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Historia sencilla de la filosofía. Rafael Gambra CiudadЧитать онлайн книгу.

Historia sencilla de la filosofía - Rafael Gambra Ciudad


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las relaciones que el azar dispuso entre el más alto representante del genio griego y Alejandro de Macedonia. Nunca llegaron a entenderse; hablaban lenguajes diversos y la disensión no tardó en surgir. Vuelto a Atenas, funda Aristóteles una institución similar a la Academia platónica, el Liceo, en la cual ejerció un fecundo magisterio. Cundió en el Liceo la costumbre de dialogar paseando por un jardín, por lo que se le llamó también Peripato —que significa paseo— y peripatéticos a los discípulos y seguidores de Aristóteles.

      Entre las obras que de Aristóteles se conservan hay que destacar en primer lugar, por su carácter introductorio, la Lógica, que él llamó Organon (o instrumento, instrumento del saber). Es notable el hecho de que esta compleja ciencia de la estructura interna del pensamiento fue descubierta y expuesta casi en su totalidad por Aristóteles, sin que toda la humanidad posterior haya podido añadir otra cosa que leves detalles o modernamente su conjugación con la matemática. Toda la minuciosa doctrina de las formas generales del pensamiento (concepto, juicio y raciocinio) con sus clasificaciones, leyes y combinaciones, y toda la teoría de las formas particulares del pensamiento científico (definición, división, método), aparecen en el Organon aristotélico casi en la forma en que son estudiadas hoy mismo.

      Pero aquí nos interesa su Metafísica, obra que condensa la concepción aristotélica del ser y prolonga el pensamiento filosófico en el punto en que lo dejamos. Aristóteles dio a este tratado el nombre de Filosofía primera; el de metafísica le advino después, en razón del lugar que ocupaba en su obra, detrás de la física. Esta Filosofía primera es, según su propia definición, la ciencia del ser en cuanto ser, es decir, la ciencia que resulta del tercer grado de abstracción.

      Comienza Aristóteles admitiendo con Platón un universal que es causa de las perfecciones de las cosas, es decir, de que sean esto o aquello. Pero este universal no está para él en un mundo superior y distinto, sino en las cosas mismas, como uno de los principios metafísicos que las constituyen. En la realidad solo existen para Aristóteles las cosas individuales, concretas, lo que él llama sustancias. Pero estas sustancias realizan, cada una a su manera, un universal o modo de ser general, la esencia, aquello que la cosa es, y cuyo ser comparte con los demás individuos de su misma especie. Así, por ejemplo, solo existen real y separadamente hombres concretos, diferentes, pero todos realizan el mismo universal hombre, que es su esencia común. Esta individualidad y esta universalidad que se dan unidas en las cosas materiales concretas se explican, según Aristóteles, por dos principios físicos, que él llama materia y forma (ulé y morfé, en griego; de aquí el nombre de hilemorfismo que se da a esta teoría).

      La forma, heredera de la idea platónica, es «un principio universal, causa de las perfecciones específicas de un ser, y origen de inteligibilidad». La forma —hombre, caballo, justicia—, hacen que este hombre, ese caballo, aquel acto justo, sean lo que son: hombre, caballo, justicia. Además, por la forma comprendemos las cosas: comprender algo es, como veremos, a modo de una iluminación de su forma que realiza el entendimiento. Lo que las cosas tienen de puramente individual es incomprensible intelectualmente; el individuo solo es accesible a la experiencia sensible. Imaginemos una familia a la que ha llegado un pariente que residió siempre en América. Un miembro de la familia va a puerto a recibirle. Los restantes miembros sienten viva curiosidad por el que acaba de llegar. Para satisfacerlos, el familiar que se destacó les habla por teléfono intentando explicarles cómo es. Les dirá, por ejemplo, que es alto, moreno, de edad mediana, etcétera. Es decir, destacará de él varios conceptos universales, generales, y, con ello, podrá comunicar quizá a los ausentes una idea aproximada; pero, aunque pasara toda su vida expresando rasgos diferenciales de la personalidad del recién venido, no lograría transmitir la imagen concreta, viva, real, que él adquirió en un instante con solo verle. La individualidad es impenetrable a la razón e inexpresable, por tanto; la intelección se realiza siempre por medio de lo universal.

