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Lucero. Aníbal MalvarЧитать онлайн книгу.

Lucero - Aníbal Malvar


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que hay trabajo.

      Quien ha interrumpido la algarabía con su orden de entonación incuestionable es Antonio Gallego Burín, delgado, asténico, prematuramente calvo a sus 23 años, nervioso, hiperactivo, en­fer­mizo, pálido, federalista y republicano. Cuelga de su mano de­re­cha una escalera de madera más alta que él y en su izquierda car­ga una espuertilla con un trapo engurruñado, una paleta de albañil y un poso de cemento en polvo. Se ha manchado las perneras de su elegante pantalón de lino blanco y, después de depositar su carga en el suelo, intenta sin éxito limpiárselas a manotazos.

      —Gallego Burín, rey del misterio... ¿Qué coño traes ahí?

       –pregunta el periodista Carnero.

      —Traigo aires de libertad –se agacha y extrae de la espuertilla el sucio paño blanco. Lo deposita sobre la mesa y lo va desen­volviendo, capa por capa, con mucho mimo, hasta descubrir una placa: «Calle de don Isidoro Capdepón», reza. «Poeta, republicano y escasamente guatemalteco».

      —Fabuloso –exclama Paquito Soriano con sus diminutos ojos tan abiertos tras las gafas que se les ve el color por primera vez en muchos años.

      —Urge actuar, ahora que ya cae la noche –dice Maroto juntando dos cejas pobladas y conspirativas.

      —Todo está ahí –Gallego Burín señala con la cabeza la espuertilla y la escalera de mano.

      —¿Dónde? –pregunta el periodista Carnero.

      —En la calle Alfonso XII, por supuesto.

      —Por supuesto –sonríe Carnero con sus dos dientes conejiles–. Viva la República –susurra.

      —Viva la República –acompaña Burín.

      Navarrico, el camarero, observa de lejos a los rinconcillistas con ojos asombradizos. Demasiado silencio en la mesa. Excesiva urbanidad. Algo terrible acecha Granada.

      —¿Desean algo más los señoritos? –se acerca subrepticio el camarero para enterarse de todo, como es su deber.

      Pero Gallego Burín, adiestrado en la clandestinidad rinconcillista, envuelve la placa antes de que Navarrico haya podido verla.

      —La cuenta, por favor –pide Lucero con educación señoritinga.

      Los rinconcillistas se van levantando envueltos en un silencio casi funeral, reconcentrados y adustos. A los que estaban borrachos, se les ha pasado la borrachera. A los que estaban serenos, se les han quitado las ganas de beber. El dandi Paquito Soriano, a quien nunca nadie ha visto cargar algo que no sea un libro o una copa, agacha sus ciento treinta kilos de sabiduría para agarrar la escalera, que en contacto con su chaqué con plastrón le queda bellamente vanguardista. Maroto y Carnero, cada uno por un asa, alzan la espuertilla con el cuidado de quien levanta un ataúd. Emilia Llanos ahoga cruelmente su cigarro a medio fumar dentro de su martini a medio beber antes de elevar hacia las lámparas del Alameda una vaharada de charme. Gregorio Montesinos es el único que permanece sentado. Su hermano Manuel lo condecora con un gesto de desprecio cariñoso antes de dejarse conducir hacia la puerta por el Lucero.

      —Futuro alcalde de Granada, es tu momento —enfatiza el poeta cojo.

      Los rinconcillistas se vuelven hacia la pareja ante el asombro de los tertulianos del café, que observan al grupo plantado en medio del Alameda con una mezcla de curiosidad y temor. Algunas chicas sonríen espiando desde sus mesas la apostura de Maroto o los ojos oceánicos del Lucero. Los hombres parpadean para que no parezca que han petrificado sus pupilas en el culo y en las tetas de Emilia Llanos. El ejército de camareros, uniformados de chaqué oscuro y con sus pajaritas atentas, espera acontecimientos en posición de firmes, por si es necesario dar un par de hostias a los vanguardistas. Los del quinteto dulcifican a Beethoven en un tenso sostenido. El humo de cien cigarros se ha detenido en el aire a medio camino del techo.

      —No nos defraudes, alcalde –exhorta adustamente Paquito Soriano a Montesinos.

      El futuro alcalde de Granada ensancha los hombros y responde con un escueto «sí» de cabeza mirando uno por uno a los coligados de la hueste. Paquito Soriano se gira escalera en mano y los demás lo siguen hasta la salida. Suspiros de alivio por parte de los camareros y de algunas damas maduras acompañan el gemido de la puerta del Alameda al cerrarse. El humo de los cien cigarros huye al techo y Beethoven, liberado, se arregosta en un bemol.

      El buen tiempo ha animado a los ociosos a sentarse en los veladores y extender la tarde hasta más allá de la hora de cenar. Muchas ventanas están abiertas de par en par invitando a mosquitos y mariposas de luz a gozar de la hospitalidad granadina. Guitarras sordas de taberna suenan a vino malo y bulerías. Chicas modernas, demasiado imbuidas de Belle Époque, discuten de libros con altivos poetas locales de fino bigote engrasado. Algún trío de alpargateros rompe la placidez burguesa del cuadro con el arremangue de sus camisas blancas de lienzo basto y su mirada envidiosa. Pero enseguida sus sombras se borran tras las carreras de los niños del escondite. Y tras las miradas escrutadoras de las niñas que juegan a comadricas sentadas en los escalones de los colmados.

      —Pienso que no debes, alcalde –le dice el Lucero a Montesinos, que escribe apresuradamente en un cuaderno mientras rebasan la Almona.

      Paquito Soriano y el resto de borrachos del Rinconcillo caminan una veintena de metros por delante y de vez en cuando vuelven la cabeza para comprobar que su futuro alcalde no pierde la comba.

      —Lo voy a decir –insiste el joven Montesinos–. Ahora invéntame unos versos finales... que acaben... mmmm... «que lo proclama el hijo del banquero».

      El Lucero suelta el brazo de Montesinos y se lleva la mano a los labios.

      —Es endecasílabo, cabrón –masculla–. Dame el papel y el lápiz.

      El Lucero, sin detenerse, se pone a garabatear y a tachar, garabatea y tacha, vuelve a garabatear y tacha otra vez. Se le tambalean los pasos y las letras de borracho y de cojo.

      —Vaya mierda de poeta –dice Montesinos.

      —Cállate, gilipollas –contesta Lucero sin dejar de caminar y concentrado en los borrones.

      La comitiva llega a la calle Alfonso XII. Gallego Burín vacía la garrafa de agua sobre el cemento y se pone a preparar la masa. El resto de rinconcillistas, salvo Lucero y Montesinos, que siguen a lo suyo, lo rodea para proteger la operación de miradas delatoras. Aunque no es muy necesario, ya que pocos granadinos pasean la calle a esa hora. Cuando la masa está a punto, densa pero no apelmazada, ideal para un secado rápido, el periodista Carnero apoya la escalera y Gallego Burín sube con el dorso de la placa embadurnado de cemento, la coloca sobre la antigua y mantiene la presión durante unos minutos tensos. Finalmente, la antigua calle de Alfonso XII se convierte, por superposición, en la de Isidoro Capdepón, «poeta, republicano y escasamente guatemalteco». Los rinconcillistas aplauden. Montesinos lee y relee en silencio, concentrado hasta la jaqueca, el discurso que ha redactado Lucero.

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