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Guerra y Paz. Leon TolstoiЧитать онлайн книгу.

Guerra y Paz - Leon  Tolstoi


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a Jerkov para que dijera al general en jefe, aquel mismo que en Braunau mandaba el regimiento que revistó Kutuzov, que retrocediera tan rápidamente como le fuera posible y se situase tras el torrente, ya que el flanco derecho no podría resistir sin duda demasiado tiempo el empuje del enemigo. Tuchin y el batallón que le cubría fueron olvidados. El príncipe Andrés escuchaba atentamente las palabras que dirigía el príncipe Bagration a los jefes y las órdenes que daba, y con gran extrañeza suya veía que en realidad no se daba ninguna orden y que el Príncipe procuraba dar a todo aquello, que se hacía por necesidad, por azar o por la voluntad de otros jefes, la apariencia de actos realizados, si no por orden suya, por lo menos de acuerdo con sus intenciones. Gracias al tacto que mostraba el príncipe Bagration. El príncipe Andrés comprendió que, a pesar del giro que pudieran tomar los acontecimientos y su independencia con respecto a la voluntad del jefe, la presencia del general era importantísima. Los jefes que se acercaban a Bagration con las caras descompuestas se reanimaban; los soldados y los oficiales le saludaban alegremente, cobrando nuevos ánimos en su presencia, y ante él se exaltaba su coraje.

      VIII

      Llegado al punto culminante del flanco derecho de las tropas rusas, el príncipe Bagration comenzó a descender hacia donde se dejaba oír un continuado fuego y donde nada se veía, consecuencia de la espesa humareda de la pólvora. Cuanto más se acercaba al llano, más difícil se hacía el ver las cosas, pero más sensible la proximidad del verdadero campo de batalla. Comenzaron a encontrar heridos: dos soldados llevados en brazos; uno de ellos tenía la cabeza descubierta y llena de sangre; del pecho salíale a la boca un estertor y vomitaba frecuentemente. Sin duda la bala le había destrozado la boca o la garganta. El otro caminaba solo valientemente, sin fusil. Gritaba y movía el brazo, donde tenía una herida reciente, de la que brotaba la sangre sobre el capote como de una botella. Su cara daba más sensación de terror que de sufrimiento. Hacía un minuto que había sido herido.

      Después de atravesar la carretera comenzaron a bajar por el atajo, y en el declive vieron a algunos hombres tumbados. Encontraron un gran número de soldados, muchos de los cuales estaban heridos. Subían la montaña respirando afanosamente, y, a pesar de la presencia del general, hablaban en alta voz moviendo las manos. Delante, entre el humo, veíanse los capotes grises colocados en fila, y el oficial, al ver llegar a Bagration, corrió gritando tras los soldados que subían en multitud y les hizo retroceder. Bagration se acercó a la fila donde por un lado y por otro oíase el rumor de los disparos, que se sucedían rápidamente y que ahogaban las conversaciones y los gritos del general. El aire estaba impregnado del humo de la pólvora. Las caras de los soldados, ennegrecidas ya, resplandecían de animación. Unos limpiaban los fusiles con las baquetas, otros los cargaban extrayendo los cartuchos de las cartucheras, y otros, en fin, disparaban. Pero ¿contra quién tiraban? No era posible verlo a causa del humo, que el viento era incapaz de barrer. Con frecuencia oíanse los agradables rumores de un zumbido o de un silbido.

      «¿Qué será esto?-pensaba el príncipe Andrés al acercarse al grupo de soldados -. No puede ser un ataque, porque no avanzan. Tampoco pueden formar el cuadro, por cuanto no es ésta la formación justa.»

      Un viejo delgado, de aspecto enfermizo, el comandante del regimiento, con una amable sonrisa y con los párpados medio cerrados sobre sus ojos fatigados por los años, lo que le daba una dulce expresión, se acercó al príncipe Bagration y lo recibió como el cabeza de familia recibe a un querido huésped. Contó al Príncipe que los franceses habían dirigido un ataque de caballería contra su regimiento. Que el ataque había sido rechazado, pero que la mitad de sus soldados habían muerto. El comandante del regimiento decía que el ataque había sido rechazado, aplicando este término militar a lo que le había ocurrido a su regimiento, pero, realmente, ni él mismo sabía qué habían hecho sus tropas durante aquella media hora, y no podía decir con seguridad si la carga había sido rechazada o el regimiento aniquilado. Sabía tan sólo que al principio, durante el cañoneo dirigido contra sus fuerzas, alguien había gritado: «¡La caballería!», y que los rusos habían comenzado a disparar. Que habían disparado hasta entonces y que continuaban tirando todavía, no contra la caballería, que había retrocedido, sino contra la infantería francesa, que en aquel momento disparaba contra los rusos desde la llanura. El príncipe Bagration bajó la cabeza, como si quisiera manifestar que la batalla se desarrollaba según lo que deseaba y suponía. Se dirigió al ayudante de campo y le dijo que enviase de la montaña dos batallones del sexto de cazadores, ante los cuales acababan de pasar. El príncipe Andrés quedóse sorprendido del cambio que se había operado en el rostro del príncipe Bagration. Su fisonomía expresaba aquella decisión concentrada y optimista del hombre que después de un día caluroso se dispone a lanzarse al agua y efectúa los últimos preparativos. Sus ojos ya no parecían adormecidos, ni su mirada vagaba, ni tampoco su actitud era tan profundamente grave. Sus ojos de lince, redondeados y resueltos, miraban hacia delante con cierta solemnidad y con cierto desdén, y, aparentemente, no se detenían en nada, a pesar de que en este movimiento todavía hubiese la lentitud y regularidad de antes. El jefe del regimiento se dirigió al príncipe Bagration y le suplicó que se alejase de aquel lugar demasiado peligroso.