      La materia prima es, en cambio, «un principio pasivo, inerte, origen de la individuación». Por la materia los seres se individúan, se hacen esta cosa concreta, diferente, ella misma. La materia no es ya para Aristóteles algo meramente negativo —limitación de ser— como era en Platón, sino un principio o causa del ser que, comunicándose, fundiéndose con la forma, da lugar al ser existente o sustancia.

      Un carpintero, por ejemplo, construye mesas de acuerdo con una idea o esquema que posee. La forma de esos objetos será esa idea con arreglo a la que fueron hechos. Si ese carpintero tiene que transmitir a otro la idea de su mesa, con que lo haga una vez, si lo hace bien, será suficiente; la repetición sería prolijidad innecesaria; lo mismo acontece con todas las ideas u objetos inteligibles. En cambio, si lo que debe transmitirse o entregarse son las mesas mismas, aunque sean todas iguales, no dará lo mismo que sea una o que sean cien. Se trata ya de sustancias diferentes, realizadas en materia, individualizadas por ella.

      Tratemos de llegar a ver qué es esto que Aristóteles llama materia prima. Si preguntamos al carpintero, nos dirá que «su materia prima» es la madera, y si al herrero, que el hierro; sin embargo, esto no es todavía la materia prima filosófica, porque hierro y madera son también sustancias existentes que tienen una forma, lo que diferencia la madera del hierro. Materia prima será el sustrato común de ambas cosas, un algo indeterminado, incognoscible por principio, que penetrándose con la forma, depara al ser que existe su concreción individual.

      Materia y forma son las dos primeras causas del ser, que Aristóteles enumera; explicar un ser —dice— es dar cuenta de las causas que han intervenido en su existencia. Estas son cuatro: causa material, formal, eficiente y final. Imaginemos una estatua de Julio César. Podemos decir que depende o es efecto de estas cosas: de la idea de Julio César que el escultor poseía y que imprimió al mármol (causa formal); del mármol mismo, sin el cual no habría estatua (causa material); de la acción del escultor, que con su cincel y su martillo sacó de su indeterminación a la materia (causa eficiente), y del fin que el escultor se propuso al hacer la estatua (agradar a César, ganar dinero, realizar la belleza...) (causa final). A las dos primeras causas les llamó Aristóteles intrínsecas porque actúan desde dentro, penetrándose, para la producción del ser; las otras dos son extrínsecas: la eficiente es la acción —causa impulsiva— de que es capaz el ser ya existente; la final se opera a través de la mente del que obra, que conoce el término de la acción y en vista de él —atractivamente— obra.

      Esta causa final no se da solo, según Aristóteles, en la acción del ser inteligente, sino que también se halla impresa en la naturaleza. La forma de los seres tiende en ellos a su propia perfección, abriéndose paso a través de la limitación, de la imperfección, que le imponen la materia y la individualidad. Por ello, los seres poseen tendencias naturales y unos tienden hacia otros, ya que, así como todos tienen una primera fraternidad en el ser, poseen otras afinidades que los hacen mutuamente perfectibles, por una ley universal de armonía que preside al Cosmos. Unos tienden a su fin ciegamente, como acontece en las afinidades químicas de los cuerpos, por ejemplo; otros instintivamente, como los animales, conociendo su objeto, pero no la razón de apetecerlo; otros, en fin —los hombres—, racionalmente, libremente, conociendo la razón de apetibilidad y pudiendo, al no estar determinados por los objetos mismos, apartarse de su cumplimiento en razón de otros motivos inferiores. De aquí que la finalidad no sea solo un modo de apetecer y de obrar los seres dotados de conocimiento, sino que está impresa en las formas mismas (entelequias) y en el orden general del Universo.

      Complementa a esta teoría de las causas del ser otra sobre los principios del devenir universal, sobre el movimiento en general. Recordemos que los dos problemas primeros que movieron al hombre a filosofar fueron la pluralidad de los seres y el movimiento, esto es, el cambio, la caducidad de las cosas. La teoría de la materia y la forma respondía al primero de estos problemas; la que vamos ahora a ver, al segundo. Trátase de la teoría de la potencia y el acto, que es central en el pensamiento de Aristóteles.

      Parménides, como recordamos, no admitía el movimiento, porque oponía el ser al no-ser y rechazaba este por impensable. Pero entre el ser y el no-ser hay más que mera oposición, hay contrariedad; cabe entre ambos un tercer término: el ser en potencia. Lo que no es todavía,


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