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La práctica de la atención plena. Jon Kabat-ZinnЧитать онлайн книгу.

La práctica de la atención plena - Jon Kabat-Zinn


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también debemos tener en cuenta la motivación que impulsa la práctica, para no acabar sumidos en una actitud agresiva, adquisitiva o competitiva que inconscientemente acabe, a lo largo del camino, dañándonos a nosotros y a los demás.

      ¿Está confundido? No se preocupe. Baste, por el momento, con decir que muy probablemente le resulte útil conocer el camino en que está adentrándose y sus recovecos, siguiendo los pasos de quienes ya lo han recorrido y los mapas, a diferentes escalas, donde nos muestran el modo en que han gestionado sus propios encuentros con el infinito, del mismo modo, si lo que quiere es escalar el Everest o cualquier otra montaña, le interesará saber también antes el modo en que otros han acometido esa empresa, en lugar de confiar simplemente en la suerte, las buenas intenciones o los juicios del momento. No sólo es imprescindible, pues, disponer del equipo necesario, sino también apoyarse en la información y el conocimiento proporcionados por la experiencia y los mapas elaborados por otros y, más allá incluso, de su sabiduría que, aunque no sea transferible, sí que resulta, al menos, intuible. De otro modo, corremos el riesgo de engañarnos a nosotros mismos y perecer inútilmente en el intento. Resulta difícil permanecer vivo aun disponiendo de un andamio que nos sostenga, pero también es muy necesario que ese bagaje no acabe impidiéndonos disfrutar plenamente de la sorprendente belleza y presencia de la montaña y de la nuestra propia.

      Perderse no es necesariamente un problema, porque eso es algo que les ocurre incluso a quienes están provistos de los mejores mapas. Si tenemos en cuenta que cometer errores constituye una parte fundamental de cualquier proceso de aprendizaje, yo diría que el hecho de perderse forma parte intrínseca del viaje. Sólo así recorremos realmente el territorio y llegamos a conocerlo íntimamente de primera mano.

      La práctica de la meditación requiere invariablemente de algún tipo de andamio –en forma de instrucciones de meditación y de una amplia variedad de métodos y de técnicas– sobre todo al comienzo, hasta que acaba convirtiéndose en una especie de segunda naturaleza y ya no es necesario seguir apelando a la “voluntad”, el “intento” o el “recordatorio”. Ese andamio incluye también el contexto mayor en el que emprendemos tan extraña aventura vital, una aventura que nos lleva a perfeccionar la capacidad de sentarnos en la quietud, de contemplar profundamente la naturaleza de nuestra mente y de darnos cuenta, tanto en éste como en todos los demás instantes que se presenten, de la dimensión liberadora de la conciencia.

      Los andamios son absolutamente necesarios para erigir un edificio y también lo fueron para que Miguel Ángel y sus aprendices pintasen los frescos de la Capilla Sixtina. Nosotros también necesitamos, del mismo modo, de algún tipo de andamio que nos transmita la esencia del trabajo interno durante esta inspiración, durante esta exhalación, en este cuerpo y en este instante.

      Cuando el edificio está ya construido y hemos acabado de pintar el techo, sin embargo, el andamio deja de ser necesario y debe ser desmantelado, porque nunca ha formado parte esencial de la empresa, sino que tan sólo ha sido un medio útil y necesario para seguir avanzando. Lo mismo podríamos decir en el caso de la meditación, cuando tenemos que desmantelar el andamiaje de instrucciones y esquemas, desmontar la realidad misma y dejar tan sólo la esencia impalpable e inefable, la esencia de estar despierto, más allá, por debajo y “antes” incluso de que emerja el pensamiento.

      Lo más curioso es que el andamiaje de la meditación es necesario en todo momento y, por el mismo motivo, debe desmantelarse en todo momento, no después de acabar la obra, como sucede en el caso de la Capilla Sixtina, sino instante tras instante. Y esto sólo se logra dándonos cuenta de que no es más que un andamio necesario e importante y no identificándonos con él. Es preciso, por tanto, erigirlo y desmontarlo a cada instante. En el caso de la Capilla Sixtina, el andamio debe guardarse en un almacén y desempolvarse cuando sea necesario, llevar a cabo una rehabilitación, una reparación o un ajuste. Pero, en el caso de la meditación, la obra de arte está siempre en marcha y, como la vida misma, es siempre completa a cada momento.

