Rumbo a Tartaria. Robert D. KaplanЧитать онлайн книгу.
de Brucan, como el de Dorel Şandor, era inteligente.
—¿Fue Antonescu, ejecutado por los comunistas en 1946, una figura trágica o un criminal? —pregunté llevando la conversación al terreno histórico.
—Las dos cosas. Por una parte, Antonescu trató de devolver Besarabia [Moldavia oriental] a Rumania. Deshizo la Guardia de Hierro [fascista]. Por otra parte, trajo a Rumania a las tropas alemanas y a la Gestapo. Y —añadió Brucan sonriendo— lo que hizo con los judíos de Transdniestria no fue nada bonito.[26]
—¿Por qué se hizo usted comunista?
—Yo no era comunista, era estalinista. Stalin fue un individuo sumamente represivo, intolerante, uno de los grandes criminales de la historia. Me atraía. Stalin era mi única esperanza frente a Hitler y los torturadores de la Gestapo: en Rumania, el estalinismo fue la oposición nacional al dominio ejercido por Alemania. Vosotros no aparecíais por ninguna parte —añadió Brucan refiriéndose a Estados Unidos, que, como él mismo observó, no entró abiertamente en el conflicto hasta que los nazis estuvieron a las puertas de Moscú y Leningrado, y, aun entonces, hasta después de que Hitler le declarara la guerra.
Esto me llevó a pensar en lo que había dicho a sus amigos Corneliu Bogdan, último embajador de Rumania en Washington: «Occidente no perdió Europa oriental en Yalta. La perdió en Múnich». En aquella ocasión Occidente entregó a Hitler y Stalin la responsabilidad sobre la población de Europa oriental.
—En la cárcel, yo escuchaba a Stalin por la radio —siguió diciendo Brucan—. Mi admiración por él era total, orgánica. Incluso seguí admirándole cuando empecé a enterarme de sus crímenes. Era eficiente. En esta parte del mundo admiras a alguien que consigue que se hagan las cosas.[27] Por eso al principio de mi carrera pensé que el comunismo podría lograr algo. Si era cruel, yo no hacía objeciones, pues era uno de los beneficiarios. Me convenía personalmente. Tenía toda suerte de privilegios: chalés a orillas del mar Negro y en los Cárpatos. Tales beneficios anulan el pensamiento crítico. Hasta el informe Jruschov [de los crímenes de Stalin en 1956], yo estaba dispuesto a perdonárselo todo a Stalin. Ahora veo que la democracia, a pesar de todas sus debilidades, evita los abusos de poder, pues proporciona libertad de pensamiento.
»Naturalmente, Ceauşescu sabía muy poco de marxismo. Ni siquiera podía hablar de Das Kapital —se burló Brucan—. Yo le escribía los artículos. Pero él lo había memorizado todo sobre Stalin. Tanto Stalin como Ceauşescu aprendían de memoria. Los dos tenían una voluntad y una memoria prodigiosas, y los dos eran infravalorados por sus compañeros. Confieso que nunca pensé que pudiera llegar a la cima. Ceauşescu era un monstruo en lo político y un desastre en lo económico, pero en la Europa oriental de la guerra fría Tito y él eran los únicos que practicaban una gran política internacional [independiente]. Esta política internacional dio a Yugoslavia y a Rumania un rango superior al que correspondía a su poder real.
—Entonces, ¿por qué Ceauşescu se volvió tan estúpido al final? —pregunté.
—Él era listo, la estúpida era ella, una campesina realmente tonta. Sabe, cuando Ceauşescu empezó a envejecer tuvo un problema de vejiga. Esta molestia le obligó a confiar en su esposa, y así fue como ella ganó poder político. En realidad a los dos los mataron por culpa de ella.
—¿Era necesario que los ejecutaran?
—Tiene que comprender la situación militar en la noche del 24 de diciembre de 1989. Los ministerios estaban siendo atacados por gente armada, nosotros sabíamos que muchos generales aún apoyaban a Ceauşescu y teníamos información de que planeaban atacar la guarnición de Tîrgovişte [al noroeste de Bucarest], donde estaban detenidos él y Elena. Teníamos que impedir nuevos derramamientos de sangre. Después de mucho discutir, acordamos que los dos serían ejecutados al día siguiente, tras un juicio arreglado. Yo era el más ardiente defensor de la idea de que los dos tenían que morir. Iliescu —dijo Brucan sonriendo sarcásticamente de nuevo—, como de costumbre, al principio no estaba seguro de qué había que hacer. [Ion Iliescu sustituyó a Ceauşescu como presidente, cargo que ocupó hasta 1996.]
