Inteligencia social. Daniel GolemanЧитать онлайн книгу.
de nombrar lo que estamos percibiendo.12 y 13 Por esta razón, las células fusiformes pueden explicar el modo en que la vía inferior nos proporciona una valoración instantánea de “gusto” o “disgusto” milésimas de segundo antes de saber siquiera lo que ha ocurrido.14
Esos juicios sumarísimos, que dependen de las células fusiformes, desempeñan un papel muy importante a la hora de guiar nuestras relaciones interpersonales y, en consecuencia, nuestra vida social.
«ELLA VIO LO QUE ÉL ESTABA VIENDO»
Poco después de su boda, Maggie Verver, la protagonista de la novela de Henry James La copa dorada, visita a su padre, viudo desde hacía mucho tiempo, en un hotelito en el campo, entre cuyos clientes había una mujer soltera que parecía mostrarse interesada en él.
Después de echar un rápido vistazo, Maggie se da súbitamente cuenta de que su padre, que había permanecido soltero cuando debía cuidar de ella, se siente libre para volver a casarse, y en ese mismo instante, la mirada de su hija le dice, sin haberlo mencionado siquiera, que acaba de entender lo que él está sintiendo. Así es como, sin mediar palabra alguna, Adam, el padre de Maggie, tiene la sensación de que «ella vio lo que él estaba viendo».
En ese diálogo silencioso, «El rostro de ésta no podía ocultarle lo que albergaba en su mente y, a su manera, había visto lo que los dos estaban viendo».
La descripción de ese breve episodio de reconocimiento mutuo ocupa varias páginas del comienzo de la novela y el resto de ese largo relato se ocupa de las consecuencias de ese singular momento de comprensión hasta que finalmente Adam vuelve a casarse.15
Henry James supo reflejar perfectamente la extraordinaria riqueza de matices que puede transmitir una simple mirada. No es de extrañar que una expresión que dure tan sólo un instante encierre volúmenes enteros de significado, porque estos circuitos neuronales están funcionando de continuo.
Este radar neuronal opera aun cuando el resto de nuestro cerebro permanezca inactivo. Resulta muy interesante constatar que tres de las cuatro regiones neuronales especialmente más activas –que operan como motores neuronales al ralentí prestos a responder a la menor necesidad–, tienen que ver con los juicios interpersonales16 e intensifican su actividad cuando vemos o pensamos en las relaciones interpersonales.
Un grupo de UCLA dirigido por Marco Iacoboni (uno de los descubridores de las neuronas espejo) y Matthew Lieberman (uno de los fundadores de la neurociencia social) ha utilizado la RMNf con el fin de investigar el funcionamiento de estas zonas.17 Su conclusión es que la actividad por defecto del cerebro –es decir, lo que sucede automáticamente cuando no ocurre nada más–gravita en torno al mundo de las relaciones.18
El rápido metabolismo de estas redes neuronales “sensibles a las personas” pone de relieve la extraordinaria importancia que ocupa el mundo social en el diseño de nuestro cerebro. Bien podríamos decir que la actividad preferida del cerebro en reposo consiste en la revisión de nuestra vida social, como si una y otra vez estuviéramos viendo nuestro programa favorito de televisión. De hecho, esos circuitos “sociales” sólo parecen aquietarse cuando nos ocupamos de una tarea impersonal, como analizar detenidamente un extracto bancario, una tarea que, como cualquier otra ligada al análisis de los objetos, requiere la puesta en marcha de las correspondientes regiones cerebrales.
Quizás esto explique la gran velocidad con que operan las regiones cerebrales que se ocupan del mundo interpersonal, que nos lleva a esbozar juicios sobre las personas décimas de segundo antes de lo que sucedería en otro caso. Cualquier encuentro interpersonal activa estos circuitos, esbozando conclusiones de gusto o disgusto que predicen si habrá o no relación y, en caso positivo, el curso que tomará.