      Dicho de otro modo, las instrucciones adecuadas permiten que la meditación sirva de trampolín de acceso, desde el mismo momento de partida, a lo que los tibetanos denominan la no-meditación, aunque al comienzo no sea más que un recurso misterioso y opaco, una simple sugerencia que más tarde deberemos recordar. Porque aun la idea misma de estar meditando forma parte del andamio. El andamio resulta útil para dirigir y sostener la práctica, pero también es importante que nos demos cuenta de que la práctica va mucho más allá de él. Ambas están operando simultáneamente instante tras instante cuando nos sentamos, cuando descansamos en la conciencia y cuando practicamos, más allá del horizonte de la mente conceptual y de su incesante proliferación de historias y, muy en especial, de historias sobre la meditación y sobre uno mismo.

      Este libro, como todos los libros de meditación, todas las enseñanzas de meditación, todos los linajes, todas las tradiciones (por más venerables que sean) y todos los cedés, casetes y ayudas para la práctica no son más que andamios o, por cambiar la metáfora, dedos apuntando a la luna cuya función consiste en recordarnos hacia dónde debemos dirigir y mantener la mirada si finalmente queremos ver. Podemos fijarnos en el andamio, en el dedo o aprender a dirigir nuestra atención hacia el lugar al que apunta el dedo. La decisión es siempre, en última instancia, nuestra.

      Es muy importante saber y recordar esto desde el mismo comienzo de nuestra práctica meditativa, para no perdernos o descubrir luego súbitamente que estamos identificados con un concepto, con una idea o con un maestro, enseñanza, método o instrucción determinados, por más interesante o satisfactorio que todo ello pueda parecernos. El peligro que implica la inconsciencia en este dominio es que podemos elaborar una historia muy convincente sobre la meditación y su importancia y aferrarnos luego a ella, en lugar de aprestarnos a conocer nuestra esencia en el único momento de que disponemos, que no es otro más que éste.

      Pero los andamios deben también asentarse sobre un fundamento sólido y no parece muy inteligente erigirlos sobre arena o arcilla.

      El fundamento de la práctica de la atención plena y de toda investigación y exploración meditativa se asienta en la ética y en la moral y, por encima de todo, en la motivación de no causar daño. ¿Por qué? Porque es imposible que nuestra mente y nuestro cuerpo alcancen el silencio y la calma –por no mencionar la realidad de las cosas más allá de sus apariencias superficiales utilizando la mente como instrumento de conocimiento– o encarnen y transmitan estas cualidades al mundo mientras nuestras acciones agitan, enturbian y desestabilizan de continuo el instrumento mismo con el que estamos mirando, es decir, nuestra propia mente.

      Todos conocemos las consecuencias de las acciones poco éticas, es decir, de la falta de honestidad, la mentira, el robo, el asesinato, causar daño a los demás (lo que también incluye la conducta sexual impropia) o hablar mal de los demás, y también sabemos muy bien que cuando, motivados por la infelicidad y el deseo de aliviar el sufrimiento, estimulamos, embotamos o emponzoñamos nuestra mente abusando de sustancias como el alcohol o las drogas, las consecuencias son invariablemente destructivas, lo sepamos o no y nos importe o nos traiga sin cuidado, los demás y nosotros mismos. Entre las consecuencias de esas acciones negativas se halla la certeza de que ensucian y enturbian nuestra mente con energías muy diversas que obstaculizan la claridad, estabilidad y percepción profunda y viva que suelen acompañarla. Esas acciones, además, tienen un efecto sobre nuestro cuerpo y tienden a mantenerlo crónicamente contraído, tenso, agresivo y a la defensiva, lleno de sentimientos de ira, miedo, agitación, confusión y, finalmente, aislamiento… y, con toda probabilidad también, pena y remordimiento.

      Es necesario, por tanto, revisar el modo en que vivimos, es decir, nuestras acciones y nuestra conducta para cobrar así conciencia de los efectos que tienen nuestros pensamientos, palabras y actos en el mundo y en el propio corazón. Si estamos continuamente agitando nuestra vida y dañando a los demás y a nosotros mismos, acabaremos encontrándonos con esa misma agitación y daño en nuestra práctica meditativa, porque ése será nuestro alimento. No deberíamos, pues, si realmente queremos que nuestra mente y nuestro corazón encuentren al fin la paz, seguir alentando esas tendencias y conductas negativas. Si tomamos la decisión de reconocer


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