Rumbo a Tartaria. Robert D. KaplanЧитать онлайн книгу.
con que los jóvenes gorilas miraban a sus ancianos mentores.
Salí del edificio al atardecer, precisamente cuando el altavoz de una mezquita vecina llamaba a la oración a la minoría musulmana de Sofía. La llamada de la mezquita y la vista del monte Vitosha, coronado de nieve, que se alzaba por encima de las calles estrechas hicieron que Sofía apareciera por un momento a mis ojos como el pequeño pueblo balcánico que fue un día, cuando empezó la violencia del siglo XX. Naturalmente, la ORIM era un partido minoritario y no estaba en modo alguno en condiciones de subir al poder en Bulgaria. Pero, al igual que el problema social de los gitanos, era una de las representaciones del impreciso temor a lo que podía ocurrir si fracasaba la frágil economía. Como me había dicho el presidente Stoyanov, «sólo instituciones sólidas y una competente clase de burócratas de nivel medio pueden asegurar la estabilidad». Aquí, de momento no había ni lo uno ni lo otro.
Los búlgaros estaban preocupados por el tufillo a anarquía que habían percibido el año antes de mi visita. La palabra rumana bulgarizarea, recientemente acuñada como sinónimo de ingobernabilidad, procedía de ese período. A principios de 1997, las manifestaciones callejeras contra el corrupto e inoperante gobierno de antiguos comunistas habían conducido a la violencia y al saqueo del Parlamento. Los gorilas de la ORIM golpearon tanto a los estudiantes que se manifestaban como a gitanos inocentes, a éstos simplemente por su raza. La gente acaparó artículos de primera necesidad y se preparó para lo peor, pero la situación no empeoró. Por el contrario, nuevas elecciones devolvieron el poder a la Unión de Fuerzas Democráticas (UFD), que no era comunista. Dado que el gobierno de la UFD desde 1991 hasta el final de 1994 no había sido ni competente ni ordenado, dividida como estaba la coalición en catorce facciones, los analistas se mostraban pesimistas, y yo comprendí por qué. Esta vez, sin embargo, la UFD había unido todas las facciones en un solo partido y había organizado un gobierno de jóvenes tecnócratas que, ayudados por el presidente Stoyanov, parecían haber puesto al país en el camino de la estabilidad y la auténtica reforma.
—Después de la caída del régimen de Zhivkov, en noviembre de 1989, atravesamos un período de euforia poscomunista —me dijo Stoyanov—. La gente esperaba que nos convirtiéramos en Suiza de la noche a la mañana. Como esto no ocurrió, hubo una etapa en la que la UFD intentó llevar a cabo la reforma, pero sólo consiguió que la gente recordara el comunismo con nostalgia, porque se puso de manifiesto que no teníamos experiencia en un sistema que, como el capitalista, se basaba en la competencia. Entonces vinieron tres años perdidos bajo el letargo neocomunista. Pero la pobreza durante ese período obligó a la población a romper con esas ilusiones neocomunistas. Todo el mundo sabía que no había vuelta al pasado: esa certeza explica el rápido paso de la anarquía a la estabilidad en 1997.
Pero no acababa ahí la historia. Ognyan Minchev, director ejecutivo del Instituto de Estudios Regionales e Internacionales con sede en Sofía, me dijo:
—Existe una democracia oficial. La cuestión es ¿qué hay detrás?
Y, de hecho, la crisis en la antigua Yugoslavia, la incertidumbre acerca del ingreso en la OTAN y el problema de los gitanos se veían acrecentados por algo que estaba ocurriendo en el país cuando visité Bulgaria.
8.
LUCHADORES CONTRA DEMÓCRATAS
Cuando aún no habían transcurrido veinticuatro horas de mi llegada en tren a Bulgaria, procedente de Rumania, empecé a oír insistentemente dos palabras: «luchadores» y «grupos»; sobre todo sonaban los nombres de los grupos Orion y Tron, así como del denominado Multigrupo. «Son los que mandan en el país», me dijeron. Y, si no era del todo cierto, esos círculos constituían al menos una presencia tan visible en las vidas de las personas como el gobierno elegido democráticamente. A principios de mayo de 1998, pocas semanas después de que yo saliera de Bulgaria, a Anna Zarkova, periodista local que había denunciado estos grupos en sus artículos para el periódico Trud, le arrojaron ácido sulfúrico a la cara cuando estaba en una parada de autobús. A consecuencia de esta agresión, Zarkova, madre de dos niños, perdió la oreja izquierda y la visión de un ojo. Por este motivo, no puedo citar los nombres de los ciudadanos que me facilitaron la siguiente información, pues pondría en peligro sus vidas.
