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La práctica de la atención plena. Jon Kabat-ZinnЧитать онлайн книгу.

La práctica de la atención plena - Jon Kabat-Zinn


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o nos desagraden e independientemente de que lo sepamos o lo ignoremos y de que se atenga o no a un plan, se trata de un viaje en el que todos nos hallamos inmersos. La vida es lo que nos ocurre durante este viaje y el reto al que nos enfrentamos consiste en vivir como si realmente importase. Por ello los seres humanos nos hallamos ante la disyuntiva de dejarnos arrastrar pasivamente por la corriente de impulsos y hábitos inconscientes profundamente arraigados que nos sumen en sueños y pesadillas distorsionadores o asumir, por el contrario, el compromiso de despertar y zambullirnos plenamente, “nos guste” o nos desagrade, en lo que suceda en el momento presente. La vida sólo es real cuando estamos despiertos; sólo entonces tenemos la posibilidad de liberarnos de nuestras ilusiones, de nuestras enfermedades y de nuestro sufrimiento individual y colectivo.

      Hace ya unos cuantos años que, durante un retiro de diez días que discurrió en un silencio casi completo, mantuve una entrevista con un maestro de meditación que empezó preguntándome:

      –¿Cómo le trata el mundo?

      No recuerdo exactamente lo que le respondí pero, en cualquiera de los casos, fue algo así como: Bien.

      -¿Y cómo trata usted al mundo? –inquirió de nuevo.

      Esa pregunta era lo último que me esperaba y me dejó estupefacto, porque no era una persona que hablase por hablar y se refería al modo concreto en que, ese mismo día y en ese mismo retiro, me enfrentaba a las cuestiones que habitualmente se consideran triviales o insignificantes. Yo había emprendido ese retiro creyendo que, de algún modo, había renunciado al “mundo”, pero su comentario me hizo cobrar conciencia de lo equivocado que estaba porque, aun en el entorno artificialmente simplificado del retiro, la actitud concreta con la que me enfrentaba al mundo no sólo era importante, sino hasta esencial, para el logro de mis objetivos. Entonces me di cuenta de que todavía me quedaban muchas cosas por aprender acerca de los verdaderos motivos de mi participación en ese retiro, sobre el verdadero significado de la meditación y, por encima de todo, sobre lo que realmente estaba haciendo con mi vida.

      Con el paso del tiempo fui dándome cuenta de que ambas cuestiones son, en realidad, las dos caras de la misma moneda. En todos y cada uno de los instantes de nuestra vida mantenemos una relación íntima con el mundo y la forma que asume esa relación no sólo configura nuestra vida, sino que también determina y establece el mundo en que vivimos y en el que se desa-rrolla nuestra experiencia. Habitualmente creemos que esas dos facetas de la vida –el modo en que nos trata el mundo y el modo en que nosotros lo tratamos a él– no tienen nada que ver. ¿Acaso no tiene el lector la sensación de que él no es más que un actor en medio de un escenario inerte, como si el mundo sólo estuviera “allí” y no estuviese también, de algún modo, “aquí”? ¿No ha advertido acaso que, la mayor parte de las veces, actuamos como si hubiera una gran diferencia entre “ahí fuera” y “aquí dentro”, cuando lo cierto es que nuestra experiencia corrobora la ausencia de toda frontera y aun de toda separación entre ambos dominios? Pero, aun en el caso de que advirtamos la estrecha relación que vincula el exterior y el interior, tampoco solemos darnos cuenta de las mil formas diferentes en que nuestra vida impregna y configura el mundo en que vivimos, del mismo modo que éste, a su vez, configura nuestra vida, en una especie de danza interdependiente y simbiótica que tiene lugar a todos los niveles, desde la intimidad con nuestro cuerpo, con nuestra mente y con todo lo que pasa por ellos, hasta el modo en que nos relacionamos con nuestra familia, nuestros hábitos de consumo, lo que pensamos acerca de las noticias que vemos en la televisión y nuestra actividad o pasividad en el ámbito mayor del cuerpo político.

