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Doña Luz. Juan ValeraЧитать онлайн книгу.

Doña Luz - Juan Valera


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las dos mozas de cuerpo de casa, la costurera y planchadora, la cocinera, el mozo de la caballeriza, Tomás y su ayudante, y la Juana, doncella de la señorita doña Luz.

      El aperador y los suyos hacían rancho aparte y tenían una cocinilla moruna donde guisaba la aperadora.

      Esto no impedía que ella, o alguno de sus hijos, o todos, incluso el aperador, aunque no hijo, sino padre, estuviesen convidados con frecuencia a la mesa de la familia, a la cual se sentaban asimismo el mulero y otros cuando estaban en el lugar, y a la cual la señora Petra y la Juana se atribuían el derecho, y no se descuidaban en ejercerle, de hacer las invitaciones que se les antojaban.

      Tal era la casa en que durante doce años había vivido doña Luz, y tal la gente de que estaba rodeada en mayo de 1860.

       Índice

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      Doña Luz, dadas las circunstancias en que se hallaba y las condiciones de su carácter, no podía menos de vivir como vivía.

      El orgullo es malo sin duda.

      ¿Cuánto mejor y más cristiana no es la humildad? En el orgullo hay mucho de egoísmo, mientras que la humildad es toda devoción y abandono. Y sin embargo, ¿cómo negar que un orgullo bien dirigido es causa a veces de altas virtudes y de honrada conducta?

      Sea como sea, no debemos ocultar que nuestra heroína era muy orgullosa.

      Quien esto escribe no tiene manías o predilecciones aristocráticas. Al contrario, siempre se ha obstinado en creer que no vale menos la gente de los lugares que la más encopetada de la corte. Mutatis mutandis, todo le parece lo mismo: la mujer del alcalde es igual a una emperatriz o reina, la del escribano equivale a la duquesa más en moda en Madrid, y el majo Fulanito se le antoja más brioso, y gallardo, buen jinete, seductor, afable y ameno, que el más perfecto dandy de cuantos ha conocido.

      Pero, mirándolo bien, esto no es espíritu democrático discreto, sino negro y desconsolador pesimismo. La democracia optimista y sana consiste, sin duda, en creer que la mejor educación desde la primera infancia, el buen ejemplo y nombre de padres y abuelos, la obligación de no deshonrar ni deslustrar este buen nombre y el vivir en medio más urbano y culto, deben ser escuela e incentivo eficaz para ser virtuosos o discretos, o seductores, o dignos o todo a la vez. En igualdad de índole y de luces intelectuales debe, por consiguiente, valer mucho más quien posee los dichos exteriores requisitos que aquel que no los posee: en igualdad de condiciones internas, la hija de un marqués, por ejemplo, aun cuando sea bastarda, debe conducirse mejor que la hija de un pelafustán. De entender lo contrario por espíritu democrático, se seguiría que lo que debemos desear es la igualdad bajando y no subiendo: la nivelación en la ignorancia, la abyección y la miseria, y no la nivelación y elevación posibles, en todos aquellos medios, en toda aquella acumulación de recursos hecha por las pasadas generaciones, a fin de que con su auxilio sigamos ascendiendo hacia el bien, hacia la luz y hacia la belleza.

      Yo comprendo como veneranda y punto menos que santa, aunque vaya por caminos extraviados, la intención del demagogo, demócrata y hasta socialista, que pugne por dar a todos los hombres educación liberal, recursos y cuantos elementos gozan los llamados aristócratas, si es que estos elementos valen, no sólo para gozar, sino para ser mejores; pero si sólo valen para gozar y ser más débiles, corrompidos y ruines, no me explico la democracia progresista, sino la democracia de Rousseau, que procura retrotraer a la humanidad al estado salvaje.

      De cualquier modo que sea, conste que yo no defiendo aquí esta o aquella opinión. No es lo que escribo un tratado de filosofía política. No intento tampoco presentar a doña Luz como un dechado de excelencias, sino presentarla tal como ella fue.