En la época comunista, Bulgaria era una potencia de primer orden en el deporte de la lucha y sobresalía en los Juegos Olímpicos. Cuando los protegidos por el régimen perdieron sus subvenciones, muchos de ellos se pasaron al crimen organizado — con ayuda de sus amigos de los servicios de seguridad— y amasaron enormes fortunas durante el vacío de poder que siguió al hundimiento del régimen. Una búlgara de unos veinticinco años, especializada en asuntos relacionados con los derechos humanos y buena amiga mía, me dijo:
—Todos los luchadores son altos y fuertes, llevan teléfonos móviles y coches lujosos, visten trajes Versace y tienen chicas jóvenes a su disposición. Todas sus amiguitas responden al mismo modelo: delgadas, cabellos rubios, miradas vacías y muchos adornos de oro. En un restaurante en el que una comida cuesta más de lo que la mayoría de los búlgaros gana en un mes, oí que una de esas chicas decía una y otra vez al luchador que la acompañaba: «Esto es demasiado barato. No puedo creer lo barato que es...». Los luchadores y sus chicas van a nightclubs de música estruendosa, donde las gogós interpretan canciones sin contenido, como «Me gusta la ensalada shopska [campesina]». Todos sabemos que nos robarán los coches si no los tenemos «asegurados» en una de las compañías de los luchadores. A los luchadores también se les llama moutras o «caras de ogro». A todos nos repugna su comportamiento, pero tenemos que tratar con ellos. Éste es un país en el que la gente ha invertido los ahorros en azúcar y flores a causa de la inflación [y en el que el salario mensual es de 140 dólares], a pesar de lo cual hay una clase criminal con Audis y Mercedes robados.
En Sofía vi con frecuencia a los luchadores. Un coche potente, último modelo, paraba en seco y de él salían varios tipos musculosos vestidos con trajes elegantes. Llevaban teléfonos móviles y tanta colonia encima que se olía a diez metros de distancia. En ocasiones, el jefe iba acompañado por dos bellas mujeres, una a cada lado. La escena era a la vez sobrecogedora y patética. Sus costosas mansiones, en las laderas del monte Vitosha, por encima de la nube de contaminación que flota sobre Sofía, estaban rodeadas por muros de ladrillo de seis metros de alto, y equipadas con antenas parabólicas. Al lado de ellas se extendía un campamento gitano con chabolas llenas de barro y perros que deambulaban de acá para allá sin dejar de gruñir.
—Una de las razones de que los grupos criminales se hicieran tan poderosos es que fueron organizados por el propio Estado. Esto es privativo de Bulgaria. El otro factor importante fue el embargo contra Serbia: en los Balcanes, la violación del embargo fue llevada a cabo por el crimen organizado, como ocurrió en Estados Unidos con la violación de la ley seca —me explicó Bogomil Bonev, ministro del Interior de Bulgaria.
Bonev, un hombre altísimo, corpulento y con el pelo ondulado, hablaba con voz tensa en su vasto y lóbrego despacho de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, en el mismo edificio donde agentes de seguridad del antiguo régimen comunista pudieron elaborar los detalles del atentado contra el papa Juan Pablo II en 1981. La situación se había invertido: el servicio de seguridad de la era comunista, Darzhavna Sigurnost, junto con los antiguos luchadores olímpicos, habían formado varios «grupos» criminales que Bonev perseguía.
—Mi mayor problema es que nuestros policías no ven a los luchadores como delincuentes. Nuestros valores morales han quedado dañados. Para las chicas búlgaras los luchadores son símbolos sexuales. Hay pruebas de que nuestros grupos criminales tienen conexiones con Rusia. Necesitamos con urgencia una reforma judicial. Nuestro sistema de justicia tiene elementos del Soviet que un día estuvo bajo el control de Vichinsky. [Andrei Yanuarevich Vichinsky fue el fiscal jefe de los procesos celebrados en la década de 1930 a raíz de las purgas estalinistas.]
El crimen organizado es, por supuesto, un rasgo común de las sociedades del antiguo bloque soviético. En los años ochenta, los partidos comunistas habían terminado por convertirse en grandes mafias, que, cuando se hundió el sistema, simplemente se dividieron en mafias más pequeñas que compraban a los políticos en las democracias