La buena hija. Karin SlaughterЧитать онлайн книгу.
antes del disparo del revólver. Se la imaginó corriendo, sus piernas delgadas moviéndose a velocidad vertiginosa, siempre hacia delante, alejándose de allí sin vacilar un instante, sin pararse a mirar atrás.
«No pienses en mí», le suplicó Sam, como había hecho un millón de veces antes. «Tú concéntrate en lo tuyo y sigue corriendo».
¿Lo había conseguido Charlie? ¿Había encontrado ayuda? ¿O había mirado hacia atrás para ver si Sam la seguía y se había encontrado con el cañón de la escopeta de Zachariah Culpepper apuntándole a la cara?
O algo peor.
Apartó esa idea de su mente. Vio a Charlie corriendo sin impedimentos, encontrando ayuda, trayendo a la policía hasta la tumba porque poseía el sentido de la orientación de su madre y jamás se perdía. Recordaría dónde estaba enterrada su hermana.
Fue contando los latidos de su corazón hasta que sintió que se aquietaban ligeramente.
Notó entonces un hormigueo en la garganta.
Estaba todo lleno de tierra: sus orejas, su nariz, su boca, sus pulmones. No podía refrenar la tos que pugnaba por salir de su boca. Abrió los labios. Al tomar aire instintivamente le entró más tierra en la nariz. Tosió otra vez, y otra. La tercera vez tan fuerte que sintió un calambre en el estómago al tiempo que su cuerpo luchaba por aovillarse.
Le dio un vuelco el corazón.
Sus piernas se habían movido.
El miedo y la angustia habían interrumpido las conexiones vitales entre su cerebro y su musculatura. No estaba paralítica, sino aterrorizada. Un instinto ancestral de enfrentamiento o huida la había hecho salir de su cuerpo hasta comprender lo que sucedía. Se sintió eufórica a medida que iba recuperando la sensibilidad de cintura para abajo. Era como si caminara por una laguna. Al principio, sintió que los dedos de sus pies se abrían entre la tierra compacta. Luego pudo doblar los tobillos. A continuación, sintió que empezaba a mover ligeramente los pies.
Si podía mover los pies, ¿qué más podía mover?
Probó a flexionar las piernas para calentar los músculos. Empezaron a dolerle los cuádriceps. Tensó las rodillas. Se concentró en sus piernas, diciéndose que podía moverlas, hasta que su cerebro empezó a mandar el mensaje de que, en efecto, se movían.
No estaba paralizada. Aún tenía una oportunidad.
Gamma contaba siempre que ella, Sam, había aprendido a correr antes que a andar. Que sus piernas eran la parte más fuerte de su cuerpo.
Podía salir de allí a patadas.
Concentró toda su fuerza en las piernas, efectuando movimientos infinitesimales adelante y atrás para tratar de horadar la gruesa capa de tierra. Notaba el calor de su aliento en las manos. Un espeso aturdimiento disipó el pánico que se había apoderado de su cerebro. ¿Estaba consumiendo demasiado oxígeno? ¿Importaba, acaso? Perdía continuamente la noción de lo que hacía. La parte inferior de su cuerpo se movía adelante y atrás, y a veces se descubría pensando que estaba tumbada en la cubierta de un barquito que se mecía en el mar. Luego volvía en sí, se daba cuenta de que estaba atrapada bajo tierra y pugnaba por moverse más aprisa, con más fuerza, solo para, un momento después, volver a mecerse en aquella embarcación.
Trató de contar: un Misisipi, dos Misisipis, tres Misisipis…
Se le acalambraron las piernas. El estómago. Todo el cuerpo. Se obligó a parar, aunque fuera solo unos segundos. Pero descansar le resultó casi tan doloroso como el esfuerzo. El ácido láctico liberado en su musculatura hizo que se le revolviera el estómago. Las vértebras retorcidas pinzaban los nervios, produciéndole un dolor eléctrico en el cuello y las piernas. Cada exhalación quedaba atrapada en sus manos como un pájaro enjaulado.