      Doña Luz sentía profundamente la dignidad humana, pero suponía que lo claro y distinto de este sentimiento, que había en ella más que en otras personas, no dependía sólo de un don natural y gratuito, sino de una educación superior a la de la generalidad, y mucho más esmerada. Esto, más bien que orgullo, parece modestia. Ella creía tener un ideal de sí propia que había ido realizando y como trayendo fuera, merced sin duda a su misma energía, pero auxiliada de circunstancias dichosas e iniciales que debía a la Providencia, y en que no todos, sino pocos, se hallan. Se juzgaba, pues, como favorecida por Dios, y por lo mismo con más obligaciones que cumplir. Por cada favor divino, una obligación sagrada. Tenía talento, estaba obligada a cultivarle; era bella y fuerte, necesitaba conservar su fuerza y su hermosura; había recibido un nombre ilustre, y, ya que no acertase a ilustrarle más, no debía mancharle.

      Aunque ella se considerara igual por naturaleza a los demás seres humanos, los juzgaba a todos marchando en busca de mayor bien y de superior altura más luminosa y serena. Si ella, aun cuando fuese por un capricho de la suerte, iba delante y se hallaba más cerca de la cumbre, su filantropía no podía extenderse a más que a dar la mano a los que estuviesen en condiciones de trepar hasta donde estaba ella, y no a aquellos que estaban tan bajos o tan hundidos en el lodo, que en vez de alzarlos, se dejaría ella arrastrar cayendo en el lodo también.

      Ya hemos indicado que el orgullo de doña Luz se velaba y envolvía en el más discreto disimulo; y esto no sólo por prudencia y por interés propio, sino por vivo sentimiento de caridad. Nada le dolía tanto como humillar al prójimo. Si tal vez se complacía en lucir alguna habilidad, alguna buena prenda de su espíritu, algún primor o elegancia de su persona, era con los capaces de sentir el estímulo de imitarla o alzarse hasta ella; no por el prurito de excitar estéril admiración o envidia dolorosa.

      Doña Luz, por lo mismo que tenía tanto orgullo, no tenía chispa de vanidad. Gustaba en todo de pagar con usura lo que recibía. No anhelaba que la amasen más de lo que podía amar ella. La coquetería era, pues, para doña Luz un vicio ignorado y casi incomprensible. Su fallo, la propia sentencia que ella dictaba acerca de cualquiera calidad, acto o virtud de su persona, la lisonjeaba y complacía mil veces más que todo el aplauso de cuantos la rodeaban. Así es que sólo quería agradar de puro bondadosa: por donde resultaban en ella una naturalidad, una modestia y un olvido aparente de su propio mérito, que encantaban y pasmaban.

      Otras mujeres están anhelando siempre inspirar pasiones; doña Luz huía de inspirarlas; y, aplicando un pronto desengaño, las mataba en todo corazón antes de que naciesen. ¿Para qué ser amada si no había de amar a quien la amase? En amor, lo mismo que en amistad, doña Luz deseaba dar el doble. Y no pudiendo amar en Villafría, había poco a poco apartado de sí a todos los mozos del lugar, y había elegido sus amigos íntimos entre los viejos.

      Si era dulce en su trato con todos, usaba tan estudiada cortesía, que sin que la tildasen de soberbia, evitaba la intimidad con todos, menos con cuatro sujetos.

      El primero era D. Miguel, cura de la parroquia, anciano excelente aunque de cortísimos alcances, con quien se confesaba todos los meses, a quien daba sus ahorrillos para que los repartiese en limosnas a los necesitados, y con quien a menudo jugaba al tute. El corazón y la mente de doña Luz eran para el pobre cura el libro de los siete sellos. En esta oscuridad, y siendo además D. Miguel poco entusiasta, quería con moderación a doña Luz; pero la quería con toda la fuerza de alma de que él podía disponer para el cariño, que era poquísima. Doña Luz, en cambio, idolatraba al cura de cierta manera. Se complacía en aquella transparencia, en aquella nitidez, en aquella bendita vaciedad de su espíritu, y le mimaba y agasajaba como a un niño pequeñuelo. Por medio de un contrabandista que iba y venía con telas de algodón, hacía traer de Lisboa para D. Miguel el rapé más selecto; y, procurando que no le hiciesen mal, le enviaba confites, bizcochos y otras golosinas, a que el cura era muy aficionado.

      Otro íntimo de más importancia, era el médico D. Anselmo. Y digo de más importancia, por lo que él valía, no porque doña Luz le necesitase. La salud de doña Luz


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