      Esa falta de sensibilidad resulta especialmente perjudicial cuando forzamos las cosas en una determinada dirección –“la nuestra”–, sin darnos cuenta de la distorsión, quizás insignificante –pero no por ello menos dañina– que, en tal caso, provocamos en el ritmo de las cosas. Más pronto o más tarde, ese forzamiento rompe la reciprocidad, distorsiona la armonía de la interrelación y la complejidad de la danza y nos lleva, de manera consciente o inconsciente, a pisar un montón de pies. Por ello la insensibilidad y la desconexión impiden la actualización de todas nuestras posibilidades. Si nos negamos a reconocer cómo es realmente, en un determinado momento, una situación o una relación –ya sea porque nos desagrade o porque el miedo a que no satisfaga nuestras expectativas nos lleve a tratar de forzarla– no nos daremos cuenta de que, la mayor parte de las veces, ignoramos –por más que pretendamos conocerlo– cuál es, en realidad, nuestro auténtico camino. Pero, en tal caso, no nos daremos cuenta de la simplicidad y la complejidad de la danza y no advertiremos que, cuando renunciamos a todo intento de imponer nuestra voluntad y empezamos a vivir nuestra verdad, aparecen cosas nuevas e interesantes que trascienden nuestra capacidad de ejercer un férreo control sobre demasiadas cosas durante demasiado tiempo.

      No podemos, ni como individuos ni como especie, seguir soslayando este rasgo fundamental que nos mantiene unidos al mundo, ignorando las nuevas e interesantes posibilidades que despliegan nuestros anhelos e intenciones cuando somos fieles a nuestro camino, por más misterioso y opaco que, en ocasiones, pueda parecernos. La ciencia, la filosofía, la historia y las tradiciones espirituales ponen claramente de relieve que nuestra salud, nuestro bienestar individual, nuestra felicidad y hasta la continuidad de nuestra estirpe germinal, ese flujo vital del que no somos más que una burbuja provisional simultáneamente dadora de vida y constructora del mundo de las generaciones venideras, depende del modo en que decidamos vivir nuestra vida.

      Desde una perspectiva cultural, la Tierra en que vivimos y el bienestar de sus criaturas y culturas dependen también de esas mismas decisiones y de nuestro comportamiento colectivo como seres sociales.

      Las causas de este espectacular y alarmante aumento de la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera se deben, casi por entero, a la actividad humana. El Panel Internacional sobre el Cambio Climático concluyó que, si no hacemos nada por cambiar esta tendencia, la tasa de dióxido de carbono se habrá duplicado en el año 2100, con el consiguiente aumento de la temperatura media global del planeta. Y parece que el deshielo de los polos y de los glaciares y el aumento de la masa de agua en los mares del Polo Norte no son más que algunas de las consecuencias derivadas de esas desestabilizadoras fluctuaciones, consecuencias muy graves que, aun esencialmente impredecibles, pueden provocar una espectacular elevación del nivel de los océanos en un período de tiempo relativamente corto, con la correspondiente inundación de las zonas costeras habitadas de todo el planeta… Imaginemos tan sólo, a modo de ejemplo, la calamidad que supondría un aumento del nivel del océano de 15 metros en el área de Manhattan.

      Bien podríamos decir que éste es uno de los síntomas de una enfermedad inmunológica provocada por una actividad humana que pone seriamente en peligro el equilibrio dinámico global del cuerpo de la Tierra. ¿Somos realmente conscientes de este problema? ¿Nos importa o, por el contrario, lo descartamos con el argumento de que no tiene que ver con nosotros, sino que incumbe a los científicos, los gobiernos, los políticos, las empresas de bienes de consumo o la industria automovilística? ¿Es posible, si en verdad formamos parte del mismo cuerpo, restablecer colectivamente el contacto con los sentidos para recuperar así el equilibrio perdido? ¿Podríamos hacer lo mismo con cualquiera de las formas de vida que nuestra actividad pone en grave peligro, las vidas de las generaciones futuras y hasta, de hecho, la vida de muchas otras especies?

      Yo creo que ha


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