanito se subió sobre la mesa, y empezó á repetir frases que antes oyera y que se habían grabado en su memoria. El condenado imitaba la voz y gesto de alguno de los periodistas ausentes, diciendo:
—Señores, esto se va... los dioses se van... esto matará á aquello.
Después subieron al campanario del convento. Juanito, siempre fatuo y vanidoso, contaba á Felipe las grandezas de su casa. ¡Qué cosas le dijo! Su madre tenía una silla dorada, y su padre era amigo de un Marqués. Él iba á estudiar para redator, y su padre no esperaba sino que llegara la jarana para ponerse su uniforme de capitán de la milicia. Como en estas conversaciones siempre sacaba á relucir el del Socorro los términos que oía, habló á Felipe del pueblo soberano, de la revolución próxima, de los curas, de la tropa y de ahorcar mucha y diversa gente. Esto, dicho en las alturas del campanario y bajo los ardientes rayos del sol, le puso á mi Felipe la cabeza toda exaltada y como en ebullición, llena de ideas sediciosas y disolventes. Cuando bajaban á saltos por la angosta escalera, le dijo Socorro:
—Aquel obispote que está en el altar mayor, es el capitán general de los curas... ¡Vaya un peje!... ¡Cuando se arme...!
Concluída la función, hubo refresco en casa de don Pedro. Las monjas enviaron dulces y bartolillos, y el predicador laureado sacó de un misterioso armario de su cuarto botellas de vino añejo que le había regalado el padre de uno de sus alumnos. Brindó el fotógrafo por el primero de nuestros oradores sagrados, cuyo elogio recibió don Pedro con carcajadas de modestia. El oficial de Hacienda, frotándose las manos, no cesaba de decir:
—Bien, señor de Polo, muy bien.
Doña Claudia se reía como si no tuviera bien sentado el juicio, y el majestuosísimo don Florencio Mora...les y Temprado daba fuertes palmadas en el hombro del héroe del día, promulgando estas observaciones que merecen ser entregadas á la posteridad:
—Vas á dejar atrás al célebre Troncoso y á ese que llaman Bordalúo... Estuviste muy propio. Así da gusto oir predicar. Esto es religión, porque francamente y entre paréntesis, querido, cuando suben á la cátedra del Espíritu Santo, ó pongamos el caso, á la tribuna de un Congreso, algunos que...
Amparo y Refugio miraban á Polo con cierta veneración. Refugio,