Torquemada en la cruz. Benito Perez GaldosЧитать онлайн книгу.
de que allí estaba, entre velas resplandecientes, la difunta; y al verla, lo único que se le ocurrió fué decirle con el puro pensamiento:
—¿Pero usted..., ¡ñales!, por qué no me advirtió...?
III
Todo aquel día estuvo el avaro de malísimo temple, sin poder apartar del pensamiento su turbación infantil ante la dama, cuya finura y aristocrático porte le cautivaban. Era hombre muy pagado de las buenas formas y admirador sincero de las cualidades que no poseía, entre las cuales contaba en primer término, con leal modestia, la soltura de modales y el arte social de los cumplidos. Pensó que la tal doña Cruz habría bajado la escalera riéndose de él á todo trapo, y se la imaginaba contando el caso á la otra hermana y partiéndose las dos de risa, llamándole gaznápiro y... ¡sabe Dios lo que le llamarían! Francamente, él tenía su puntillo de amor propio como cualquier hijo de vecino, y su dignidad y todos los perendengues de un sujeto merecedor de ocupar puesto honroso en la sociedad. Poseía fortuna suficiente (bien ganadita con su industria) para no hacer el monigote delante de nadie, y eso de ser él personaje de sainete no le entraba..., ¡cuidado! Verdad que en el caso de aquel día él tuvo la culpa, por haber hecho befa de las señoras del Águila, llamándolas pobres porfiadas en la propia fisonomía del rostro de la mayor de ellas, tan peripuesta, tan política, en toda la extensión de la palabra... ¡Ay!, al recordarlo le subían ardores á la cara y apretaba los puños. Porque verdaderamente, ya podía haber sospechado que aquella individua era... quien era. Y sobre todo, ningún hombre agudo dice cosas en desprecio de nadie delante de personas desconocidas, porque el diablo las carga, y cuando menos se piensa salta un compromiso... Hay que mirar lo que se parla, so pena de no poder meter el cuezo en cotarro de gente fina. «Yo—decía poniendo término á sus meditaciones, porque había llegado la hora de la conducción del cuerpo—tengo pesquis, bastante pesquis, comprendo todo muy bien. Dios no me ha hecho tonto, ni medio tonto, ¡cuidado!, y entiendo el trasteo de la vida. Pero ello es que no tengo política, no la tengo; en viéndome delante de una persona principal, ya estoy hecho un zángano y no sé qué decir ni qué hacer con las manos... Pues hay que aprenderlo, ¡ñales!, que cosas más difíciles se aprenden cuando sobran buena voluntad y entendederas... Ánimo, Francisco, que á nuevas posiciones nuevos modos, y el rico no es bien que haga malos papeles. ¡Bueno andaría el mundo si los hombres de peso, los hombres afincados, los hombres de riñón cubierto fueran cuento de risa!... ¡Eso no, no, no!»
En el largo trayecto fúnebre, en la monotonía de aquel paseo perezoso y triste, los mismos pensamientos le acometieron. Delante veía el monstruoso y feísimo armatoste del carro mortuorio, con balances de barco; su cerebro se aletargaba con el rumor lento, sin solución ni fin, de las llantas de las ruedas rayando el suelo polvoroso de los mal cuidados caminos. Como unos veinte simones iban detrás del coche de cabecera, ocupado por D. Francisco, Nicolás Rubín, otro clérigo y un señor, pariente lejano de doña Lupe, personas las tres que al usurero le cargaban, y más en aquella ocasión por tenerlas tan cerca y sin poder zafarse de ellas. No era Torquemada hombre para estar tanto tiempo embutido en angosto cajón entre tipos que le daban de cara, y no hacía más que cambiar de postura, apoyándose ya en una, ya en otra cadera. Le estorbaban sus piernas y las de Nicolás Rubín, su chistera y la teja del otro cura; le estorbaban el continuo fumar y la charla de aquellos tres puntos, que no sabían hablar más que del matute y de lo perdido que andaba el Ayuntamiento.
Sin dignarse arrojar en la conversación más que algún vocablo afirmativo para que lo royeran como hueso aquellos pelagatos que no poseían fincas en Cadalso de los Vidrios ni casas en Madrid, Torquemada seguía tejiendo en su meollo la tela empezada en la casa mortuoria.