—¿Hubo alguna protesta cuando decidieron ejecutarla también a ella?—pregunté.
Brucan sonrió secamente:
—Ni siquiera se discutió. En eso no hubo ningún problema. Ella era peor que él.
—¿No deberían haber tenido los dos un juicio justo?
Brucan soltó una carcajada y volvió a mí sus ojos de hielo, como si se sorprendiera de mi ingenuidad.
—¿Un juicio con jurado? No había tiempo. Teníamos tiempo para un juicio corto, y eso es lo que hicimos. Nosotros queríamos un juicio político, instruir a la población, pero, como le decía, la situación militar era demasiado peligrosa.
Mientras que en 1990 yo había detectado entre los rumanos cierta inquietud por la ejecución, en 1998 no quedaba ni rastro de ese sentimiento. Poco a poco ha ido calando el conocimiento del daño a largo plazo causado por el gobierno de Ceauşescu, de modo que ya ni siquiera los intelectuales mostraban remordimiento, o dudas, sobre el uso del pelotón de ejecución. Para Brucan, Iliescu y los demás miembros del partido, la ejecución fue sin duda acertada: un juicio público justo que hubiera brindado a los Ceauşescu la oportunidad de defenderse habría puesto de manifiesto muchas pruebas perjudiciales para los hombres que decidieron su suerte. Cuando pregunté a un diplomático extranjero que hablaba rumano y residía en Bucarest por qué en este país no había habido un proceso de «verdad y reconciliación», como en la República Democrática Alemana y en Suráfrica, me soltó que esa forma de proceder no era para un país latino situado en el este de Europa.
La explicación no respondía a lo que realmente había ocurrido. Brucan lo explicó así:
—En todos los demás países de Europa oriental la transición fue pacífica porque había un ala reformista del partido que fue capaz de apartar del poder a los gobernantes. Incluso en Bulgaria fue así. Aquí, el ala reformista fue declarada ilegal por Ceauşescu, y por eso, en lugar de negociación, hubo una explosión popular pocas semanas después de la caída del muro de Berlín. Y sin una oposición organizada, «nosotros» estábamos solos. Éramos los únicos en aquel caos que sabíamos gobernar. Y así, qué duda cabe, nos aprovechamos de la situación de vacío. La revolución no era un misterio. La supremacía y el poder son más importantes que los ideales. Iliescu estaba aquí, en su sitio. Los demás candidatos estaban exiliados y no tenían idea de lo que estaba ocurriendo.—Brucan hizo un gesto de desprecio.
Y, como Iliescu y los demás comunistas estilo Gorbachov operaban en un vacío sin oponentes creíbles y organizados, se aprovecharon de las primeras elecciones para gobernar durante siete años. Ahora muchos rumanos creen que es demasiado tarde para iniciar un proceso de «verdad y reconciliación», pues con toda probabilidad muchos documentos han sido manipulados o destruidos. Así pues, reina la suspicacia, como si el muro de Berlín hubiera caído ayer. Si a Gorbachov no le hubieran obligado a abandonar el poder en 1991, es posible que en Rumania todavía hubiera un gobierno neocomunista cuasi autoritario.
Después, Brucan se puso a hablar acerca de la actual situación de la seguridad.
—Hay una superpotencia y cuatro potencias importantes: Europa Occidental, Rusia, China y Japón. Las coaliciones de tres de estas cinco potencias dominarán los asuntos del mundo. Es matemático.
—¿Qué me dice de las Naciones Unidas?
Brucan rio como había reído cuando le pregunté por qué los Ceauşescu no habían tenido un juicio con jurado.
—Las Naciones Unidas no cuentan para nada. Rusia es débil —continuó—. Yeltsin lleva ya seis meses sin poder pagar las pensiones. Chechenia nos mostró un ejército ruso caótico [nuestra conversación se produjo a principios de 1998]. No obstante, Rusia es un viejo imperio y se desenvuelve bien en situaciones de debilidad. Y —añadió con una amplia sonrisa— Finkelstein es muy hábil.
El hecho de que Brucan utilizara el nombre judío de Yevgueni Primakov, a la sazón ministro de