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El amigo Manso. Benito Perez GaldosЧитать онлайн книгу.

El amigo Manso - Benito Perez  Galdos


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sólido de los hombres? ¿Tendremos en él una de tantas eminencias sin principios, ó la personificación del espíritu práctico y positivo?» Aturdido yo, no sabía qué contestarme.

      Iba descubriendo además Manolito un don de gentes cual no le he visto semejante en ningún chico de su edad. Sabía inspirar vivas simpatías á toda persona con quien hablaba, y su gracia, su fácil expresión, su oportunidad, daban á su palabra una fuerza convincente y dominadora que le abría las puertas de todos los corazones. Sabía ponerse al nivel intelectual de su interlocutor, hablando con cada uno el lenguaje que le correspondía. Pero lo más digno de alabanza en él era su excelente corazón, cuyas expansiones iban frecuentemente más lejos de lo que los buenos términos de la generosidad piden. Yo tuve empeño en regularizar sus nobles sentimientos y su espíritu de caridad, marcándole juiciosos límites y reglas. También trabajé en corregirle el pernicioso hábito de gastar dinero tontamente, empleándolo en fruslerías tan pronto adquiridas como olvidadas. Imposible me fué quitarle el vicio de fumar, por ser ya viejo en él; pero triunfé contra la maldita maña suya de estar siempre chupando caramelos, de los cuales tenía lleno el bolsillo. Con esto y el fumar, se le quitaban las ganas de comer; y lo peor era que durante la lección me engolosinaba á mí; y tal imperio tiene la costumbre y de tal manera se apodera de nuestros flacos sentidos cualquier vano apetito, que el día en que, por mi propio mandato, faltaron los caramelos, los echó mi lengua de menos, y casi casi me mortificó aquella falta.

      Cuánto me agradecía doña Javiera las reformas obtenidas en la conducta de su hijo, no hay para qué decirlo. Las declaraciones de su gratitud venían á mí por Páscuas y otras festividades en forma de jamones, morcillas y butifarras, todo de lo mejor y abundantísimo; pero tan grande economía resultaba á la señora de Peña de las restricciones impuestas por mí al bolsillo filial, que aunque me regalase media tienda, siempre salía ganando.

      Vestía Manuel con elegancia y variedad, y jamás intenté moderarle mucho en esto, porque la compostura de la persona es garantía de los buenos modales y un principio por sí de buena educación. Como el muchacho era rico y había de representar en el mundo un papel muy airoso, debía prepararse á ello, cultivando y ensayando desde luego el aspecto, la forma, el buen parecer, el estilo, pues estilo es esto que da al caracter lo que la frase al pensamiento, es decir, tono, corte, vigor y personalidad. Lo que no me gustaba era verle adoptar algunas veces, con capricho elegante, las maneras y el traje de la gente torera, para ir al encierro ó á una expedición de campo ó á visitar la dehesa en que están los toros. Discusiones reñidas y un tanto agrias tuvimos sobre esto; él se defendía con zalamerías, y yo, conociendo que debe dejarse á cada edad, si no todo, parte de lo que le pertenece, y que además es locura prescindir del medio ambiente y del influjo local, transigía, dejando que el tiempo, con las exigencias serias de la vida, curara á mi discípulo de aquella pueril vanidad.

      Yo no cesaba de pensar en las dificultades con que Manolito tendría que combatir para abrirse paso en la sociedad y para ocupar en ella un puesto conforme á sus altas dotes. ¡Delicada cuestión! Es evidentísimo que la democracia social ha echado entre nosotros profundas raíces, y á nadie se le pregunta quién es ni de dónde ha salido para admitirle en todas partes y festejarle y aplaudirle, siempre que tenga dinero ó talento. Todos conocemos á diferentes personas de origen humildísimo que llegan á los primeros puestos, y aun se alían con las razas históricas. El dinero y el ingenio, sustituidos á menudo por sus similares, ágio y travesura, han roto aquí las barreras todas, estableciendo la confusión de clases en grado más alto y con aplicaciones más positivas que en los países europeos, donde la democracia, excluida de las costumbres, tiene representación en las leyes. Bajo este punto de vista, y aparte de la gran desemejanza política, España se va pareciendo, cosa extraña, á los Estados Unidos de América, y como esta nación va siendo un país escéptico y utilitario, donde el espíritu fundente y nivelador domina sobre todo. La historia tiene cada día entre nosotros menos valor de aplicación y está toda ella en las frías manos del arqueólogo, del curioso, del coleccionista y del erudito seco y monomaniaco. Las improvisaciones de fortuna y posición menudean, la tradición, quizás por haberse hecho odiosa con apelaciones á la fuerza, carece de prestigio, la libertad de pensamiento toma un vuelo extraordinario, y las energías fatales de la época, riqueza y talento, extienden su inmenso imperio.