La progresión de actividad cerebral se inicia en la corteza cingulada y se expande, a través de las células fusiformes y la vía inferior, hasta otras regiones con las que está muy conectada, especialmente la corteza orbitofrontal, llegando incluso a reverberar en todas las áreas emocionales. Esta red proporciona una sensación general que, con la colaboración de la vía superior, nos permite esbozar una reacción más consciente, ya sea una acción directa o, como ilustra el caso de Maggie Verver, una simple comprensión silenciosa.
El circuito neuronal que conecta la corteza orbitofrontal con la corteza cingulada anterior entra en funcionamiento cada vez que elegimos la mejor respuesta posible ante muchas alternativas. Estos circuitos evalúan todas nuestras experiencias, asignándoles un valor –de gusto o disgusto– y configurando así también nuestra misma sensación de significado, es decir, de lo que realmente nos importa. Hay quienes afirman que este cálculo emocional refleja el sistema de valores básico empleado por el cerebro para organizar nuestro funcionamiento, aunque sólo sea mediante el establecimiento de nuestras prioridades en un determinado momento. Por ello, este nódulo neuronal resulta esencial en el proceso de toma de decisiones social y está muy ligado, por tanto, a las conjeturas que hacemos de continuo y que acaban determinando, en última instancia, el éxito o el fracaso de nuestras relaciones.19
Consideremos ahora la asombrosa velocidad con la que el cerebro arriba a esas comprensiones de la vida social. En el primer encuentro con alguien, estas áreas neuronales esbozan un juicio inicial a favor o en contra en cuestión de 500 milisegundos.20
Luego viene la cuestión del modo en que debemos reaccionar ante la persona implicada. Una vez que la corteza orbitofrontal ha registrado claramente nuestra decisión, determina la actividad neuronal durante otro veinteavo de segundo, tiempo en el que las regiones prefrontales cercanas, operando en paralelo, proporcionan información sobre el contexto social y nos ayudan a esbozar una respuesta más adecuada al momento.
Teniendo en cuenta los datos proporcionados por el contexto, la corteza orbitofrontal esboza entonces, partiendo del impulso primordial («¡Vete de aquí!»), la respuesta más adecuada (como pergeñar, por ejemplo, una excusa para marcharnos) sin que ello suponga, no obstante, la menor comprensión consciente de las reglas que guían la decisión, sino como una mera sensación de “adecuación”.
Después de saber cómo nos sentimos con alguien, la corteza orbitofrontal establece nuestro curso de acción y lo hace inhibiendo la primera respuesta instintiva, que podría conducirnos a actuar de un modo que luego lamentaríamos.
Esta secuencia no ocurre una sola vez, sino que lo hace de continuo durante cualquier interacción social. Nuestros mecanismos primarios de guía social se apoyan, pues, en una serie de tendencias emocionales, ya que nuestra acción será diferente si la persona con la que estamos nos gusta o nos desagrada…, y si nuestros sentimientos cambian a lo largo de la interacción, el cerebro social se encarga de ajustar silenciosamente nuestras decisiones y, en consecuencia, también nuestras acciones.
Lo que sucede en esos breves instantes resulta esencial para una vida social satisfactoria.
LAS DECISIONES DE LA VÍA SUPERIOR
Una conocida me comentó, en cierta ocasión, que se hallaba muy preocupada por su hermana, a la que un trastorno mental había tornado muy proclive a los ataques de ira. La relación entre las dos era muy amable y cordial, pero de vez en cuando, su hermana la acusaba y atacaba, sin previo aviso, como si estuviera paranoica.
Como me dijo mi amiga: «Cada vez que me acerco a ella, me daña».
Así fue como empezó a protegerse de lo que experimentaba como una “agresión emocional”, espaciando sus encuentros, sin responder de inmediato a sus llamadas y esperando, en el caso de que el mensaje de voz que dejaba en el contestador sonase demasiado enfurecida, un par de días, con el fin de proporcionarle el tiempo necesario para calmarse.
Pero lo cierto es que estaba preocupada por su hermana y no quería alejarse de ella, de modo que cuando se sentía atacada, recordaba el trastorno mental y no se lo tomaba como algo perso- nal, ejercitando así una suerte de judo mental interior que la protegía del contagio nocivo.