«Hay un cincuenta por ciento de posibilidades de sobrevivir», había leído Charlie en su libro de Aventuras. «Pero únicamente si se encuentra a la persona accidentada en un plazo de una hora».
Ignoraba cuánto tiempo llevaba en la tumba. Al igual que perder la casa de ladrillo rojo o ver morir a su madre, de eso hacía una eternidad.
Tensó los músculos del abdomen y probó a moverse de lado. Tensó los brazos. Estiró el cuello. La tierra la oprimía, hundiendo su hombro en el suelo mojado.
Necesitaba más espacio.
Trató de mover las caderas. Primero, abrió un espacio de una pulgada; luego, de dos. Después consiguió mover la cintura, el hombro, el cuello, la cabeza.
¿Había de pronto más hueco entre su boca y sus manos?
Sacó la lengua de nuevo. Sintió que la punta rozaba la juntura de sus palmas. Media pulgada, como mínimo.
Un avance.
A continuación, trató de mover los brazos accionándolos arriba y abajo, arriba y abajo. Esta vez, no llegó a la pulgada. La tierra se desplazó un centímetro, luego otro; después, unos milímetros. Debía mantener las manos delante de la cara para poder respirar, pero entonces se dio cuenta de que tenía que servirse de ellas para cavar.
Una hora. Era el plazo que le había dado Charlie. Tenía que estar agotándosele el tiempo. Notaba las palmas calientes, bañadas en sudor. El aturdimiento anegaba su cerebro.
Respiró hondo una última vez.
Haciendo un esfuerzo, apartó las manos de la cara. Sintió que iban a rompérsele las muñecas al retorcer las manos. Apretó los labios, rechinó los dientes y arañó la tierra frenéticamente, tratando de desalojarla.
Pero la tierra seguía oprimiéndola.
Le ardían los hombros de dolor. Los trapecios. Los romboides. Las escápulas. Un hierro candente perforaba sus bíceps. Tenía la impresión de que iban a quebrársele los dedos. Se rompió las uñas. Se desolló los nudillos. Sus pulmones parecían al borde del colapso. No podía seguir conteniendo la respiración. No podía seguir luchando. Estaba cansada. Estaba sola. Su madre había muerto. Su hermana se había ido. Comenzó a gritar, primero mentalmente; luego, por la boca. Estaba rabiosa: rabiosa con su madre, por haber agarrado la escopeta; con su padre, por haberlas puesto en aquella situación; con Charlie, por no ser más fuerte; y consigo misma por ir a morir en aquella maldita tumba.
Una tumba poco profunda.
El aire fresco envolvió sus dedos.
Había traspasado la tierra. Menos de sesenta centímetros la separaban de la muerte.
No había tiempo de alegrarse. No tenía aire en los pulmones, ni esperanza alguna a menos que siguiera escarbando.
Empezó a apartar detritos con los dedos. Hojas. Piñas. Su asesino había intentado ocultar la tierra removida, pero no contaba con que la chica enterrada debajo pudiera salir a la superficie. Agarró un puñado de tierra y luego otro, y siguió así hasta que, tensando una última vez los músculos abdominales, logró incorporarse.
La súbita bocanada de aire fresco le provocó una arcada. Escupió tierra y sangre. Tenía el pelo apelmazado. Se tocó un lado del cráneo. Su dedo meñique se introdujo en un agujerito. Por dentro del orificio, el hueso era suave. Por allí había penetrado la bala. Le habían disparado a la cabeza.
Le habían disparado a la cabeza.
Apartó la mano. No se atrevió a enjugarse los ojos. Miró a lo lejos. El bosque era un borrón. Vio dos gruesos puntos de luz que flotaban como abejorros perezosos delante de su cara.
Oyó el eco de un goteo: el ruido del agua corriendo por el túnel que pasaba bajo la torreta meteorológica y conducía a la carretera asfaltada.
Otro par de luces pasó flotando.
No eran abejorros.
Eran los faros de un coche.
[1] Referencia a la novela Matar a un ruiseñor de Haper Lee. (N.