      – En nombre de Dios, se lo ruego, Excelencia – dijo tratando de encontrar ayuda entre los oficiales de la escolta, que volvieron la cara -. Por favor, hagan el favor de mirar – y los hacía darse cuenta de las balas que zumbaban constantemente y cantaban silbando en torno a ellos. Hablaba en tono de súplica huraña, como un leñador que dijera a su patrón: «Esto, nosotros lo hacemos muy bien, pero a usted se le llenarían las manos de ampollas.» Hablaba como si las balas no le pudieran tocar a él, y sus ojos, entornados, daban a sus palabras un tono aún más persuasivo. El oficial de Estado Mayor unió sus exhortaciones a las del jefe del regimiento, pero el príncipe Bagration no le respondió y se limitó a ordenar que hiciera cesar el fuego y que se formaran para dejar sitio al segundo batallón, que estaba ya cerca. Mientras hablaban, las nubes de humo, que el viento hacía oscilar de derecha a izquierda y que ocultaban por completo el valle y la montaña de enfrente, cubierta de franceses en marcha, se abrieron ante ellos como corridas por una mano invisible. Todos los ojos se fijaron involuntariamente en aquella columna de franceses que avanzaba hacia las tropas rusas, serpenteando por las anfractuosidades del terreno. Podía ya distinguirse la gorra alta y peluda de los soldados. Distinguíase a éstos de los oficiales, y veíase a la bandera flamear al viento.

      – Marchan muy bien – dijo alguien de la escolta de Bagration.

      El jefe de la columna llegaba ya al llano. El encuentro había de efectuarse por aquel lado del declive. El resto del regimiento ruso que se hallaba en fuego se puso en fila apresuradamente y se apartó a la derecha. Por detrás acercábanse, en perfecta formación, dos batallones del sexto de cazadores. No habían llegado aún donde se encontraba Bagration, pero oíanse los pasos lejanos, pesados, cadenciosos, de toda aquella masa de hombres. Al lado izquierdo de la formación marchaba en dirección al Príncipe el jefe de la compañía, un hombre joven y apuesto de redonda cara, de tímida y satisfecha expresión. Evidentemente, en aquel instante no pensaba en nada, a excepción de que iba a desfilar ante su jefe. Poseído de la ambición de ascender, marchaba alegremente, moviendo las musculosas piernas como si nadara. Se erguía sin esfuerzo, y por esta ligereza se distinguía del paso pesado de los soldados, que marchaban acordando sus pasos a los de él. Cerca de la pierna llevaba el sable desnudo, delgado, estrecho, un pequeño sable curvo que no parecía un arma. Volviéndose hacia su superior o hacia el lado opuesto, no sin perder el paso, daba gravemente la media vuelta y parecía que todos sus esfuerzos estuvieran dirigidos a pasar ante su superior de la mejor manera posible, y se presentía que había de considerarse feliz si lo conseguía. «¡A la izquierda…! ¡A la izquierda…! ¡A la izquierda!», parecía que dijera a cada paso. Y siguiendo este compás, el contingente de soldados, agobiados por el peso de los fusiles y las mochilas, avanzaba, y cada uno de ellos, después de cada paso, parecía que repitiese mentalmente: «A la izquierda… A la izquierda… A la izquierda…» El grueso Mayor, resoplando, perdía el paso, tropezando con cada matorral. Un rezagado, jadeante, con el semblante aterrorizado a causa de su retraso, corría con todas sus fuerzas para alcanzar la compañía. Una bala, rasgando el aire, pasó sobre el príncipe Bagration y su escolta, como siguiendo el compás: «A la izquierda… A la izquierda… A la izquierda… »

      – Apretad


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