      Pero esta trasformación, con ser ya tan avanzada, no ha llegado al punto de excluir ciertos miramientos, ciertos reparillos en lo que toca á la admisión de personas de bajo origen en el ciclo céntrico, digámoslo así, de la sociedad. Si el bajo origen está lejano, aunque solamente lo separe del tiempo presente el espacio de un par de lustros, todo va bien, muy bien. Nuestra democracia es olvidadiza; pero no ha llegado á ser ciega; así, cuando la bajeza está presente y visible, cuesta algún trabajo disimularla con dinero. ¿Quién duda que en ciertos escudos de nobleza podría pintarse una pierna de carnero, un pececillo ó cualquier otro emblema de baja industria? Pero el origen de estas casas se halla ya tan lejano, que nadie se cuida de él, mientras que en el caso de mi discípulo, aún subsistía abierto el plebeyo establecimiento, y aquel Manolito Peña tan listo, tan discreto, tan guapo, tan distinguido, tan noble en todo y por todo, solía ser llamado entre sus compañeros de la Universidad: el hijo de la carnicera.

      Yo no hablaba con él de estas cosas; pero pensaba mucho en ellas y temía penosas contrariedades. Un día que hablábamos de su porvenir y de sus proyectos, me confesó que andaba algo enamorado de la hija del empresario de la Plaza de Toros, chica bonita y graciosa. Doña Javiera también lo supo y no pareció contrariada. La niña de Vendesol era de honrada familia, heredera única de una gran fortuna; parecía de inmejorables condiciones morales, y en jerarquía superaba á Manuel, pues si bien los Vendesol habían sido carniceros, la tienda se cerró treinta años há, y luego fueron tratantes en ganado, contratistas de abastos en grande escala. Doña Javiera veía con gusto la inclinación de su hijo, y con su buen humor me decía:

      —Esto parece cosa de la Providencia, amigo Manso. La chica tiene parné, y en cuanto á nobleza, allá se van cuernos con cuernos.

      Respetando esta argumentación positivista y cornúpeta, creía yo que la edad de Manuel (que no pasaba de veintitres años), no era aún propia para el matrimonio, á lo cual me dijo la señora de Peña que para casarse bien todas las edades son buenas. Comprendí que aquel era un asunto en el cual no debía entrometerme, y me callé. Me parecía que doña Javiera estaba rabiando por entroncar con Vendesol, personaje de bajísimo origen, que de niño había corrido y jugado con los piés descalzos en los arroyos sangrientos de las calles de Candelario, pero cuya bajeza estaba ya redimida por treinta años de posición rica, honrosa y respetada. La señora y las hermanas de Vendesol vivían en un pié de elegancia y de relaciones, que á mi vecina, por motivos de tabla auténtica y visible, le estaba aún vedado. No las conocía más que de nombre y de vista doña Javiera; pero deliraba por tratarlas y ponerse á su nivel, cosa que á ella le parecía muy fácil, teniendo dinero. Por Ponce supe un día que se trataba de traspasar la tienda, poniendo punto final al comercio de carne.

      Manuel se enzarzaba más de día en día en sus amores, escatimando tiempo y atención al estudio. Dos años y medio llevábamos ya de lecciones, y aunque no se habían enfriado la delicada afición y el respeto que me tenía, nuestra comunidad intelectual era menos estrecha y nuestras conferencias más breves. Nos veíamos diariamente, charlábamos de diversas cosas, y mientras yo procuraba llevar su espíritu á las leyes generales, él no gustaba sino de los hechos y de las particularidades, prefiriendo siempre todo lo reciente y visible. Disputábamos á veces con calor, y decíamos algo sobre las obras nuevas; pero ya no paseábamos juntos. Él salía todas las tardes á caballo y yo paseaba solo y á pié. Últimamente, ni en el Ateneo nos veíamos por las noches, porque él iba al teatro muy á menudo y á la casa de Vendesol.

      Notaba yo en mí cierta soledad, el triste vacío que deja la suspensión de una costumbre. Habíamos llegado á un punto en que debía dar por finalizada la dirección intelectual de mi discípulo, quien ya podía aprender por sí solo todo lo cognoscible, y aún aventajarme. Así lo manifesté á doña Javiera, que se me mostró muy agradecida. La buena señora subía á acompañarme á prima noche, y su conversación exhalaba ciertos humos de vanidad, que hacían contraste con su llaneza de otros días.


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