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La práctica de la atención plena. Jon Kabat-ZinnЧитать онлайн книгу.

La práctica de la atención plena - Jon Kabat-Zinn


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      Enseñé a los adultos mi obra maestra y les pregunté si mi dibujo les asustaba.

      –¿Por qué debería asustarnos un sombrero? –respondieron.

      Mi dibujo no representaba un sombrero. Representaba a una boa constrictor digiriendo a un elefante. Entonces dibujé el interior de la boa constrictor, para que los adultos, que siempre necesitan explicaciones, pudieran entenderlo. Mi dibujo número 2 era así:

      Los adultos me aconsejaron que guardase mis dibujos de boas constrictor, abiertas o cerradas, y que, en su lugar, me aplicase en el estudio de la geografía, la historia, la aritmética y la gramática. Así fue como, a los seis años de edad, abandoné una magnífica carrera como artista. Me había desanimado el fracaso de mi dibujo número 1 y de mi dibujo número 2. Las personas mayores nunca entienden nada por sí solas y para los niños resulta agotador tener que darles explicaciones y más explicaciones.

      Tal vez, para restablecer el contacto con los sentidos, debamos desarrollarnos y aprender a confiar en nuestra capacidad innata para ver más allá de la superficie de las cosas y adentrarnos en dimensiones más básicas de la realidad, lo que Tiresias (que, si bien era ciego, podría ver lo que realmente es importante) encarnaba para Ulises, que, pese a no ser literalmente ciego, no podía discernir lo que más necesitaba ver y conocer. Quizás estas nuevas dimensiones que sólo parecen ocultas para nosotros puedan ayudarnos a despertar al espectro completo de nuestra experiencia del mundo y nuestra capacidad para entendernos a nosotros mismos y encontrar formas de ser que nos nutran tanto a nosotros como al mundo y pongan de manifiesto lo más profundo y más humano de nosotros mismos.

      *

       ¡Despierta, corazón!

      El Supremo Señor,

      el Gran Maestro,

       está junto a ti

       ¡Despierta, despierta!

       Corre a los pies de tu Amado

      Pues tu Señor se halla junto a tu cabecera.

      Has dormido durante innumerables edades.

       ¿No despertarás esta mañana?

      KABIR

      Hay un chiste que dice algo así como:

      –¿Conoces el chiste de la aspiradora budista?

      –¿Bromeas? ¿Qué es una aspiradora budista? –pregunta entonces el otro.

      –¡Ya sabes! ¡Absorberlo todo sin quedarse con nada!

      El hecho de que haya quienes entiendan este chiste significa que el mensaje esencial de la meditación budista se ha integrado en el psiquismo colectivo de nuestra cultura, una situación no sólo improbable, sino completamente inconcebible para alguien cuya infancia discurrió durante los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo. Éste fue un punto que el mismo Carl Jung subrayó con toda claridad cuando dijo que, aunque él respetaba profundamente sus objetivos y sus métodos, la mente occidental tenía dificultades para entender el zen.

      Pero las cosas han cambiado mucho desde entonces y es muy probable que la primera impresión de Jung desempeñase un papel básico en lo que ahora está ocurriendo. También se dice que el historiador Arnold Toynbee señaló que la expansión del budismo a Occidente acabaría convirtiéndose, con el paso del tiempo, en el evento histórico más importante del siglo XX, una afirmación realmente asombrosa, dados los notables acontecimientos que han tenido lugar durante los últimos cien años, incluyendo el inenarrable sufrimiento que la humanidad se infligió a sí misma. Todavía queda por ver si estaba o no en lo cierto, y probablemente se requiera de la perspectiva de otros cien años para valorar de la forma adecuada su afirmación, pero lo cierto es que, en ese sentido, las cosas están cambiando.

      En cualquiera de los casos, las personas entienden el chiste con que iniciábamos el presente capítulo y lo mismo ocurre con muchos otros que habitualmente se presentan en el New Yorker y lugares parecidos en forma de tiras cómicas que versan sobre la meditación. Veamos ahora uno de ellos a modo de ejemplo:

      Dos monjes ataviados como tales acaban de meditar. Entonces uno mira al otro y dice: «Haz el favor de no pensar en lo que estoy pensando».

      En cierto sentido, la meditación ha calado profundamente en nuestra cultura, un efecto que no se limita a los aspectos más intelectuales, sino que se halla por igual presente en los cómics, las películas y los anuncios que llenan las paredes de los metros, las revistas y los periódicos. La paz interior se utiliza hoy en día para vender casi de todo, desde bañeras de relajación hasta estancias en balnearios, coches nuevos y perfumes. Con ello no pretendemos afirmar que se trate de algo positivo, sino tan sólo que constituye un claro indicador de que algo está cambiando y de que, a cierto nivel, estamos tornándonos más conscientes de las promesas y de la realidad de ese tipo de búsquedas… y también, obviamente, de nuestra capacidad para servirnos de cualquier cosa para acabar vendiendo un producto.

      En una tira cómica que hace un tiempo me dio un joven paciente, la secuencia de imágenes iba acompañada del siguiente diálogo (el texto indicará claramente al lector cuáles eran las imágenes):

      –¿Qué piensas, Mort?

      –Practico la meditación y, al cabo de pocos minutos, mi mente está en blanco.

      –¡Vaya, yo creía que habías nacido así!

      Es un gran error creer que la meditación consiste en poner la mente en blanco pero, suponga la gente lo que suponga, la meditación ha acabado haciéndose un hueco entre nosotros. El rostro del Dalai Lama nos mira atentamente desde un enorme cartel, por cortesía de Apple Computers. Entro en una papelería a comprar material de oficina y descubro, entre el estante destinado a libros de empresa, nada menos que El arte de la felicidad, del Dalai Lama. En los últimos treinta años ha ocurrido algo muy profundo, a lo que bien podríamos denominar como el Dharma de Occidente, cuyas semillas ya están floreciendo por doquier, una expresión que cobrará mucho más sentido en la segunda parte de nuestro libro. Baste, por el momento, con decir que se refiere tanto a las enseñanzas formales del Buda como a la ley universal que describe el modo en que son las cosas y la naturaleza de la mente que percibe y conoce.

      En cierta ocasión, el Buda dijo que todo su mensaje –que se dedicó a enseñar durante más de cuarenta y cinco años– podía resumirse en una sola frase y que no estaría mal, por si ése fuera el caso, aprenderla de memoria. A fin de cuentas, uno nunca sabe cuándo podría resultar de utilidad, aunque, en el momento anterior, careciera de todo sentido. La frase en cuestión era la siguiente:

      No existe nada como “yo”, “mí” o “lo mío” a lo que aferrarse.

      O, dicho en otras palabras, no existe nada con lo que


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