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La Incógnita. Benito Perez GaldosЧитать онлайн книгу.

La Incógnita - Benito Perez  Galdos


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á comunicar la noticia á las pobres mártires, medio muertas ya de calor, estrechez é inmovilidad. Algunas no tenían ni fuerzas para levantarse; otras estaban en pie para salir, y todas maldecían las Jurisdicciones administrativas y al perro que las inventó. Augusta salió con jaqueca, y cuando la bajaba del brazo, me dijo que no volvería á la tribuna hasta que yo no hablase.

      Creo que lloverá bastante de aquí á ese día, porque me siento sin ninguna aptitud para la oratoria, y cuando me figuro que tengo que hablar y que me levanto y empiezo, me parece que el pavor me ha de suspender las ideas y paralizarme la lengua. El afán de Augusta porque yo hable es ya verdadera manía, y siempre que me coge á tiro, me vuelve loco. Anoche me dijo que si no me arranco pronto, hasta me negará el saludo, y que todos mis progresos en el arte de la cortesanía no valen nada, si no suelto el último pelo de lugareño lanzándome á usar de la palabra en público. Y puesto que entre tú y yo no ha de haber nunca misterios, según lo convenido, te diré sin rodeos que mi prima me gusta cada día más, y que siento hacia ella una inclinación que me ha ocasionado no pocas horas de tristeza. No había querido contártelo, esperando que pasase esto, que me parecía una fugaz indisposición del alma, semejante á los resfriados en el orden físico. Pero hace días que me encuentro sorprendido con invencible tendencia á pensar en ella, á figurármela delante de mí, á recordar sus gestos y palabras, y á suponer y anticiparme las que me ha de decir la primera vez que nos veamos. Al propio tiempo, nace en mi espíritu una admiración irreflexiva hacia ella, y me sorprendo á mí mismo en la tarea ideal de adornarla con las más excelentes cualidades que jamás embellecieron á criatura alguna. De aquí nace mi mayor pena, pues precisamente las cualidades que le atribuyo ponen una barrera moral entre ella y yo. Para imaginar que esta aspiración mía, incierta y tímida, pueda satisfacerse alguna vez, tengo que destruir mi propia obra, y exonerar á la señora de mis pensamientos, quitándole aquellas mismas perfecciones que le supuse. Aquí tienes la brega que traigo en mi mente estos días, y que viene á ser como una enfermedad que me ha cogido de súbito.

      Apuesto á que te reirás de mí al leerme, pues no caen bien, en hombres de nuestra edad descreída, el misticismo amoroso de un Petrarca, ni la fiebre de un Werther. No: todavía disto mucho de llegar á tales extremos. Lo que te cuento no tiene valor más que como presagio. También te diré que se me ha ocurrido visitarla lo menos posible, huir de su trato, apartar de mis ojos su hermosura y gracia incomparables, su donaire y suprema elegancia... Sí, no te rías. Te veo haciendo garatusas y dudando de estas honradas disposiciones mías. Pues sí, querido Equis: la delicadeza me inspira el propósito de evitar su compañía, y te aseguro que he podido cumplirlo, dejando de ir repetidas noches á su palco y á su casa. Pero el demonio, que en todo se mete, ha hecho sin duda juramento de impedir los virtuosos planes de tu amigo; el demonio, ¡asómbrate! toma la figura de mi buen padrino para perseguirme y llevarse mi alma, pues Cisneros me obliga á almorzar con él casi todos los días, y su hija ha dado en la flor de ir también, y allí me vuelve loco con su cháchara, sus monerías, su amabilidad y demás seducciones. De modo que el terreno que gano de noche alejándome de la montaña, lo pierdo por el día viendo venir la montaña hacia mí; y no me vale huir del abismo, porque se me pone delante cuando menos lo pienso. De todo lo cual deduzco que... Vete al diablo, que no tengo ganas de hacer deducciones ni de continuar esta deslavazada epístola. Estoy fatigado y de malísimo humor. ¿Te sabe á poco ésta? ¿Te deja á media miel? Pues fastídiate, y aguántate, y revienta.

      VI

       Índice

      25 de Noviembre.

      Continúo, señor de X, bajo la influencia de esta tontería, de esta murria estúpida que me iguala al más cándido de los colegiales. Mi desordenado trabajo mental sigue dándome mucha guerra, y por las noches la hiperemia del cerebro no me deja dormir. El gran simpático responde al punto á la presión de arriba, y ya me tienes hecho un ovillo ardiente, de puro nervioso, con alternativas de angustia y de exaltación febril. No te cuento las cosas que se me ocurren en las horas negras de insomnio, porque, de fijo, mis disparates y atrevimientos te parecerían los más estrafalarios que habrías oído en tu vida. Te contaré lo que en pleno día pienso, cuando mi mente se despeja de aquellas nieblas y el contacto del mundo me devuelve la razón.