—Lo que digo, no tengo política..., y hay que gastar política para ponerse á la altura que corresponde. ¿Pero cómo había yo de aprender nada tocante á la buena forma, si en mi vida he tratado más que con gente ordinaria?... Esta pobre doña Lupe, que en gloria esté, también era ordinaria, ¿qué duda tiene? No la ofendo, no, ¡cuidado!; persona buenísima, con mucho talento, un ojo para los negocios que ya lo quisieran más de cuatro. Pero, diga ella lo que quiera, y no la ofendo, lo que es persona fina..., ¡que te quites! Intentaba serlo, y no le salía..., ¡ñales!, no le salía. Su hipo era ser dama..., y ¡que si quieres! Aunque se pusiera encima manteletas traídas de París, resultaba tan dama como mi abuela... ¡Ah!, para damas la de esta mañana. Aquello sí que es del mismísimo cosechero. Y de nada le valió á mi amiga mirarse en tal espejo... Ya era tarde, ya era tarde para aprender... ¡Pobre señora! Como trastienda y disposición, eso sí, ¡cuidado!, yo soy el primero en reconocer... Pero finura, tono..., ¡quiá! Si ella, como yo, no trataba más que con gente de poco más ó menos. ¿Y qué es lo que oye uno al cabo del día? Burradas y porquerías. Doña Lupe, me acuerdo bien, decía ivierno, áccido y Jacometrenzo, palabras que, según me ha advertido Bailón, no se dicen así... No vaya á creer que la ofendo por eso... Cualquiera equivoca el discurso cuando no ha tenido principios. Yo estuve diciendo diferiencia hasta el año 85... Pero para eso está el fijarse, el poner oído á cómo hablan los que saben hablar... El cuento es que cuando uno es rico, y lo ha sacado á pulso con su sudor, cavilando aquí, cavilando allá, está muy mal que la gente se le ría. Los ricos deben dar el ejemplo, ¡cuidado!, así de las buenas costumbres como de los buenos modos, para que ande derecha la sociedad y todo lleve el compás debido... Que sean torpes y mamarrachos los que no tienen sobre qué caerse muertos, me parece bien. Así hay equidad; eso es lo que llaman equilibrio. Pero que los acaudalados tiren coces, que los terratenientes y los que pagamos contribución seamos unos... unos asnos, eso no, no, no.
Aún le duraba la correa de aquella meditación cuando volvían del cementerio, después de dejar los fríos despojos de la gran hacendista perfectamente ennichados en uno de los tristísimos patios de San Justo. Los tres compañeros de coche, volviendo á engolosinarse con la comidilla del matute, contaban mil cuchufletas acerca del modo de introducir aceite y de las batallas entre los guardias y toda la chusma matutera, mientras la imaginación de Torquemada iba en seguimiento de la señora del Águila, y fluctuaba entre el deseo y el temor de volverla á ver: deseo, por probar la enmienda de su torpeza mostrándose menos ganso que en la primera entrevista; temor, porque sin duda las dos hermanas se soltarían á reir cuando le viesen, tomándole el pelo en la visita. La más negra era que forzosamente tenía que visitarlas, por encargo expreso de doña Lupe y obligación ineludible. Había convenido con su difunta amiga en renovar un pagaré de las dos damas, añadiendo cierta cantidad. Y el nuevo pagaré no sería á la orden de los herederos de la viuda de Jáuregui, sino á la de Torquemada, á quien la difunta había dejado, con aquel y otros fines, algunos fondos, de cuyo producto gozarían unos parientes pobres de su difunto esposo. Que D. Francisco habría de cumplir con recta conciencia cuantos encargos de este linaje le hizo su socia mercantil, no hay para qué decirlo. Lo difícil era cumplirlos sin personarse en el nido de las Águilas, como categóricamente le había ordenado la muerta, y aquí entraban los apuros del pobre hombre. ¿Cómo se presentaría? ¿Risueño ó con cara de pocos amigos? ¿Cómo se vestiría? ¿Con los trapitos de cristianar ó con los de diario? Porque pensar en evadir el careo dando la comisión á otra persona, era un disparate; además implicaba cobardía, deserción ante el peligro, y esto le malquistaba consigo mismo, pues su amor propio le pedía siempre apencar con las dificultades y no volver la espalda á ninguna peripecia grave. Resolvió, pues, poner pecho á las Águilas, y en aquella duda sobre el vestir su natural despejo triunfó de la vanidad, sugiriéndole la idea de presentarse con el traje de todos los días, la camisita limpia, eso sí, que aquella soez costumbre de la camisa de quincena ya no regía desde que el hombre empezó á ver claro en el panorama social. En suma, se presentaría tal cual era siempre y hablaría lo menos posible, contestando con sencillez á cuanto le preguntasen. Si se reían que se rieran..., ¡ñales! Pero no: probablemente le recibirían con palio, atendiendo al favor que les hacía y al consuelo que les llevaba con su visita, pues debían de estar las pobres señoras, con toda su aristocracia y su innegable finura, esperando el santo advenimiento..., como quien dice.