      Verás: ahora he dado en la tecla de que Augusta no es ni con mucho el arquetipo de perfecciones que imaginé, llevado de aquel prurito de idealización, que me entró como podría entrarme un dolor neurálgico. Esta maldecida enfermedad ha tomado otro sesgo, y ahora discurro que la bella por quien suspiro (la frasecilla será todo lo cursi que quieras, pero la sostengo) no es un ángel, que está dotada de las seductoras imperfecciones que Naturaleza derramó con sabia mano en la humanidad toda, y que quizás, quizás se juntan y hermanan en ella dichos defectos con mayor relieve que en otras de su edad y clase. No vayas á deducir de esto que la tengo por mala, no. Es que en la tierra no tenemos ángeles, ni en verdad nos hacen gran falta. Mi inclinación hacia Augusta, á quien acabo de borrar del escalafón de los serafines, no es, en esta nueva etapa de mi mal, menos vehemente; y si en ella no hay pureza absoluta, tampoco hay absoluta impureza, pues en las pasiones humanas entran siempre por lo común todos los estímulos que corresponden á las diferentes regiones que componen nuestra naturaleza. Decir amor de corazón, amor de imaginación, amor de sentidos, es no decir nada, ó expresar abstracciones sin valor alguno en la realidad. Todo marcha con orgánico engranaje, y ninguna parte de nuestro sér se emancipa de las demás que lo constituyen.

      Pero basta ya de filosofías, y sigue prestando la debida atención á las confidencias de tu amigo. ¿Á que no aciertas en qué empleo ahora mis facultades de idealización? Pues en figurarme el marido de mi prima, Tomás Orozco, como el hombre más completo que imaginarse puede, y en esto no hago más que responder con mis ideas á tu opinión acerca de él. Orozco es, según tú, la mayor perfección moral que en nuestros tiempos puede alcanzarse; Orozco merecería, según tú, el dictado de santo, si nuestra época consintiese aplicar este nombre con propiedad. Es la persona que deberíamos tomar por modelo para cumplir nuestros deberes humanos y sociales. Si alguien existe en quien la observación leal no puede señalar un solo defecto, es Orozco. Fijas están en mi mente tus ardorosas alabanzas de este hombre, y créelo, me duelen como si fueran abrojos de una corona de martirio clavada en mi cabeza. Porque has de saber, amado Teótimo, que este sujeto, á ningún otro comparable, según tú, y también según mi entender, me demuestra vivísimo afecto, me rodea de delicadas atenciones cuando voy á su casa, me recuerda la estimación que su familia tuvo siempre á la mía y su padre á mi padre, y con esto ha traído á mi alma una turbación y un desasosiego que no puedo encarecerte.

      Ahora falta un término de la ecuación que no puedo resolver, y allá va para que te hagas cargo de todo. Me preguntas si creo que mis pretensiones respecto á Augusta podrán tener acogida favorable, y muy bajito, pero muy bajito, de modo que nadie lo entienda más que tú, te respondo que sí. ¿Me fundo acaso en algo terminante y afirmativo? No: es una idea, un presentimiento, una corazonada. Estas cosas se saben sin saber por qué se saben. Es algo que se ve en las brumas del horizonte con los ojos de la previsión y, si se quiere, del temor. Pues bien, amigo mío: espero, y me tengo por un miserable si lo que espero llega. Hay y habrá siempre en mí algo que me impide caer en la depravación y en la laxitud de conciencia de mis contemporáneos. Al menos, creo que seré de los últimos que caigan. Ciertas traiciones, que fácilmente obtienen disculpa en nuestros tiempos, no caben en mí. Y no te digo más, porque fácilmente comprendes mi confusión y la tremenda batahola que llevo en mi conciencia. Aquí pongo punto, porque si me dejara llevar de mi pensamiento, y me abriera todos los grifos para seguir vaciando en el papel lo mucho que sobre el particular se me ocurre, te aburriría; y si intento escribir de otra cosa, no podré, porque el horno no cuece más bollos que los que tiene dentro.

      Sigue el consejo que voy á darte. No vuelvas más á este Madrid, donde se pierde el candor, y se deshoja al menor soplo la flor de nuestras honradas ilusiones. Equisillo de mis pecados, quédate en esa ruda Orbajosa, entre clérigos y gañanes; búscate una honrada lugareña, con buen dote y hacienda de diez ó doce pares de mulas, que las hay, yo te aseguro que las hay.


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